jueves, 7 de octubre de 2010

AUNQUE NO LO PAREZCA, OCURRIÓ. "¡AY LA AVARICIA...!"


Continuando con esa serie de anecdótas que nos ocurren a veces y que cuesta trabajo creerlas, hoy cuelgo este relato tan real como que ocurrió en ese lugar y fecha.

Esta curiosa historia se desarrolla en la finca Santamaría, del término municipal de Villanueva de las Cruces, allá por los primeros años de la década de los noventa. La finca, no era muy grande, pero sí tenía unos colgaderos dignos de los mejores lances.

Un terreno cuyo aspecto nada tenía que ver cuando empezó la cuelga, con el que presentaba cuando fuimos a arrendarla a mediados del mes de noviembre. En bastantes zonas, la vegetación primaria de jara, jaguarzos, retamas, tojos, tomillos…, había sido sustituida por un barbecho en donde lo poco que había quedado de monte, estaba en aquellos lugares en los que por tener alguna que otra piedra, no pudo entrar el tractor.


Alonso, vecino de la localidad y padre del buen amigo José Costa, nos había buscado una pequeña casa en el pueblo para quedarnos los fines de semana, que era cuando cazábamos. Ésta, además de dormitorio nocturno y lugar de descanso para los reclamos, servía también para que varios conocidos cruceños se acercaran hasta allí por las noches y mientras tomábamos las copillas e íbamos preparando la cena, ya que el almuerzo lo hacíamos en la casilla de la finca, entrábamos en tertulia sobre la marcha del celo y las mil y una peripecias que nos suele regalar esta afición.
Lo acontecido, que trataré de narrarlo lo más cercano a la realidad, pero con la falta de detalles que se “traga” el tiempo, ocurrió en una tarde de primeros de febrero, de una temporada que era una más de esas, en las que ya sabes de antemano que vas a ir a colgar, pero con pocas esperanzas por diferentes motivos: pocas patirrojas, celo malo por diferentes razones, mucho ganado de un sitio para otro, pocos cazaderos y demasiado jauleados...

José Trujillo, mi inseparable compañero de cacerías, y yo nos dirigíamos a pie cargado con todos los “cacharros” al lugar donde pensábamos dar el puesto. Caminábamos a media falda de un lomero para evitar ser vistos por el otro lado de éste, cuando en la ladera de enfrente, vuela un par tras el “pilló, pilló, pilló…” característico de nuestras campesinas, cuando se les sorprende en su descanso o en busca de alimentos.

 
Como la cosa no estaba muy buena de “género”, decidimos no seguir hasta donde habíamos pensado y dar el puesto allí mismo, ya que la pareja se había posado poco más allá y, además, no se apreciaban signos de que por aquellos lugares ya se hubiera colgado con anterioridad.

Preparamos el puesto después de mirar una y mil veces cómo colocarlo, ya que había cierta pendiente y todos sabemos la incomodidad que se pasa, cuando no estamos mínimamente guardando la horizontalidad. De todas formas, el lugar tenía buena pinta y, por lo menos, sabíamos que “campo” había.

 El farolillo lo situé en una chaparrera y, con cuidado de no pincharme con las pequeñas púas de sus hojas, amarré “al de Manué”. Cuando me volví para el aguardo, José ya estaba sentado, incómodamente según me dijo, porque el puesto estaba caído para el lado izquierdo. Con mucho cuidado y agarrándome a su hombro, me fui introduciendo en el puesto, cerré la cremallera y me senté en el banquillo, tras cargar la escopeta y ponerla descansando en la barrade la tronera.

“El de Manué” ya estaba “enfrascado” en su trabajo explorando el terreno, cuando no al mucho rato, le contestó la pareja que habíamos volado. Él, seguía con su faena y el campo, que no debería estar mal de celo, estaba cada vez más cerca.

 La tarde empezó a tener buena pinta, ya que más arriba, en el collado, otra collera, comenzó a dar señales de vida. El macho cuchicheaba y la hembra le acompañaba de vez en cuando con su fino reclamo.

 Miré a José, supongo que con ojos de extrañeza, a la vez que de satisfacción, porque en voz baja me dijo:

- ¿Quién lo iba a decir?..., ¡en vez de una, dos parejas!

 
El reclamo se había agarrado muy bien con la primera parejas, que cada vez debería estar más próxima, ya que su canto era pura suavidad y la fijeza de su mirada denotaba el acercamiento de las montesinas.

 A la vez, el par de arriba también se acercaba y, aunque se le notaba que no eran los dominantes en aquella zona, por la lentitud de sus movimientos, si la cosa marchaba bien, y todo hacía prever que sí, podría completar un puesto impensable momentos antes.

 Una callada prolongada “del de Manué” me avisó de que ya los había divisado. Se quedó inmóvil, como siempre lo hacía en estos casos, y comenzó a picar la esterilla, como preludio a la entrada en plaza del par. El macho, a toda prisa y con las plumas de la cabeza levantada en señal de pelea, se presentó ante la jaula. La hembra le seguía como buena compañera. “El de Manué” comenzó a utilizar su amplio repertorio musical, mientras el macho realizaba varias acometidas alrededor del reclamo e incluso hizo algún que otro intento de echar el ala al suelo. Mientras, la otra collera se aproximaba cada vez más por la espalda del puesto.

 Sabía, o mejor dicho, quería saber, movido por la ambición, que si quería tirar también la segunda pareja, tendría que hacer primero carambola, ya que si no, entre el estruendo de los tiros y la lucha entre reclamo y el macho que estaba en la plaza, tras abatir a su hembra, se terminaría la “película”; el uno, a lo mejor no volvía a entrar y los otros, seguramente, “cogerían las de Villadiego”.

 Le hice gestos a José para que se echara un poco para el lado, ya que no podía apuntar al no estar bien colocado el puesto respecto al farolillo. Reclamo y campero estaban en su peculiar lucha, retándose el uno al otro, mientras la pájara picoteaba y levantaba el cuello, de vez en cuando, para no perder puntada de lo que ocurría.

 En una de las muchas vueltas que dio el macho alrededor de la jaula, intuí que se iba a producir el cruce y que sería el momento de disparar. Con los nervios y la ansiedad de aquella situación, me eché más de la cuenta para la izquierda, donde estaba José, para apuntar bien. Mi “secretario”, perdió el equilibrio por mi empuje y, al quedarme sin apoyo..., ¡salimos dando vueltas cerro abajo!

 Por supuesto, ambas parejas entonaron su “pilló, pilló, pilló...” tradicional en señal de decir: “hasta luego..., que nos vamos con la música a otra parte”. Desgraciadamente para mí, se había vuelto a repetir el célebre cuento de La Lechera.

 Con el portátil por montera, pero con la suerte de no haberse disparado la escopeta y, solo sufrir algún que otro leve rasguño, me acerqué lentamente hasta “El de Manué” que, con cara de pocos amigos, me recibió con sus “suaves botecitos” y supongo que no le gustaría nada la “escenita”, ya que su saseo continuado no era más que una forma de decirme:

- Tío..., ¿qué coño ha “pasao”?

Aquella noche, ya tranquilos aunque un poco fastidiado por el desenlace de la tarde, conté lo sucedido a los compañeros mientras preparábamos la cena y tomábamos el vinillo o la cervecilla. No faltaron las risas ni las bromas de costumbre, pero siempre dentro del buen clima de armonía y amistad del que hacemos gala los aficionados al reclamo.


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