martes, 27 de abril de 2010

UN PUESTO BAJO CERO


Cuando uno empieza a ser mayor, pero le cuesta abandonar la juventud porque la vejez a todos nos atormenta un poco, nos empiezan a ocurrir cosas que luego al recordarlas nos llevamos las manos a la cabeza al darnos cuenta de las imprudencias que cometemos y, que gracias a Dios, la mayoría de las veces, salimos indemnes de ellas.

Ésta, que voy a intentar revivir a continuación, es una de esas que si nos paramos a pensarla, jamás se nos ocurriría, pero con la “continua locura” que siempre nos acompaña a los jauleros, no nos importaría, como no me importó a mí aquel día.

La historia, se desarrolla en Saceruela (Ciudad Real), en la finca El Robledo, propiedad de la familia Aliseda, muy conocida y de gran abolengo por aquella zona.

Paco Rojas, esposo de Begoña Aliseda y compañero de profesión, me invitó a colgar en su parte durante el puente del Día de Andalucía de ese año, ya terminada la veda en nuestra Comunidad, pero no así en la de Castilla La Mancha, que cierra casi un mes más tarde.

La citada finca, de casi seis mil hectáreas en su conjunto, aunque dividida hoy en varias partes familiares, está formada por un chaparral salpicado con largos espigones de monte bajo y matorral espeso. En la parte norte, una inmensa sierra con una exuberante vegetación, da cobijo a un buen número de “venaos”, corzos y “guarros” que son la base del aprovechamiento cinegético de la misma.

La abundancia de jabalíes y varias especies de alimañas hacen que las patirrojas no sean muy abundantes, pero sí lo suficiente para regocijo de los pocos jauleros que hemos disfrutado de aquellos parajes tan encantadores.

Aquellos días, no fueron una maravilla en cuanto a lo meteorológico se refiere, ya que se nos vino encima una gran invernada y tuvimos que salir a prisa y corriendo rumbo a Andalucía antes de tiempo, porque el frío primero y la nieve después, hicieron que cogiéramos un poco de miedo ante el panorama que se nos presentaba.

Los dos primeros días, mientras la climatología nos lo permitió, habíamos escapado bastante bien. Paco había colgado a mis mejores reclamos: el Correa y Gitano y disfrutó con ambos las dos tardes que lo hizo, tirándole un macho al primero y una pareja al segundo, ya que por las mañanas, al no ser muy cazador y un poquillo comodón, se solía quedar en la cama.

Yo tampoco me quedaba atrás. Entre mañana y tarde había tirado ocho pájaros en ambos días y, quiero recordar que fueron al Correa, a Ronaldo -me lo había dejado el amigo Raimundo para la ocasión- y al Manchego, pollo del año y de aquel terreno que hoy, con cinco celos, es mi reclamo más completo.

Cuando terminábamos los puestos de tarde, dejábamos todos los “trastos” en el cortijo y nos acercábamos a Saceruela a tomar “las copas” y charlar con los vecinos, amigos y conocidos de Paco. Allí, me contaron que la con “revolá”, término que se usa por aquellos lugares para dar nombre al primer vuelo que da nuestra perdiz roja al amanecer en busca de alimento o de vuelta a su lugar de querencia si ya ha hecho lo primero, era el momento idóneo para dar el puesto, ya que a esas horas, puesto de alba, el campo entraba muy bien a la jaula.

Con lo que me habían contado y haciéndome el valiente, una de aquellas mañanas me levanté bastante temprano, preparé todos los “cacharros” para el puesto, incluyendo a Correa, gran reclamo que lo tuve desde pollo, pero que a partir de los seis años, aun siendo de campo, dio un bajonazo tal que era imposible tirarle pájaros. Se le mataba el primero y segundo de la temporada y a partir de ese momento, cuando escuchaba el campo se “guindaba” por las paredes. Vive todavía, pero ya no sale al campo.

El coche, no lo dejé muy lejos del aguardo que había preparado el mediodía anterior, en un paraje ideal frente al Barranco de la Sepultura. Dicho colgadero, situado sobre una elevación del terreno y rodeado de abundante vegetación, tenía una buena oída y estaba rodeado de un rastrojo de trigo del verano anterior, terreno, dicho sea de paso muy atractivo para las patirrojas.

Por el camino hacia el puesto, noche todavía, pero con las primeras claras apuntando por el horizonte, empecé a sentir los primeros síntomas de la crudeza de la mañana, pero el caminar cargado con todos los “trastos” y los sustillos que me producían las torcaces cuando levantaban inesperadamente el vuelo a mi paso, mitigaban un poco la sensación de aquel imponente frío.

Como todo lo tenía preparado, monté el portátil y no tardé mucho en colocar al Correa en el farolillo y meterme en el aguardo. En un principio sólo se escuchaba el canto de algún búho que hacía guardia nocturna por aquella zona y los mugidos de varios sementales charoleses que formaban parte de la piara de vacas que dormitaban en una cerca no muy alejada del puesto. Con posterioridad, el canto de las cotolovías era el preludio de que el alba empezaba a dar señales de vida.
 
El Correa, no tardó en salir con su potente reclamo, alternándolo con un no menos atractivo cuchicheo. El campo, también empezó a participar en el concierto. Como no debería estar muy lejos, ya que había volado dos parejas la tarde anterior cuando fui a colocar el aguardo, la jaula, haciéndose cargo de la situación, comenzó a llamarlo con todos los recursos musicales de los que disponía.

Mis manos, mientras tanto, estaban empezando a presentar signos de severo enfriamiento y la moquilla casi se me congelaba al contacto con el gélido ambiente. Como podía, me restregaba las manos una sobre otra para entrar en calor e intentaba meter casi toda la cabeza en la cálida bufanda que me rodeaba el cuello. De las orejas, las piernas y los pies… ¡Mejor no hablar!

El día, poco a poco, fue sustituyendo a la penumbra de la madrugada y con él, la temperatura fue bajando a pasos agigantados, mientras que mi reclamo empezó a bajar el tono de su “discurso”, señal inequívoca de que las montesinas no se hallaban muy lejos.

Y así fue…, a los pocos segundos observo que el Correa empezó a embolarse y a recibir de pluma, con la suavidad que hacía gala por aquellos entonces, que años más tarde se transformaría en una prueba insuperable para las camperas por la aparatosidad de los gestos y, con un casi inaudible curicheo dio paso a que una pareja que había venido “apeonando”, se plantara de callado en la plaza, pero con tal celo, que el macho en cuanto divisó a la jaula, echó el ala a rastras y se dirigía hacia el reclamo con evidentes signos de entablar batalla. El Correa, lejos de achicarse, le plantó cara y, entre ambos, montaron una escena digna de recordar. Curicheos y piñones por parte de uno y acometidas arrastrando el ala por el suelo por parte del otro, acompañadas por el sonido hueco, como salido de una tinaja, de su “cuchichi, cuchichi, cuchichi…”. Mientras tanto, la hembra permanecía al lado del farolillo picoteando el terreno y afilándose el pico de vez en cuando.

Intenté agarrar la escopeta para apuntar, pero era tarea inútil…, las manos no me respondían. Los dedos los tenía totalmente encartonados e incapaces de acertar con el gatillo. Volví a intentarlo varias veces y la respuesta fue siempre la misma: no podía, era imposible.
Con estas componendas, un escalofrío, como consecuencia del agobio que me empezó a entrar por el cuerpo, me recorrió de arriba abajo y me avisó que tenía que acabar con aquella situación que empezaba a hacer mella en mi organismo.

No estaba en situación de perder mucho tiempo pensando, así que tosí repetidamente para que la pareja se alejara. Sin hacer muchos aspavientos, me levanté a la carrera, enfundé al pájaro a duras penas y “salí pitando” para el coche. Por el camino, los caños helados de la escopeta, no hicieron más que corroborarme la realidad de mis cavilaciones.

Cuando llegué al Galloper, automóvil que tenía por aquellos años, “me costó la misma vida” atinar con la cerradura. Cuando lo conseguí, y tras introducirme en él, encendí el motor para poner la calefacción y subir la temperatura de mi cuerpo, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando miré el termómetro: marcaba nada más y nada menos que once grados bajo cero.

- ¡Me cago en todos los demonios del infierno, como para no tener frío! - pensé para mí.


1 comentario:

  1. Hola Jose Antonio,eso nos ha pasado a más de uno.
    Sin ir más lejos el año pasado me ocurrió en un puesto de alba,donde no acertaba a coger el gatillo,eran las 7 y poco más y estabamos a menos 4 grados,pero aparte ,la rociada que habia caido hizo que todo estuviera empapado,el puesto de monte,todo...
    Cuando me entraron,no los podía tirar,tuve que esperar mas de media hora,cuando el sol iva calentando,para poder tirarselos.Hoy en día me alegro que el frio me hizo aguantarlos tanto en plaza,porque con el frío y con los nervios,disfruté con mi pájaro a pesar de todo,Ese fué un puesto para recordar hasta el final de mis días.
    Hoy en dia,antes de salir por la mañana miro el termometro,así decido que hacer.
    Enhorabuena por la publicacion y gracias por deleitarnos con tu experiencia y fabulosas anecdotas de caza.
    Un saludo y buena temporada compañero,Alvaro

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