miércoles, 14 de abril de 2010

AL ALBA: UN PUESTO PARA EL RECUERDO.


Amanecía lentamente en la sierra. Aquella fría mañana dejaba su tarjeta de visita en forma de manto blanco que cubría todo aquel exuberante paisaje invernal. A lo lejos, las perdicillas que iban entrando en su cenit sexual, canturreaban en busca de algún galán con quien compartir las largas y, muchas veces, desapacibles noches invernales. Mientras tanto, los machos que ya habían escogido compañera con quien iniciar el nuevo ciclo reproductivo, llenaban el aire con sus continuos reclamos y arrogantes, a la vez que intimidatorios cuchicheos. Un poco más alto, como levitando por encima de nosotros, las madrugadoras “cotolías” –cogujadas- también ponían su granito de arena en tan maravillosa sinfonía que nos ofrecía aquella nueva alborada regalo de nuestra madre naturaleza. Al fondo, en alguna de las muchas atalayas de aquel centenario encinar, nuestro bello búho real, igualmente se sumaba a la orquesta como queriendo poner punto y final a su “jornada de trabajo”.

A medida que nos acercábamos al cazadero, el continuo “pichó, pichó, pichopichopichó…” de las patirrojas en busca de los primeros sustentos matutinos, hacía que el corazón, cada vez más alterado por la caminata y por tan emocionantes sensaciones, terminara por insuflar sangre más que caliente, para que aquel fresquillo mañanero se transformara, por momentos, en un significativo, a la vez que nervioso calorcillo.

El abuelo Vicente, ya le había “dicho” a Facultades varias veces que todavía no había llegado su momento. Pero éste, que igualmente era partícipe de la algarabía que nos ofrecía la mañana antes de que el astro rey hiciera acto de presencia, también quería sumarse al alboroto y no cejaba en el empeño de iniciar su particular partitura. Como era pájaro de “espolones retorcidos”, sabía perfectamente, porque lo había barruntado, que allí, al otro lado de la oscuridad que a él, de igual forma, le proporcionaba la sayuela, había “movimiento” suficiente como para que fuera una gran jornada.

Después del largo recorrido, siempre cuesta arriba y con alguna parada para recobrar el resuello, el abuelo, tras apoyar la escopeta sobre el troncón de una encina, se bajó el pájaro de la espalda y lo colocó con cuidado en el suelo. Era la señal de que habíamos llegado al lugar elegido: una antigua era situada en un morrete y rodeada de chaparreras, jaras, jaguarzos y alguna que otra retama. Un precioso enclave con bastante oída y de mucha querencia para las campesinas.

Mientras él arreglaba el matojo y remendaba un poco el aguardo -yo un poco asustado por la oscuridad iba tras él a todos lados-, Facultades no paraba de cuchichear, por lo que hubo más de un golpecito encima de la jaula y algún que otro “ssssssss..” para que cerrara el pico. Pero éste, que ya sabía por “donde iba el agua al molino”, por más que insistía el abuelo, seguía “calentando motores” para el comienzo de su recital. Así, que no hubo más remedio que meternos en el puesto casi a la carrera. A la vez, un mirlo que habría pasado la noche por los alrededores y que vio alterada su tranquilidad con nuestra presencia, también quiso participar en el concierto y nos acompañó durante unos momentos revoloteando por las cercanías con su llamativo y clásico chillido de alarma.

El abuelo, como siempre hacía, me dio la mantilla -sayuela- del pájaro, tras habérsela quitado con anterioridad al reclamo y un buen manojo de jaguarzos para que estuviera más cómodo sobre la piedra que me serviría de asiento. Él, tras “dialogar” durante unos segundos con Facultades, se apoyó en mi hombro para levantar la pierna por encima del aguardo, como era habitual y, una vez dentro, cargó su vieja Jabalí, con un “Galgo” de cartón.

- ¡Niño, vamos a ver qué pasa, la mañana tiene muy buena pinta! - me susurró el abuelo.

Facultades, mientras tanto, con evidentes signos de satisfacción por las buenas perspectiva de la mañana y bajado de tono en grado máximo, como intuyendo un gran lance, no tuvo que esperar mucho, porque instantes después, una hembrilla, con parte del plumaje humedecido por el rocío, tras varias reclamaíllas por los alrededores, se presentó en la plaza sin el más mínimo atisbo de desconfianza.

Yo, que le había dado al abuelo con la rodilla, anunciándole la entrada, esperaba con el nerviosismo propio de la edad que el abuelo apretara el gatillo. Cosa que ocurrió poco después. Pero, el “pichó, pichó, pichó...” de la hembra, sólo vino a certificar que el abuelo era tan mal tirador, como buen aficionado.

- ¡Joder, niño! ¡Mal empezamos! -dijo el abuelo, moviendo la cabeza en señal de resignación.

Se metió la mano en la pelliza, sacó otro “Galgo” y abrió la escopeta. Pero, como solía pasar tantas veces por aquellos entonces, la vaina del cartucho recién disparado, no quería salir.

Tuvo que tirar de la escopeta hacia dentro del puesto -él solía dejarla guardando el equilibrio sobre la tronera-, y con un trozo de hierro que siempre llevaba para estos menesteres, hizo varias intentonas, lanzándolo cañón abajo, hasta que por fin, en una de ellas, consiguió que saliera.

Mientras estaba liado con esta maniobra, no apreció, y otra vez tuve que decírselo, que una pareja, de callado, había entrado en la plaza y Facultades, como si nada hubiera pasado, los recibía con todos los honores.

- ¡Coño, niño, cállate, que ya me he “dao” cuenta! -me respondió por lo “bajini” con cierto aire de cabreo y nerviosismo.

Volvió a cargar la escopeta, la introdujo nuevamente por la tronera, apuntó por espacio de tiempo interminable y..., cuando creyó que la “cosa” estaba para carambola…, “Boooooom”.

Aquel nuevo “pichó, pichó, pichó...”, junto al estruendo del apresurado vuelo de desbandada de las montesinas, desencadenó una gran “tormenta”.

- ¡Me cago en los demonios! ¡Será posible esto! ¡Como siga así, me voy a cargar a Facultades! ¡Estos cartuchos recargados…! –balbuceaba el abuelo.

Luego, dirigiéndose a mí, como solicitando mi compresión e indulgencia, me dijo, mientras cargaba de nuevo la escopeta y le pegaba con saliva otro pequeño trozo de papel de fumar al punto de mira para verlo mejor:

- Niño…, estas cosas pasan. Además, como hay poca luz y yo de vista no ando bien, pues se me han vuelto a ir. De todas formas, prosiguió el abuelo, de esto no se entera ni Dios, ¿de acuerdo…?

- Sí abuelo, sí, -tuve que responderle. No me quedaba más remedio si quería seguir yendo con él a los puestos.

Facultades, como queriendo ser comprensivo y tolerante, aceptó el nuevo error de su dueño y volvió a dirigirse a quien lo escuchaba, con toda una fantástica gama de cantes.

Por la firmeza y seguridad de los mismos, se podía adivinar que él tenía la seguridad de que, más tarde o más temprano, alguna de las patirrojas que no “perdían puntá” de aquel magistral espectáculo, terminaría por venir a escucharlo desde cerca. Y así fue. Mientras un anaranjado rojizo comenzaba a embellecer por el oriente el inminente amanecer, un macho, con aparentes signos de “marcha”, acometió -ala a rastra incluida y cuchicheo desafiante- contra la jaula, la cual, en señal de aceptar el reto, inflado como un globo y con un inaudible cuchicheo, le daba la bienvenida.

Miré al abuelo y él con cierta inseguridad en sus gestos, también me miró. Luego, volvió la cara para el tanganillo, apuntó y apunto y…, tras otro “rugido” de la escopeta, el campero, esta vez y después de varios botes y aletazos en las cercanías de la jaula, sí terminó por “estirar la pata”.

Sin embargo, a Facultades no le hizo gracias la historia y un saseo continuado no era más que su forma de demostrarlo. Pero, segundos después, tras sacudirse varias veces el plumaje, volvió a la carga y con una nueva, a la vez que melodiosa sinfonía, dio comienzo al último “acto”. El abuelo, refunfuñando y moviendo repetidamente la cabeza, volvió a cargar la escopeta. Yo, mientras tanto, aunque no me faltaban ganas de decirle alguna barbaridad, por la mañanita que llevaba con los repetidos fallos, jugueteaba con las vainas de los cartuchos a la vez que le hacía señas de que tenía las piernas entumidas.

El tiempo iba pasando lentamente y mis piernas, y por qué no decirlo, el culo empezaba a no sentirlos. Así, erre que erre, le volví a hacer gestos al abuelo para que se “apiadara” de mí y diera por terminado el puesto. Pero nada, él, siempre hacía lo mismo. Dedo índice en la boca y “ssssssss…”.

Cuando ya parecía que aquello iba concluyendo, porque el campo había enmudecido por completo y el sol se había apoderado hasta del último rincón, Facultades se vino nuevamente abajo y una nueva hembrilla, “chachareando” sin cesar, empezó a dar señales de vida. La jaula, tras silencio sepulcral, mientras la pajarilla se desgañitaba, esperando respuesta, pasó a picotear la esterilla y doña patirroja, haciéndose la remolona mientras comía alguna hierbecilla, fue acercándose al reclamo, que sin ningún aspaviento la “saludaba” con un casi imperceptible cuchicheo.

El abuelo, volvió a apuntar concienzudamente y apretó de nuevo el gatillo. Pero esta vez, para colmo de las desgracias, sólo se escuchó el clic del punzón sobre el también recargado misto, pero ahí acabó la cosa. Abrió con exquisito cuidado la escopeta, volvió a montarla y, tras apuntar nuevamente, volvió a tirar del gatillo… y, otra vez clic.

Con un nerviosismo que ya no podía ocultar, se metió una vez más la mano en el bolsillo de la pelliza, sacó otro cartucho y, mientras volvía a cargar la escopeta, algo tuvo que extrañar la perdiz que, con rápida carrera y entonando el “ra,ra,ra,…” de despedida, desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

El abuelo, cariacontecido, con un enfado de mil demonios y “echando sapos por la boca”, se levantó del puesto. Como pudo, salió de él, con mi ayuda, por supuesto. Se acercó hasta Facultades, le habló en tono decaído, como pidiéndole perdón y lo enfundó tras enseñarle aquel enorme macho abatido.

Yo, mientras tanto, además de observar todo lo que ocurría, movía las piernas incesantemente hasta que adquirieron toda su movilidad. Luego, me salí del aguardo y, sin mediar palabra alguna, miré al abuelo con cara de quererle decir que no se preocupara.

Cuando iniciamos el camino de vuelta y a pocos metros más para abajo, una perdiz, la primera que tiró -no había duda-, estaba, aunque todavía viva, consumiendo los últimos momentos de su vida.

Esto pareció alegrar un poco al abuelo, pero en la ahora larga caminata cuesta abajo, después de un silencio prolongado, me echó la mano por el hombro y me dijo:

- Niño, ya no está uno para estos madrugones. Éste que acabamos de dar, será nuestro último puesto de alba. A partir de ahora, ya no tendrás miedo a la oscuridad, ni pasarás más frío, ni me verás errar tantos pájaros…

Luego, tras respirar profundamente, y mirar varias veces al infinito, se volvió a dirigir a mí, mientras continuábamos andando y me volvió a repetir:

- De todas formas, lo que ha ocurrido hoy, se queda dentro del puesto. Es sólo para ti y para mí.

Y así ocurrió. Fue pasando el tiempo y aunque siguió colgado el pájaro, siempre con mi inestimable ayuda, dada su avanzada edad, nunca más dio el puesto de alba, aunque sí llegó a escuchar dicha canción en boca de Luis Eduardo Aute. Por el contrario, se le volvieron a ir más de una patirroja. Ése era su sino jaulero, pero nunca se enteró nadie de lo que ocurrió en su último puesto de alba, aparte, dicho sea de paso, de matar una pareja de montesinas.

1 comentario:

  1. Amigo Jose Antonio.

    Cada vez que le leo un relato me hace recordar parecidos momentos vividos. Además, entrar en sus relatos, es como estar dentro del puesto. La historia correspondiente se va viviendo línea a línea.

    Gracias por hacernos vivir una tradición que nunca debe acabar.

    Un saludo. Ángel Luis.

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