miércoles, 26 de mayo de 2010

UN GRAN PUESTO DE UN BUEN RECLAMO


Don Benito, ha sido el segundo y último gran reclamo que ha pasado por mis manos, dejando a una lado, claro está, los que he colgado de familiares y amigos. En un principio sólo llamaba Benito, nombre de un buen amigo de Paymogo (Huelva), al que se lo adquirí cuando tenía tres celos y no muy cazado, es decir, un pájaro con buena pinta, pero por hacer. Con posterioridad, y a base de puestos, fue desarrollando una gran clase que, unida al excepcional trabajo con las hembras y a su mansedumbre, hicieron que el Don figurara también en su nombre de guerra.

Pero como desgraciadamente suele ocurrir en estos casos, no pude disfrutarlo mucho tiempo, sólo cuatro años, ya que en junio de dos mil ocho, mientras fui a visitar a mi hijo Pablo a Ugíjar (Granada), donde estaba de profesor de Educación Física, murió repentinamente, por un imperdonable descuido mío.

Podría contar infinidad de anécdotas y multitud de relatos de sus formidables puestos, pero el que a continuación narraré, llevado a cabo en la finca La Dehesa de Enmedio de Puebla de Guzmán (Huelva), es de esos por los que a todos los jauleros se nos llena la boca cuando hablamos de nuestros pájaros.

La jornada matutina de aquel día, domingo por más señas, se presentó, como otras muchas por aquella zona, debido al gran pantano que se ha construido en las proximidades, con una espesa niebla y como resultado de ella, una humedad que se te mete en todos los huesos. Además con esta incidencia, piernas y manos terminan por casi no sentirlas.

Recuerdo que llegué temprano al puesto, pero la espesura de la niebla era tal que casi no me dejaba divisar con nitidez el farolillo, por lo que estuve bastante tiempo sentado en el banquillo esperando que este meteoro se levantara lo suficiente como para poder dar el puesto.

Después de un buen rato en esta situación, sin escuchar ni una pitada del campo, el sol empezó a abrirse paso por entre aquel tupido “velo”, así que decidí desenfundar a Don Benito y meterme en el aguardo.

Una vez dentro, me acomodé todo lo que pude mientras mi reclamo ya había iniciado su sinfonía, como lo hacía siempre desde que se le levantaba la funda. Rápidamente, empezó a realizar las primeras intentonas en busca de entablar diálogo con “alguien” que estuviera por allí y aceptara la invitación. Mientras tanto, las manos las tenía como el carámbano y las piernas casi lo mismo, por lo que tuve que restregarme las primeras, una contra otra y mover incesantemente las segundas para que entraran en calor.

El campo, también frío como la mañana, no daba señales de vida. Don Benito, sin embargo, seguía predicando en aquel desierto sin importarle la falta de acompañamiento de sus hermanos los campestres. Así, fue pasando el tiempo, con el solo canto de alguna “cotolovía” (cogujada), espantada por el penetrante chirrido de las urracas que buscaban escondrijo entre la maleza del entorno o el repiqueteo de los campanillos y cencerros de las ovejas, en su deambular en búsqueda hierba apetecible.

Por momentos, incluso pensé que la mañana ya estaba hecha. Sin embargo, el canto de una perdicilla lejana, de carretera para allá, me hizo recapacitar sobre la idea de abandonar. Don Benito, que ya había levantado campo varías veces sin éxito alguno, comenzó a dirigirse a ella, primero por alto y luego con suaves cuchichios y melosos piñones que hicieron que con un “pichó, pichó, pichopichopichó…” continuado, mientras yo bajaba la cabeza para que no me viera al pasar por encima, la hembra fuera a parar a no mucha distancia por detrás del reclamo. Don Benito que había recibido su presencia durante el vuelo con su clásico “go, go, go…”, comenzó a llamarla con una suavidad sólo poseedora de los mejores y, en cuanto intuyó la cercanía, le dedicó un atrayente titeo a lo que la patirroja le fue imposible negarse, aunque había estado “rajeando” durante algún tiempo.

Pero, para sorpresa y satisfacción mía, en vez de una como yo pensaba, veo aparecer dos perdices.

En un primer momento pensé que era una pareja, pero observando sus movimientos y aspecto, rápidamente me di cuenta que eran dos hembras.

Don Benito estaba a sus anchas, les titeaba y les picaba la esterilla en señal de “donjuaneo”. Ellas, ensimismadas por las alabanzas con que les regalaba, no recelaban de nada. Yo, mientras tanto, intenté hacer carambola varias veces, pero al no ver la ocasión, decidí disparar sobre una de ellas. Al tiro, la compañera con una rápida carrera se parapetó tras unas matas al lado del reclamo. Don Benito, que había cargado el tiro con la suavidad que acostumbraba, no subió nunca el tono porque tenía a la otra a su vista. De nuevo, volvió a dedicarle su irresistible y embaucador titeo y ella, lentamente, volvió a dirigirse otra vez hacia la jaula.

Cuando consideré que era el momento, volví a disparar y la pájara quedó inmóvil al lado de la que había sido su acompañante esa mañana. Don Benito, tras hacerle el entierro, volvió a cantar por alto por si alguien más le estuviera escuchando por los alrededores. Así se tiró un buen rato sin recibir respuesta.

Estaba ya a punto de levantarme por segunda vez, cuando de nuevo el lejano y continuo canturrear de otra hembra hizo que por segunda vez, desistiera de mi idea. Ésta, atraída por las notas musicales que le ofrecía el “director de la orquesta” y, a toda velocidad, venía directa hacia nosotros por detrás del puesto. Al llegar a mi altura, ya de callado, se situó a la derecha, casi pegada a la tela del portátil. Luego, a la izquierda. Ahora me voy para atrás, ahora me vengo otra vez a la cercanía del aguardo…, y así, fueron pasando los minutos mientras Don Benito, que en estas situaciones solía crecerse, le ofrecía toda clase de “cositas” que sólo los reclamos superiores pueden disponer de ellas. Pero nuestra “amiga”, del puesto hacía adelante, no pasaba ni medio metro, ya que había que atravesar un limpio que separaba aguardo y farolillo, cosa que ella no estaba dispuesta a realizar.

La tensión se iba apoderando de mi persona por momentos, máxime cuando se puso delante del puesto mirándome por la tronera. Su “ra, ra, ra…” era premonitorio de que aquella hembra, posiblemente viuda, ya sabía por propia experiencia por “dónde iba el agua al molino”. Ahora sí que no podía ni parpadear. Contuve todo lo que podía la respiración y me quedé como una estatua de piedra.

Ella, que aunque no había observado en mí el más mínimo movimiento, poco a poco empezó a apeonar hacia la derecha, con la clara intención de largarse del lugar Pero fue en aquel preciso instante, cuando escuché el cloqueo clásico que suelen utilizar las gallináceas. Me quedé un poco confuso con lo que suponía que estaba haciendo la hembra, tanto es así, que puse mis ojos en la mirilla lateral para observarla. Cuál no sería mi sorpresa, cuando aprecié que no era ella. Por tanto…, tenía que ser Don Benito que le estaba recitando su último poema como culminación de la faena.

Volví la mirada hacia el reclamo y allí estaba Don Benito cloqueando cual madre reuniendo a sus pollitos. Ante este singular e inusual recurso, la “señora”, quizás atraída por la belleza de aquella original llamada, cruzó el limpio a las primeras de cambio y se dirigió hacia quien la seguía gratificando con todos sus encantadores y atractivos “versos”.

Ante aquel cambio en la escena, tomé todo el aire que me faltaba y, me relajé de la tensión sostenida durante ese largo rato. Tal como iba de espalda, y dado el recelo que había mostrado con anterioridad, la encañoné al instante, la dejé que llegara a la altura del farolillo, observé que el reclamo seguía atrayéndola con un suave picoteo de la esterilla y no esperé mucho más. Disparé, y allí quedó sin “mover un dedo”, delante de quien había sido capaz de embaucarla de la manera más irrechazable, que dicho sea de paso, la despedía dando de pie de forma casi inaudible.

Como era bien entrada la mañana, casi mediodía, di por terminado el puesto. Me acerqué a Don Benito que me recibió de pluma, como era su costumbre, mientras le enseñaba una de las hembras. Lo desamarré, lo puse en el suelo al lado de la pájara, le acerqué las otras dos y así lo dejé mientras cerraba el portátil y recogía todos los “trastos”. Una vez terminado todo, lo enfundé, me lo coloqué a la espalda y me dirigí para el coche.

Por el camino, un poco “jodido” por la tensión y la incomodidad acumulada durante la fase final del puesto, pero con la alegría y satisfacción que dan lances como estos, fui pensando en lo que dirían los compañeros del coto. Seguro que cuando lo contara, les costaría trabajo creer lo sucedido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario