miércoles, 17 de marzo de 2010

CASTELAR, UN BUEN RECLAMO GRANJERO.

               
A todos los buenos aficionados que siempre confiaron y siguen confiando en el reclamo de granja.

Recuerdo que un buen día de hace ya bastantes años, mientras manteníamos un pequeño debate unos aficionados, entre los que se encontraba mi primo Jerónimo Lluch, sobre la novedad que suponían aquellos primeros pájaros de granja, le escuché comentar al amigo Ángel Luis Lira, refiriéndose a los recursos musicales de los que hacían gala los pollos granjeros, que si su padre y gran aficionado, Pepe Lira, “levantara la cabeza” y viera lo que hacía uno del año, se volvería a morir.

Pues de aquellas primeras patirrojas que nunca llegaron a sentir el confortable “calorcillo” de las plumas de su madre, ni que llegaron a correr torpemente en sus primeros días de vida, cuando la mamá Perdiz los llamaba cloqueándole porque había divisado un hormiguero, un gusanillo, un saltamontes…, o cualquier otra golosina, era Castelar. Este reclamo, procedente de Burgos, lo adquirí ya casi empezado el celo de aquella temporada porque los amigos me contaban mil y una maravillas de los reclamos de granja. Como era “desecho de tienta”, como se dice en el argot taurino, porque los de mejor planta se los había llevado la gente, aunque no era feo, sí era un poco bravo, pero muy pronto fue cambiando su temperamento hasta convertirse en un pájaro, no manso como un perrito, pero que aceptaba de buen grado el manoseo.

Castelar o “el de Burgos”, como también lo llamaba a veces, porque procedía de una granja de dicha provincia, que no cargó el tiro en el primer disparo que se le realizó y se llevó toda la tarde sin abrir más el pico, era un reclamo de aceptable para arriba en los cuatro años que lo tuve, ya que en el pelecho de ese celo murió tras llevar algún tiempo renqueante, quizás como resultado de un puesto de “diluvio universal” que se le dio el último día de cuelga de esa temporada.

Castelar era ante todo un reclamo hembrero, muy seguro y cumplidor en todos los puestos que se le daban y, al ser muy suave y sin muchos aspavientos al recibir, las hembras le solían entrar bastante bien. No se embolaba cuando se le acercaba la caza, sino que se mantenía recto, enmoñado, dando de pie durante toda la parte final de la faena y sin tomar un alambre. Cargaba el tiro con un cuchicheo muy bajito e iba subiendo el tono con una lentitud exasperante.

Por tener por aquellos entonces, otros buenos reclamos, Castelar sirvió de disfrute y regocijo para familiares y amigos, más que para mí, ya que utilizaba normalmente a los dos primeros que eran con los que estaba más “encariñao” y siempre me daban buen resultado. Eso no quitaba que lo colgara alguna que otra vez, principalmente cuando me enteraba que alguna “viuda recelosa” daba “más que la lata” a algún compañero de coto y su pájaro había terminado alambreando y lo que es peor, descompuesto.

Una de esas tantas veces, estando de socio en una finca en Cabezas Rubias, el amigo Antonio, El Canito, como todo el mundillo de la jaula siempre lo ha conocido en Huelva, había llegado a la casa después de dar el puesto de la mañana con un gran sofocón porque a un reclamo que había adquirido a base de talonario, un hembra se la había jugado varias veces esa mañana y a él le había hecho coger tal “cabreo” que las pagó con el pobre reclamo hasta límites que no se deben contar, pero que todo el mundo, que sepa “de qué madera está hecho un bastón de acebuche”, se lo debe suponer.

Pues aquella misma tarde, ya calurosa porque casi estábamos a final de celo, febrero adelantado, tras escuchar el pormenorizado relato que nos hizo el amigo Antonio sobre la “mañanita” que había dado la “buena señora” y tras las indicaciones sobre el lugar donde había estado colgando, José Trujillo, mi inseparable compañero de cacerías y yo, nos dirigimos a dicha zona para dar el puesto con Castelar. Después de una buena caminata con todos los “cacharros” a cuestas, llegamos a la “la postura” de Antonio y, tras observar detenidamente la zona, decidimos montar el aguardo en un cortafuego del año anterior con una buena oída para todos los lados.

Tapamos bien el portátil y al reclamo lo instalé en el mismo borde del monte. No tocamos mucho la plaza porque no queríamos que la hembra, si venía, recelara por los cambios y porque además, la zona estaba desmontada del invierno anterior y había pocos estorbos en la plaza.

Castelar, que tenía una pronta salida, hizo honor a su fama y antes de meterme en el puesto ya estaba cantando por alto. Tras un buen rato, se quebró con cuchicheos y piñones y con estas componendas estuvo un buen tiempo hasta que la esquiva perdiz, de la que hablaba Antonio, dio señales de vida en la ladera de enfrente y no muy lejos del camino por donde habíamos venido. Castelar, al oírla, bajó en volumen de su canto y la perdicilla, que debía venir “perdiendo el culo” se amparó, en un abrir y cerrar de ojos al lado del aguardo. Sin dejar de reclamear, se fue acercando a la jaula, camuflada por el monte, pero segundos después, tras rápida carrera por delante del reclamo, vino a parapetarse de nuevo a nuestro lado.

Allí permaneció largo rato con embuchada tras embuchada. Mientras, la jaula, utilizando todos los recursos de los que disponía trataba de atraerla hasta las cercanías del farolillo, y algo muy especial le tuvo que estar recitando Castelar porque tras un pequeño silencio, no tardó mucho en aparecer delante suya tras haber dado un rápido rodeo amparada siempre por la espesura de la vegetación.

Como la tenía encañonada, casi desde el primer instante, teniendo en cuenta sus antecedentes, cuando pensé que ya era el momento idóneo, disparé y la jaula cargó el tiro dando de pie de manera inaudible durante algunos segundos, mientras la hembra pataleaba débilmente en su agonía.

Tras un buen rato sin recibir más respuesta del campo, otra hembra que seguramente habría estado escuchando toda la faena anterior y se habría venido de callado hasta las proximidades de la jaula, hizo que Castelar, que ya había advertido su presencia, comenzara a llamarla con un cuchicheo bajísimo.

Esta hembra, posiblemente viuda de algún tiempo, no mostraba signos de recelo alguno ya que venía por medio del cortafuego en dirección al reclamo sin buscar nada para camuflarse. En un principio, creí que algunos de los traspiés que había dado repetidamente, eran debido a los muchos terrones y troncones de jara vieja que había dejado el arado tras el desmonte, pero cuando estuvo a la altura del reclamo me di cuenta que cojeaba ostensiblemente de una pata, tal vez de algún plomazo que había recibido en uno de los ojeos que se habían dado ese año. La “pobre”, a duras penas, había conseguido llegar hasta allí, porque con casi total seguridad, el ardor que produce en los animales la necesidad del apareamiento, así se lo había pedido y habría encontrado en Castelar al que podía ser su pareja.

Miré a José con cara de circunstancias y cómo queriéndole preguntar: - ¿qué hago?

Él, hombre de buen interior y sentimental al máximo, se me acercó al oído y conmovido por la actitud de aquella hembra, me sugirió en voz baja:

- José Antonio, no la tires, que es una lástima. ¡Déjala que críe!

Yo, que también soy blando de corazón, asentí con la cabeza y aparté la escopeta de la tronera.

Castelar seguía embobado con ella y la pajarilla sin la más mínima señal de resabio, picoteaba y restregaba la cabeza por el suelo en señal de enamoramiento.

En esta situación y “sin perder puntada” ante aquella escena tan platónica y digna de recordarla para siempre, la noche empezó a caer de forma inexorable, por tanto, hice varias veces ruido con la garganta para que la hembra se fuera, pero ésta más atenta a Castelar que a otra cosa, parecía que se lo habían dicho, de allí…, no se movía. Sólo después de levantarme, echó una pequeña carrera y desapareció entre medio del matorral. Al acercarme para enfundar a Castelar, la pajarilla, quizás con un nudo en la garganta, seguía llamando con entrecortadas embuchadas a quien había compartido con ella unos minutos de felicidad, y así siguió hasta que nuestra progresiva lejanía del lugar, cargados con todos los “chismes”, hizo que su canto se fuera haciendo inaudible.

No mucho tiempo después, la Divina Providencia, quiso ser justa con José y conmigo, ya que una tarde de finales de mayo, cuando junto con otros socios del coto caminábamos por aquella zona para buscar el sitio idóneo de un comedero de tórtolas, nos quedamos fascinados al observar que alrededor de una perdiz con paso lento y una pronunciada cojera, caminaba una buena “caterva” de perdigones recién nacidos.


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