domingo, 21 de febrero de 2010

LA "MOCHOLADA"


      Este relato, a modo de agradecimiento, es lo mínimo que se merecía mi gran reclamo, el mejor, “El de Manué”, como siempre le conocimos. Aunque nació bravo y así murió, siempre le dijo “échate pal lao” a todos los demás.


      A mi mujer, humilde y sufrida consentidora de todos los abusos que cometemos los aficionados a la jaula.

        "El de Manué”, como siempre lo conocimos todos aquellos que disfrutamos de sus fantásticos recitales durante su larga vida como reclamo, se lo adquirí a Manuel, un paisano de  Gibraleón,  por tres mil de las antiguas pesetas. 

Debería correr el año mil novecientos ochenta y cuatro, cuando mi gran amigo y secretario de cacerías, José Trujillo, me comentó un día, mientras tomábamos una cerveza:

- José Antonio, un compañero de trabajo tiene dos pollos y los quiere vender. Me he enterado y le he dicho que espere hasta que yo te lo diga y vea si estás interesado en ellos.

Dicho y hecho. Fuimos el sábado siguiente por la mañana a verlos a la citada población onubense, con la idea de traerme el que más me gustara de los dos. Pero no fue así…, no me traje el que más me agradó, sino el que menos. Tan es así que, aunque ya había enjaulado al que más me sedujo, por ser el otro un poco feúcho y bastante bravo, Manuel me dijo:

 -Se lleva usted el peor y deja el mejor, seguro que se va a arrepentir.  

Aquello me dejó un poco pensativo y José terminó de hacerme un lío, cuando, mirándome, me aconseja con la sapiencia que dan los años:

- José Antonio, haz lo que dice Manuel, seguro que no te engaña.

Como a José siempre le tuve, a pesar de su ya dilatada edad, una gran confianza en sus barruntos e indicaciones, porque aunque nunca fue cazador, en todo momento tuvo un olfato y un sexto sentido que rara vez se equivocaba, decidí volver atrás, pues ya estaba en la calle, y traerme “al de Manué”, nombre de guerra que tuvo a partir de este momento.

Por el camino de vuelta hasta Huelva, como solemos hacer en estos casos, fui soñando despierto con haber hecho la compra que siempre anhelamos cuando adquirimos un nuevo pollo.

Pero cuando llegué a casa y le quité la sayuela…, la historia fue otra cosa.

- Lo que yo pensaba, -me dije a mí mismo.

Saltos que movían la jaula, alambreos, guitarreos…, fueron el regalo de bienvenida a su nuevo hogar.

Tras bastantes días con las mismas trazas, decidí apartarlo de los tres o cuatro pájaros de jaula que tenía por aquellos entonces, con la idea de que, si no mejoraba, soltarlo y que no me embraveciera y estropeara al resto de reclamos.

Poco a poco, fueron pasando las jornadas casi con las mismas disposiciones que había demostrado desde el principio. Debido a tales comportamientos, y después de darle muchas vueltas a la cabeza, decidí darle la libertad el primer día que fuera al campo. De hecho, no lo había escuchado nunca abrir el pico y siempre me recibía con sus “cariñosos saltos” y los no menos “suaves”  alambreos.

Pero un buen día, María, la hija de José, que se encargaba de cuidar a mis dos hijos, me comentó al volver del trabajo:

- José Antonio: el pájaro que tiene usted apartado ha cantado muchas veces hoy y ayer, también.

Aquello me dejó de piedra y no me lo podía creer. Así que le pregunté:

- María, ¿estás segura?,  ¿no te habrás equivocado?

- No, José Antonio, no me he equivocado. Lo he escuchado y lo he visto.

- ¡No me lo puedo creer!, -pensé para mí-. El fin de semana próximo lo probaré antes de soltarlo, no vayamos a meter la pata hasta donde dijimos, como suele ocurrir cuando nos deshacemos de un reclamo sin antes haberlo sacado al campo para ver su proceder. 

 Recuerdo que aquel sábado, primero o segundo después de abrirse la veda de ese año, terminé de bolo, es decir, no toqué pluma y mi hermano Juanvi le había tirado tres a Castelar. Así que, por la noche, una vez en la cama, dándole una y mil vueltas a la cabeza, mientras intentaba dormirme, me decidí: 

- Mañana colgaré “al de Manué”,  y a ver qué pasa.

Nos levantamos temprano, desayunamos la clásica “tostá” con ajo y  aceite de oliva al lado de la inseparable y vivificante candela y preparamos cada uno de nosotros los bártulos correspondientes. Más tarde, me dirigí hacia donde estaban todos los reclamos y enfundé a mi elegido para aquel puesto de sol: “el de Manué”

 No se me olvidará que, aquella mañana, con las primeras claras del día, era fría y húmeda, ya que había llovido bastante durante la noche, pero el astro rey empezaba a despuntar con una fuerza casi presagiando lo que allí iba a suceder. Poco a poco, iba eliminando aquellos tímidos bancos de niebla que levitaban sobre el encinar donde estábamos inmersos, hasta transformarse en una plácida jornada matutina.

 Fue en un aguardo fijo de monte que tenía hecho, ya que por aquellos años todavía seguía la tradición de nuestros ancestros, donde “el de Manué” debutaría. El puesto estaba situado en una suave loma y camuflado por un manchón viejo de monte y las ramas de una frondosa chaparrera. 

Después de asegurarlo bien en el matojo, por si las moscas, dado su “apacible” carácter, me fui retirando poco a poco para el aguardo, tras quitarle la sayuela y palillearle un poco con los dedos.  Pero… aunque me costaba  creerlo, “el de Manué” no dio ni un salto, ni tomó un alambre, nada de nada. Aquello sólo era un pájaro pequeñajo y feúcho, pero erguido como una vela en su atalaya de jaras, salpicadas con unos entremezclados manojos de tomillos y jaguarzos.

Luego, poco a poco, fue situándose y comenzó a lanzar al aire uno de los muchos y magníficos conciertos con los que me obsequió en su larga vida. De esta manera, reclamos potentes, hondos y pausados fueron entremezclándose con cuchicheos de una armonía inigualable y piñones que desarmaban a la mejor patirroja del entorno.

No tardó mucho en contestarle el campo. Así, en el collado de enfrente, empezó a retumbar un reclamo bronco y hueco que hacía presagiar que estábamos ante un buen garbón salvaje y que, por lo tanto, habría que trabajarlo lo mejor que se pudiera.

A los pocos minutos, un “pichó, pichó, “pichó”…, seguido de un estruendoso aleteo me hizo pensar lo peor: un bando. Y así fue, conté hasta quince en la plaza.

No sabría decir si el corazón se me salía por la boca o la sangre se me helaba. Lo cierto es que allí, ante los ojos de quien estaba en el repostero, había más de una docena de patirrojas.

Mi reclamo se había quedado callado por momentos tras el vuelo de los camperos, pero, segundos después, con una suavidad fuera de lo común en su cuchicheo y sin perder la compostura, estaba acercándose a toda una legión de guerreros, como si de ovejas se trataran. 

Las manos me temblaban. Intenté varias veces una carambola, pero un nudo en la garganta y un intenso calor interior me impedían toda acción a realizar. No sabía qué hacer…, pero por fin decidí, como tantas veces había visto y escuchado a los buenos aficionados,  apuntar al jefe bando y así lo hice. En una de las vueltas, cuando reclamo y garbón mantenían una dialéctica retadora ante los otros componentes del bando, apreté el gatillo. El estruendo del tiro hizo que todos los demás salieran volando o corriendo de la plaza para ampararse en la espesura del monte. Sólo quedó el macho vara, pero…, dando unos botes que llegaban a la altura de la jaula.

Me lo cargué como reclamo, pensé por momentos, aunque nunca más lejos de la realidad, puesto que, si más botaba el campero, agotando los últimos instantes de su vida, el entierro que le hacía “el de Manué” no desmerecía en absoluto. A continuación, el resto de componentes del bando empezaron a entrar en plaza como si fueran corderitos. Pero, como no quería hacer mucha sangre y una emoción inusitada me inundaba, salí del puesto y tras toser para que se retiraran sin volar los que habían quedado, fui recogiendo del suelo las perdices abatidas. Por detrás de mí, sólo escuché a José decir: -¡Ole tus cojones! 

Poco después, me fui acercando con tranquilidad a mi reclamo, pero ya no era el mismo, unos botecitos me recibieron como lo seguiría haciendo por los restos de su vida.

A partir de ese día, algunos familiares y amigos disfrutaron también con sus excelencias y los grandes lances en los que fue actor principal.

No obstante, podría tener siete u ocho celos cuando dio su única y gran “mocholada” si así lo podemos calificar. Era el último día de veda de aquella temporada. A mediodía, me había enterado que el arrendatario de uno de las fincas limítrofes, y hombre muy celoso a la hora de vigilar las lindes, no estaría en la finca en la jornada vespertina. De esta manera, ni me lo pensé; aquella tarde me fui a colgar muy cercano a los terrenos del coto contiguo.

 El entorno del colgadero era un gallinero: hembras cantando por aquí, machos por allí, parejas volando unas tras otras a nuestro paso… En una palabra, lo que sueña todo cuquillero para dar el puesto con su gran reclamo.

 Rápidamente colocamos el portátil y nos metimos en el mismo tras quitarle la mantilla al pájaro. Una vez dentro, lo primero que hice fue contar los cartuchos que llevaba, porque aquello tenía pinta de ser algo para nunca olvidar.

Me acomodé con el banquillo en el puesto, cargué la escopeta y la situé en la tronera, pero… ¡Qué raro, sólo se escuchaba el campo!  ¡”El de Manué” estaba mudo!

Fue pasando el tiempo de una forma interminable, mientras la garganta se me resecaba cada vez más. Yo miraba a José y él me miraba a mí, sin que ninguno de los dos diéramos crédito a lo que estaba ocurriendo.

De esta manera, fueron transcurriendo los minutos y así hasta que empezó a caer la noche, esperando que cambiara la situación, como tantas y tantas veces suele ocurrir, pero nada…, ni abrir el pico. No era el día que él había elegido para dar un puesto de diez.

¡Alguna vez tenía que ser!

“El de Manué”, murió con catorce años y, desde los nueve o diez, tenía artrosis en las patas, según dijeron los veterinarios que lo vieron. No se podía poner de pie, pero aun así, su disminuido estado físico nunca le impidió ser un gran reclamo y darme bastantes días de satisfacciones y muchas horas para poder contar sus excelencias. No era la tipología que tantas veces relatamos y escuchamos del pájaro de bandera, pero sus inmensos recursos con las montesinas salvajes, hacían de él un reclamo con el que soñamos todos los pajariteros.

Fue la tarde de un Día de Reyes, cuando dejó de existir. Está enterrado en un majano de piedra en la finca La Constancia de Puebla de Guzmán (Huelva), justamente al lado de donde, algunos años atrás, participó como protagonista principal en un excepcional lance en el que le abatí un buen machaco campero, sus dos compañeras y una viuda de las de capa y espada que le dio la tarde.

 

 


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