domingo, 7 de marzo de 2010

HISTORIAS DESDE EL CORAZÓN: UN SUEÑO HECHO REALIDAD.


A mi compañera y amiga Grego García por su inestimable ayuda como correctora de la sintaxis de mis escritos.

Entre las muchas historias que el abuelo Vicente me contaba en mi niñez, nunca olvidaré la que intentaré relatar con todo el cariño y detalles que él solía poner y utilizar cuando lo hacía.

Ésta, debió remontarse muchos años atrás, porque según me comentaba, él también se la había escuchado a su abuelo del mismo nombre.

- Hace muchísimo tiempo, -como siempre empezaba el abuelo a contarnos sus apasionantes relatos-, en una pequeña localidad de Sierra Morena, Antonio, -hombre noble, de buen corazón, metido en edad y enamorado de la caza y en especial a la de la jaula-, una mañana mientras apuraba los últimos momentos en la cama antes de empezar su tarea diaria con el ganado –era agricultor y ganadero-, escuchó hablar en el cuarto donde dormitaban sus reclamos.

Rápidamente, se puso un poco de ropa y sin más dilación fue a ver qué pasaba, pero se quedó de piedra y estupefacto, cuando uno de sus reclamos, Herrador -regalo de un amigo de esa profesión-, mirándolo fijamente, y balbuceando sonidos humanos, terminó por decirle:

- ¡Buenos días, amo!, ¡Necesito hablar con usted!

Antonio, sin salir de su estupor y blanco como la pared, mientras un sudor frío le recorría todo el cuerpo, creyó enloquecer. Se pellizcaba el cuerpo para ver si estaba soñando. Se daba tortas en la cara; pero nada, no estaba soñando, aquello aunque increíble, era realidad. Así que, tartamudeando y con voz entrecortada por la enorme impresión y preso del pánico que tenía en su interior, no tuvo más remedio que contestarle:

- Herrador, dime que esto es un sueño, dime que esto no es verdad.

- Pues no lo es amo, no lo es -respondió Herrador.

- Como no soy muy bien hablado -prosiguió Herrador-, trataré de ser breve y de explicarme lo mejor posible. Le he servido fielmente durante ocho largos años. En ellos, le he proporcionado infinidad de alegrías, sacrificando para ello a muchos de mis hermanos. Por tanto, creo que ha llegado la hora de dar el último puesto. Luego, cuando acabe el mismo, le pido a usted que me conceda la libertad. Aun agradeciéndole el buen cuido que siempre me ha dispensado, no quiero seguir encarcelado tras estos barrotes, el resto de mis días -concluyó Herrador.

Antonio, sudaba a chorros, aun con el frío que hacía. Sus manos intentaban liar un cigarro para que le liberara de su nerviosismo, pero eran incapaces de acertar en su cometido.

Con este estado y tras sentarse en una vieja silla de madera que había bajo la mesa que utilizaba para preparar la comida de los reclamos, le dio en unos segundos mil vueltas a la cabeza, mientras observaba las estrellas por la ventana que tenía enfrente y, tras pasarse varias veces la mano derecha por la barbilla, con la cara descompuesta y voz que no le salía del pecho, dirigiéndose a su reclamo, le dijo:

- Amigo Herrador, mi fiel servidor durante tantos años. No sé si esto está ocurriendo de verdad o me he vuelto loco, pero si ese es tu deseo, hoy saldremos por última vez al campo, daremos el puesto y luego te devolveré la libertad.

Antonio, “a trancas y barrancas”, consiguió aparejar a Lucera, la yegua que siempre le acompañaba para estos menesteres. Enfundó con mucho cariño y cuidado a Herrador, al que ya no volvió a escucharle el más mínimo sonido parecido al lenguaje humano. Cogió su vieja Jabalí de un caño, seis cartuchos recargados y se dirigió camino “alante” hasta el Puesto del Madroño, precioso cazadero situado en una solana salpicada de encinar y monte bajo.

Los cuatro últimos centenares de metros los hizo a pie, tras amarrar a la cabalgadura en una chaparrera.

Cuando llegó al lugar elegido, remendó un poco el vetusto puesto de monte y preparó el matojo, donde con posterioridad “amarró” cuidadosamente a Herrador.

Esta vez, con el ánimo compungido, no fue capaz de pronunciar palabra alguna de ánimos para su reclamo. Así que, cariacontecido, se metió en el aguardo.

No tuvo que esperar mucho tiempo, porque tras quitarle la sayuela, Herrador con un melodioso cuchicheo y tras la miel que despedían sus piñones, más lo llamativo de su reclamo, hizo que una pareja que no debería estar muy lejos, no tuviera más remedio que acercarse hasta él para presentarle sus respetos, lo que aprovechó Antonio, para con un nerviosismo descomunal, al tercer o cuarto intento, dejarlos “secos” al lado de Herrador. Éste, crecido por lo sucedido, volvió a comenzar de nuevo la magistral “partitura” y, a los pocos minutos, lo irresistible de su llamada hizo que, ahora un macho, se “tropezara con la misma piedra” que la pareja anterior.

Así continuó hasta que su dueño gastó toda “la munición” que se había llevado, quedando los alrededores del farolillo teñidos con diez aterciopelados mosaicos de rojo, marrón y negro, a la vez que un gran plumerío salpicaba todos los aledaños del tanganillo.

Antonio, hombre de buen corazón y cumplidor de su palabra, con lágrimas en los ojos, salió del puesto, se acercó a Herrador, lo desató, situó cuidadosamente la jaula en el suelo y, lentamente, abrió la puerta de la misma.

Herrador, agachándose un poco, atravesó lo que le separaba de la libertad y, una vez fuera, tras afilarse el pico en una piedra y sacudirse las plumas, volvió a dirigirse a Antonio, que no acababa de salir de su asombro, mientras multitud de lágrimas seguían recorriendo sus mejillas.

- ¡Gracias, amo…! ¡Nunca te olvidaré!

Después, tras varios reclamos al viento de aquella soleada y plácida mañana, Herrador desapareció entre la espesura del monte.

Un nudo en la garganta, un ahogo y una angustia general, unido a la continua algarabía procedente del cuarto de los reclamos, hizo que Antonio se despertara, sudando y sobresaltado.

Tras encender el candil, descalzo y corriendo tal como estaba, se dirigió a toda velocidad a comprobar lo que estaba pasando, y cuál no sería su sorpresa, cuando comprobó que el suelo de aquella habitación estaba lleno de plumas y la mayoría de los reclamos, con evidentes signos de nerviosismo, se hallaban algo maltrechos como resultado de haberse botado.

Pero su desasosiego fue aún mayor cuando comprobó que, sobre la destartalada mesa, al lado de la ventana, la jaula de Herrador, que se había caído del casillero, se encontraba con la puerta abierta, pero vacía.

Sin perder un segundo, y tras mirar detenidamente por todos los rincones del cuarto, se acercó al ventanuco y, al no ver nada de lo que él quería, salió corriendo hasta la calle y, allí, con las primeras claras del día, lo único que sus sentidos fueron capaces de captar, junto al ladrido de sus dos mastines, fue el continuo reclamear de Herrador que desde la lejanía saludaba al amanecer.

Medio desnudo como estaba, corrió hasta donde lo había escuchado, pero por más que buscó y rebuscó, todo fue inútil. Herrador había desparecido.

Cabizbajo, pensativo y con la moquilla cayendósele como resultado del frío y de la angustia de la que era presa, volvió al cortijo. Pero poco a poco, una inmensa alegría terminó por invadirle, ya que un sueño, -su gran sueño- una vez más, se había hecho realidad.

Fue pasando el tiempo y, cuando sus reclamos habían concluido la muda de aquel año, los devolvió todos a la libertad. Además, aquel puesto de sus sueños fue el último que dio en la larga vida que Dios le concedió.

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