jueves, 9 de septiembre de 2010

UN PUESTO DE MADRUGADA


Al tío Juan Lluch, con el que disfruté siendo niño de todas esas maravillas que nos ofrece la naturaleza y que tanto anhelamos cuando vivenciamos los primeros años de nuestra existencia.

El tío Juan, como todos lo conocemos en nuestra familia, disfruta de los muchos años que Dios le ha concedido con la mente tan juvenil, que uno se queda helado al pensar que, a pesar de sus largos ochenta y siete años, mantiene casi todas las constantes que, nosotros sus sobrinos, nos gustaría mantener, ya no cuando tuviéramos sus edad, sino a poco de la que tenemos ahora.

Él, ni es ya, es lógico con la edad que tiene, ni ha sido nunca un cazador en toda regla, pero al criarse en una familia íntimamente relacionada con esta afición, con su padre Vicente a la cabeza, siempre se ha sentido atraído por la belleza y pasión de este “mundillo” que a todos nos ha dejado, nos deja o nos dejará marcado, en menor o mayor grado.

No ha sido el clásico jaulero de todos los días, ni por supuesto tenía pájaros, pero aprovechando los momentos en que el abuelo Vicente no quería o no podía colgar, de vez en cuando, le gustaba dar algún que otro puesto para “matar el gusanillo” y, de camino, arrimar algo a la despensa del aquellas maltrechas cocinas de hace cincuenta o sesenta años.

Pues en una de las muchas noches de aquellos tiempos que la pasábamos en el campo y en la que nos reuníamos, como de costumbre, al lado de la chimenea para tostar castañas, cenar y charlar largo y tendido sobre las muchas cosas que ocurrían en aquellos fechas, revivir aquellos emotivos episodios de las novelas radiofónicas o escuchar las apasionantes historias, mil y una vez contadas por el abuelo Vicente, el tío Juan que no tendría mucho que hacer al otro día, casi al final de la charla, le preguntó a su padre:

- Papá, como mañana no va usted a colgar porque tiene que arreglar unos papeles en el pueblo, supongo que no habrá problema para que vaya a dar el puesto de alba con Facultades.

El abuelo, un poco a regañadientes porque no le gustaba dejar a su “figura” y porque el tío Juan solo se “acordaba de Santa Bárbara cuando tronaba”, asintió pero no de muy buenas ganas, no sin antes advertirle lo siguiente:

- Ten cuidado con lo que haces y no me vayas a estropear el pájaro, que llevo media vida para conseguir uno como Facultades.

El tío Juan se debió levantar bastante temprano, ya que nadie lo escuchó salir. Cargó todos los “bártulos” en una yegua que ya había aparejado por la noche y puso rumbo hacia la parte de arriba del olivar, más concretamente hacia el puesto de monte que había frente a la finca Las Carniceras.

Según nos contó más tarde, cuando llegó al viejo puesto, que él había reparado días antes porque había visto bastante “material” por allí, era todavía noche totalmente cerrada, y tan cerrada como luego nos daremos cuenta. Colocó a “Facultades” en el matojo y encendió uno de sus “peninsulares” en espera de que las primeras claras del día hicieran acto de presencia.

Sólo se escuchaba el lejano sonido de algún búho o cárabo que desde sus atalayas aguardaban a que alguna presa se le “pusiera a tiro”, y los ladridos de los mastines que guardaban las ovejas y cabras de los alrededores, mientras arriba en aquella despejada y fría noche, las luces de miles estrellas eran las compañeras de espera.

A este primer cigarro, según siempre sus propias palabras, le siguieron varios más, hasta que viendo que la noche se alargaba más de la cuenta, esperando las primeras y tímidas luces del amanecer que, por cierto, no llegaban, empezó a sentirse jodido y con la mosca detrás de la oreja. Para colmo, no tenía posibilidad de mirar el reloj, porque se lo había dejado en la mesilla de la habitación. Así que, intuyendo que algo anormal estaba pasando, tomó la determinación de volver a la casa del campo.

Tras ir a buscar a la yegua, que la había dejado amarrada un poco más abajo, cargó todos los “bártulos” y se dirigió pasos atrás por donde había venido.

Por la mañana, al levantarnos y verlo por allí, también recién levantado, le preguntamos que si no había ido a colgar, ignorantes todos, de lo que había sucedido.

El tío Juan, tras “echar demonios por la boca”, mientras consumíamos un buen tazón de café con “rebaná”, como siempre ha sido tradicional en nuestra familia cuando desayunábamos en el campo, nos contó las peripecias de aquel “singular” puesto de alba. Fue entonces cuando nos enteramos de todos los detalles de lo acontecido. Él, como buen hombre de campo, nunca ponía el despertador, primero porque jamás se quedaba dormido y luego porque con el “tic-tac…” de los entonces, era difícil conciliar el sueño. Pero aquella noche, el destino le había jugado una mala pasada, ya que cuando volvió a la casa, tras el intento de puesto de alba y mirar el reloj, se dio cuenta de que eran las tres y media de la madrugada.

Por supuesto, en aquella apacible mañana que empezaba a dibujarse con las primeras horas del día, al tío Juan no se le ocurrió ir de nuevo a colgar.

1 comentario:

  1. Muy bueno,y esas horas de espera que se hacen interminables.Un abrazo del Vice

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