sábado, 8 de mayo de 2010

¡ME LOS COMERÉ CON PLUMAS!


Al tío Jerónimo, gran aficionado y mejor “arquitecto” a la hora de levantar aquellos fenomenales puestos de monte.

Allá por los primeros años de la década de los sesenta, el tío Jerónimo, su cuñado Carlos Cabrera, mi padre, también cuñado, y yo fuimos a la finca Caña Santa, invitados por el primero a pasar el fin de semana y, de camino, dar algunos puestos, si el tiempo lo permitía, pues llevaba toda la semana sin dejar de llover, como antes ocurría en infinidad de ocasiones.

Mi tío y mi padre habían estado durante la mañana de aquel viernes haciendo las compras pertinentes y preparando todos “los avíos” necesarios: escopetas, cartuchos, ganchos, mantillas, esterillas, comida para los pájaros… Por la tarde, cuando yo terminara el colegio, nos iríamos al campo.

Cuando llegamos al cortijo, ya era noche cerrada. Como caía una fina lluvia, todos tuvimos que arrimar el hombro para llevar cada cosa a su sitio. El tío Jerónimo fue a la “cuadrilla” y colgó de las puntillas los casilleros con los cinco reclamos que se había llevado para estos días, ya que ni mi padre, ni Carlos, eran muy aficionados a esta modalidad de caza y, por lo tanto, no tenían pájaros. Uno de ellos era el célebre Ajumao, reclamo de bandera que en pocos puestos se quedaba sin tocar pluma. De los otros, no tengo recuerdos exactos, pero sí sé que uno de ellos debería ser un pollo de dos celos que le habían regalado y en el que mi tío tenía fundadas esperanzas de que llegara a ser un buen reclamo. 

La jornada nocturna transcurrió contando las “batallitas”, que en aquel momento se le venían a cada uno a la cabeza, mientras “picábamos” un poco de todo, incluyendo para los mayores, algunos vasitos del buen mosto de La Florida. A la compañía de la candela, que nunca falta en estos momentos, se le unía el constante “repiqueteo” de la lluvia en el tejado y los ladridos de los mastines de la finca que guardaban con celo la piara de oveja que dormitaba no muy lejos de la casilla. No mucho más tarde, estábamos todos en la cama.

Me había despertado varias veces en la madrugada con la ansiedad de que fuera ya de día, por lo que la noche se me hizo larga y pesada. Entre los ronquidos de alguno de los mayores, el canto de los gallos, la lluvia constante de toda la noche y los mastines que entablaban disputas con otros perros de las fincas colindantes, casi no pude conciliar el sueño.

Por fin, el tío Jerónimo, que había tosido bastante aquella noche, fue el primero que se levantó para rehacer la candela e ir preparando el café para el desayuno. Poco después, nos levantamos mi padre y yo. Tras lavarnos un poco, nos fuimos junto a la chimenea, porque la mañana, además de lluviosa, estaba fría y bastante húmeda. Mientras tomábamos el café y “tostás” con manteca blanca de cerdo y azúcar, se presentó Carlos Cabrera con cara de poco madrugador y, mientras se fue preparando la suya y, tras mirar varias veces por la ventana para ver la “orilla”, le dijo al tío Jerónimo:

- Supongo que no estaréis tan locos como para ir a colgar.

- Pues la idea es que sí -respondió el tío Jerónimo-. Siempre que aclare un poco, porque viento no hace y las mañanas de “calabobos” como ésta no son malas.

La verdad era que el día no estaba para tirar cohetes: cielo encapotado, lluvia fina pero constante, mucha humedad y frío que llegaba hasta los huesos. Por tanto, la candela era lo que se apetecía, la prueba era que todos estábamos arrimados a ella.

Mi padre y el tío Jerónimo miraban de vez en cuando por la ventana con las ansias que produce la espera cuando anhelamos algo y sin saber con qué carta quedarse. Mientras tanto, la lluvia seguía con su incesante trabajo, aunque en los últimos momentos había aminorado bastante en su ímpetu. Así que no serían mucho más de las nueve y media, cuando mi tío, tras tirar uno de los muchos cigarros “ideales” que ya se había fumado, se dirigió a sus “cuñaos” y les dijo:

- Yo me voy a arriesgar y me voy a ir a colgar, ustedes haced lo que os parezca.

Mi padre, en un último intento de decidirse, volvió a mirar varias veces por la ventana y, tras pensárselo un poco, contestó:
- Pues yo también voy…, espero no tener que arrepentirme.

Por último, Carlos, más comodón y menos campero y cazador, tras repetir varias veces que estaban locos, dijo:

- Además, os voy a decir una cosa a los dos: todos los pájaros que matéis, me los comeré con plumas.

El tío Jerónimo, como buen anfitrión, le dio a mi padre el Ajumao, pájaro curtido en mil batallas, mientras él se reservó un pollo de dos celos al que ya le había tirado alguna que otra vez y pintaba muy bien. A mí, por supuesto, me quisieron dejar en la casilla, pero mucha lata les daría que, al final, mi tío Jerónimo, cargó conmigo.

Como la mañana no pintaba demasiado bien, dispusimos no alejarnos mucho, así que se decidió ir al alcornocal, que estaba próximo a la casa. El tío y yo nos fuimos a la linde con Tierras Nuevas y mi padre se fue frente a nosotros, pegado al Cerro Blanco, pero con distancia suficiente para que no se escucharan los reclamos.

El monte del aguardo estaba muy mojado, por lo que al meternos dentro, nos pusimos un poco más calado de los que ya íbamos. Nos sentamos sobre las piedras que había allí para esos menesteres, tras haberlas secado un poco con la funda del pájaro. El tío Jerónimo cargó su escopeta Indian del veinticuatro, a la vez que inundaba el ambiente con el humo de otro de sus inseparables “ideales”.

No pasó mucho tiempo, cuando mi padre, que debió llegar antes que nosotros, pegó el primer “zambombazo”, mientras el tío Jerónimo daba las últimas “chupadas” a la colilla del cigarro. Al oírlo, me guiñó el ojo, como diciendo: - ¡ya hay plumas! Al poco rato, de nuevo volvió a escucharse el estruendo de un nuevo tiro y fue entonces cuando mi tío Jerónimo, con el dedo perpendicular sobre la boca, para que no fuera a hablar, me hizo señales de que había pájaros cerca. Miré por un pequeño agujero que había entre la vegetación del puesto y vi cómo una pareja iba rauda y veloz para el matojo (farolillo). Tras recibirlos el pollo de pluma, sin muchos aspavientos, el tío disparó e hizo carambola. Su cara de satisfacción le hizo dibujar una sonrisa, que le llegaba de oreja a oreja. A la vez, y en voz baja, me dijo.

- Como mi “cuñao” Carlos esté pendiente de la película, tendrá un “cabreo” que no veas.

Había dejado de llover momentáneamente y se abría alguna que otra clara en el cielo, aunque la humedad y el frío eran bastante curiosos. De vez en cuando, alguna que otra gotera del alcornoque que teníamos al lado nos caían en la nariz, para enfriarla un poco más de lo que la teníamos. Pero el puesto se presentaba muy bueno, porque al poco rato otro macho canta a poca distancia y, el pollo, con bastante templanza, lo metió en la plaza. El tío Jerónimo, tras dejarlo un buen rato, porque traía mucho celo, se lo mató pegado al matojo.

Pero como dice el refrán: - “no hay clara que no sea p…”, la lluvia empezó de nuevo a caer, por lo que el tío dio por terminado el puesto. Mientras se acercó al reclamo y le enseñó el último macho, mi padre volvió a disparar, con lo que ya eran cuatro.

Se encendió otro “ideal”, se echó pájaro a las espaldas y me dio las montesinas para que las llevara hasta la casilla.

Aligeramos la cuesta abajo que nos conducía hasta la linde de la finca de Valeriano y allí, debajo del troncón de un enorme alcornoque, esperamos a mi padre, el cual no tardó mucho en aparecer. Como también venía bastante mojado, cuando llegó a nuestra altura, se sacudió un poco la gorra, se limpió la cara con el pañuelo y nos enseñó las dos colleras que había matado. A continuación, estuvo un buen rato “poniéndole flores” al puesto que había dado el Ajumao y diciéndonos que con ese pájaro, lo difícil era no tirar y, todo ello, con una sonrisita delatadora del cachondeíto que habría cuando llegáramos a la casilla y se enterara Carlos de lo que tenía que “comerse”.

Con estas trazas, fuimos acercándonos al cortijo por la “verea” que une el olivar con la huerta de la finca, que termina a la espalda del caserío. Cuando estábamos cerca de ella, salí corriendo y abrí la cancela que comunicaba la trasera de la casa con la cuadrilla y el gallinero y, allí, apoyado a la esquina del caserío, estaba Carlos con la cara un poco desquiciada.

En cuanto nos vio, y tras escuchar lo que había pasado, dobló la esquina hacia atrás a la vez que el tío Jerónimo y mi padre, tras decirle varias veces que no se fuera, empezaron a cantarle:

 ¡Me los comeré con plumas, me los comeré con plumas, me los comeré con plumas…! 
Carlos, un poco cabreadillo y sintiéndose esclavo de sus propias palabras, se había parapetado en la puerta de la casilla, con el codo sobre una de las esquinas y, con cierto aire de derrotismo por un lado, y ganas de justificación por otro, se dirigió a su “cuñao” Jerónimo diciéndole:

- Jerónimo, si me llegas a dar a mí el Ajumao, no me hubiera quedado en la casa. 

La “película” no fue a más, ante todo porque como recoge nuestro refranero popular: “entre familia no hay quimeras”. Pasamos dentro de la casilla, dejamos todos los “trastos” a la entrada de la cuadrilla, nos acercamos a la candela para entrar en calor y nos hartamos de reír mientras mi padre, contaba las excelencias del Ajumao y Carlos sacaba la botella de aguardiente de guindas La Violetera, para tomar las copillas y librarse con ello, de la “tensión de las plumas”.

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