lunes, 14 de junio de 2010

AUNQUE NO LO PAREZCA, OCURRIÓ. UN PUESTO MOJADO Y SIN AGUARDO.


Este relato, aunque increible, está basado en hechos reales. Es el segundo que cuelgo de esas cosa increibles que nos han ocurrido a los cuquilleros.

Habíamos metido todos los “chismes” en el coche y nos dispusimos a dar el puesto en aquella tarde gris y desagradable, que por momentos se nos presentaba. Negros y amenazantes nubarrones iban apoderándose del cielo, por lo que no hubo más remedio que cargar con el impermeable, por si las moscas.

Tenía yo divisado un sitio que debería tener varias parejas, ya que en el ojeo de ese año, de aquella zona se levantaron bastantes patirrojas. El problema era que para acceder hasta aquel paraje, había que andar un buen trecho.

Cuando llegamos al lugar donde dejaríamos el coche, un crestón cubierto por matorral espeso, salpicado de encinas y algún que otro alcornoque, eché varias miradas al cielo y como la cosa estaba “entre Pinto y Valdemoro”, le comenté al amigo José:

- ¿Qué te parece?, ¿lloverá o no lloverá?

- Yo creo que no, pero vete tú a saber, -me respondió.

En esta tesitura estábamos, cuando el sol volvió a aparecer entre aquel mosaico de nubes. Así que, como uno nunca escarmienta, nos arriesgamos y dejamos los chubasqueros en el maletero del coche. Cargamos nuestro portátil, los banquillos, la escopeta y, con “el de Manué” a mis espaldas, nos encaminamos al sitio que yo tenía en mente.

Tras una buena caminata, nos plantamos en donde daríamos el puesto. Descargamos todos los “cacharros” y nos dispusimos a arreglar un poco el colgadero. Mientras tanto, la tarde se estaba cerrando cada vez más. A lo lejos, se escuchaba el estruendo de la tormenta, que se acercaba hasta nosotros.

Cuando habíamos terminado con todos los preparativos, aunque los presagios no eran los mejores, no llovía. Así que, con esa valentía de la que hacemos gala los colgadores, decidimos empezar la faena.

Desenfundé “al de Manué”, le hablé cariñosamente, como siempre suelo hacerles a mis pájaros en esos momentos, y me metí en el aguardo.

Al instante, el reclamo comenzó su trabajo y no había pasado mucho tiempo cuando “unas gotitas” empezaron a caer, a la vez que el viento comenzaba a hacer de las suyas. Poco a poco, aquellas tímidas gotas, empezaron a transformarse en una lluvia intensa con unos goterones difíciles de soportar a cielo descubierto y dentro de un portátil.

No tardamos mucho en ponernos como “una sopa”. Así que decidimos dar por terminado el puesto. “El de Manué” había dejado de cantar porque la lluvia en poco tiempo se había transformado en una tremenda cortina de agua y él también sufría el furor de la tormenta.

A toda prisa, salí del puesto y lo tapé con la funda. Con las mismas, conseguimos liar el portátil y, como pudimos, salimos “zumbando” para el coche.

Cuando llegamos, era para vernos…, estábamos empapados hasta donde dijimos.
 
Volvimos aceleradamente al cortijo y allí estaban ya los compañeros, que al estar más cerca que nosotros, habían tenido más suerte y, aunque un poco mojados, se habían escapado del gran aguacero.

Me cambié de ropa y mientras hablábamos sobre “la tardecita” que se había presentado, la tormenta fue pasando y por el oeste, el sol empezaba de nuevo a aparecer, tras la retirada de las nubes.

Poco a poco fue quedándose una tarde espléndida y el viento iba parando por momentos.


 Como era ya casi mediados de febrero y para esa fechas atardece mucho después, decidí, como joven que era por aquellos entonces, salir a probar un pollo de Paterna de la Ribera (Cádiz), que me había regalado mi hermano Juanvi y que tenía muy buena pinta.

Al estar el portátil muy mojado, Raimundo me habló de un puesto de monte que habían levantado él y Pedro la tarde anterior y en el que no habían “tocado pluma” porque les había entrado la piara de cochinos.

José no quiso acompañarme, porque sus años no eran los míos, y prefirió quedarse secándose en la candela.

Llegué al lugar donde me habían indicado, pero por más vueltas que di a la zona, no encontré el aguardo. Así que decidí ponerme tranquilamente a escuchar y observar el comportamiento del pollo en el campo. Lo situé en una mata frondosa de jaguarzo, le quite la funda, le toque los palillos como parte de nuestro ritual y me fui retirando lentamente, hasta sentarme en el borde de un “rebujón” de jara, que había a una distancia no mucho más lejana de lo que se coloca el puesto.

El pollo, al principio medio aplastado y temeroso, fue sacudiéndose poco a poco el miedo que produce el campo a todo novato y empezó a “musicar”, con la inmadurez a la que nos tienen acostumbrados los pájaros en los primeros momentos de su vida como reclamos.

Pero algo especial debe tener el canto de éstos, porque al poco tiempo, y en el collado de enfrente, el reclamo potente de un macho me hizo pensar lo que podría ocurrir. Así que con un cuidado especial, me fui metiendo un poco entre la jara pero, aun así, no dejaba de estar visible, por si el campo se presentaba en la plaza.

El pollo seguía reclameando, pero ya con una alegría que me hacía presagiar que tenía buenos mimbres para llegar a ser un buen reclamo.

En estos pensamientos estaba, cuando un “piolío” continuado, me indicó que aquel macho se venía de vuelo.

En un abrir y cerrar de ojos, el campero estaba en la plaza entre el pollo y yo, pero…, ¡acompañado de su hembra!

No moví ni un músculo. El reclamo se había quedado callado por la impresión del vuelo. La pareja, un poco recelosa y saseando, empezó a buscar amparo tras la maleza…, cuando un inmaduro y suave cuchicheo de la jaula hizo que el macho se fuera para el reclamo, con el moño levantado y en actitud beligerante para “achantarlo”.

El pollo, lejos de amedrentarse, lo recibió de pluma. El campero, empezó a dar de pie mientras la hembra permanecía medio escondida tras unas matas de aulaga, pero observando atentamente todo lo que allí sucedía.

Viendo que ésta no se decidía a entrar y que en cualquier momento podrían salir volando por mi presencia no muy lejana, poco a poco y mirando las reacciones del pollo y la pareja, fui subiendo lentamente la escopeta, que la tenía descansada sobre los muslos, hasta apoyármela sobre el hombro.

Cuando creí que el momento era el idóneo, porque reclamo y campero estaban en su particular disputa, apreté el gatillo y “el retador” quedó inmóvil no muy lejano al farolillo. Con el estruendo del disparo, la hembra dio un pequeño vuelo y fue a posarse justamente delante de mí, no a más de dos o tres metros de distancia.

Ante esta increíble escena, me quedé medio petrificado. Sabía que, si movía un músculo, o solamente la mirada, la viuda saldría de estampida. Ella, me miraba fijamente y yo intuía que al más mínimo movimiento mío, pondría “los pies en polvorosa”.

Entre tanto, el pollo, que había cargado muy bien el tiro, empezó a llamar a la hembra con un cante inmaduro, pero suave y atractivo.

Mientras tanto, los ojos me empezaban a lagrimear y la garganta se me resacaba por momentos. El corazón, me latía con una fuerza y velocidad fuera de lo común. Era consciente de que aquella situación no la podría aguantar por mucho tiempo, ya que además, las manos me temblaban por el esfuerzo de soportar la escopeta semiapuntada para el lugar donde había hecho el disparo.

El pollo, que seguía “enfrascado” con ella, empezó a dedicarle un “go go go…” como los mejores reclamos y la viuda, quizás desorientada por todo lo sucedido, se volvió hacia la jaula y comenzó a acercarse lentamente al farolillo.

El reclamo, al verla cada vez más cerca, manteniendo la calma, rompió con un bajísimo “coleteo”, lo que aproveché para disparar sobre la hembra que quedó “seca”, no muy lejos de su pareja.

Respiré hondamente mientras el reclamo cargaba el tiro elevando el tono de su canto. Me levanté, estirando a la vez los músculos, apoyé la escopeta en el suelo y me dirigí lentamente hacia el reclamo, hablándole y tocándole los palillos con los dedos.

Después de enseñarle la pareja de montesinas, para que se pusiera contento y se recreara un poco con ellas, lo enfundé, cogí aíre todavía más profundamente y pensé para mis adentros:

- Si esto me lo cuentan a mí, no me lo creo.

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