domingo, 14 de noviembre de 2010

UN PUESTO HASTA LA DIEZ.


Este es el segundo relato de dicado a mi buen amigo  y gran aficionado Raimundo Alaminos.

Aunque el refranero español dice que “zapateros, cazadores y barberos son los más embusteros”, nuestra experiencia acumulada durante muchos años nos recuerda que nuestra afición está salpicada de mil y una peripecias difíciles de creer y que en algunos casos rayan en lo insólito, tanto es así que, por muy crédulos que seamos, nos cuesta una “jartá” el tragarnos algunas “películas”.

Esta curiosa y original historia le ocurrió a Raimundo Alaminos, “viejo” jaulero y excepcional aficionado en sus años como Maestro de Escuela en Tharsis.

Nuestro protagonista, que empieza con la afición cuando llega a la citada localidad onubense al conocer allí a grandes y buenos colgadores, se aficiona de tal forma al reclamo y a las tertulias sobre dicha caza, que más de un disgustillo se llevó con la “parienta” como resultado del excesivo tiempo empleado en dichos “menesteres” y con las copillas de aguardiente, como es normal por la zona de Huelva, que solían acompañar a dichas charlas entre jauleros.

Diego García, empleado de la Compañía Minera de Tharsis, se dedicaba en sus ratos libres a la guardería de cotos, por lo que conocía a todos los “cortijeros” de aquella zona. Además, como vecino, amigo y protector de Raimundo y ayo en lo referente a la jaula, solía buscarle buenos cotos para cazar el reclamo y ponerlo en contacto con los citados anteriormente para conseguir buenos pollos camperos. Así, cotos como La Cubica, Monteduro y La Rebolla..., y pájaros como El Encinasola o El Cabezón por citar los de más renombre, fueron fruto de dicha amistad.

Una soleada y apacible tarde anterior al celo de aquel año, Diego esperó a que Raimundo saliera del Colegio, entonces había clases por las tardes, y se dirigieron a una de las muchas suertes -pequeñas fincas familiares-, situada en los Montes de San Benito (El Cerro del Andévalo), con la idea de adquirir algún “pollanco” que tuviera buena pinta.

Como existió arreglo entre las partes, tras el cierre del correspondiente trato, hubo larga charla y alguna que otra copa, entre vendedor, comprador y Diego García.

Ya entrada la noche, Raimundo vuelve a casa con una jaula en cada mano. Pero con la ilusión de la compra, las prisas por la tardanza y el “calorcillo” del aguardiente, no se dio cuenta de la enorme piedra que formaba parte del umbral de su casa. Tras el tropezón correspondiente y por no soltar los pájaros para que no le pasara nada, nuestro buen amigo fue a dar con todo su cuerpo en el suelo y, como resultado de la caída, fractura de rótula y enyesado hasta la ingle.

Lo que en un principio debería haber sido un contratiempo, a la larga se transformó en una manera de colgar más, ya que con la baja médica en el bolsillo, encontró la posibilidad de poder dar puestos más a menudo.

¿Pero cómo...?, sería la pregunta.

Pues hablando un buen día con su amigo Diego, y después de mucho “maquinar”, se les ocurre la idea de que Raimundo se sentaría en el puesto, apoyaría la pierna escayolada en una banqueta y luego “el sujeto” antes citado, lo rodearía de ramaje como si fuera un aguardo natural, ya que todavía no existían los puestos portátiles, luego cuando él acabara de dar el puesto, volvería y lo recogería.

La idea funcionó a las mil maravillas. Diego lo colocaba, daba su puesto y cuando terminaba regresaba y recogía a Raimundo.

En una de aquellas muchas tardes, la cosa no marchó como lo había sido hasta la fecha. Después de almorzar, el otro protagonista recoge a nuestro buen amigo en la puerta de su casa, montan todos los “cacharros” en la furgoneta de Diego y se dirigen a “La Rebolla” para dar el puesto de tarde, la cual, por los densos y plomizos nubarrones, presentaba evidentes signos de lluvia, aunque de momento no lo hacía.

Arreglaron la plaza en un lugar muy querencioso para las patirrojas, a media falda del Cabezo Pantano, colgadero que a Raimundo siempre le gustó por haber vivido buenos lances en el mismo y, tras quedar totalmente tapado, el amigo Diego se despidió como siempre con el ¡hasta luego! de rigor.

La tarde, aunque amenazante, transcurrió dentro de la normalidad, ya que la lluvia sólo apareció por momentos y en forma de llovizna, que dicho sea de paso es formidable para nuestra caza. Además, había tirado una collera, con lo que pedir más, sería de egoísta en las condiciones en las que se encontraba.

Cuando la tarde ya agonizaba y unos tímidos rayos del sol escapados entre las nubes la despedían, aquella llovizna intermitente que lo había acompañado durante la tarde, empezó a transformarse en una lluvia cada vez más intensa que le hizo guarecerse como pudo bajo el troncón de un eucalipto y esperar que su compañero de andanzas viniera a recogerlo.

Con estas componendas y, cigarro tras cigarro, fueron pasando los minutos e incluso las horas sin que nadie apareciera. Su vestimenta estaba como una sopa, ya que este tipo de arboleda no tapa mucho y el viento, además, se encargaba de poner el panorama aún peor.

El nerviosismo, ya cansado de dar voces sin recibir respuesta, empezó a hacer mella en su cuerpo, porque a las nueve de la noche nadie había hecho acto de presencia por aquel paraje. Él no podía moverse por miedo de agravar su situación y no sabía qué hacer y, lo que es peor..., por aquellos entonces no existía el móvil.

Ya descompuesto y cansado de esperar, ve a lo lejos las luces de un coche procedentes de la pista que entra en la finca desde de la carretera Tharsis / La Puebla.

¡No podría ser otro, tenía que ser Diego!, -pensó para sí mismo.

Y efectivamente..., era Diego que venía a recogerlo con tres horas y media de retraso.

Tras las barbaridades que se suelen decir en estas situaciones y acordándose de todo los santos del cielo, metieron a la carrera todas las cosas en el coche y una vez dentro, ya libres de la cortina de agua que estaba cayendo, el amigo Diego le relató todo lo sucedido a Raimundo.

Cuando empezó a apretar la lluvia y, siguiendo lo referido por Diego, con las prisas de no ponerse empapado, se le olvidó por completo ir a recoger a quien había dejado a un buen trecho, pero Lolichi, la mujer de Raimundo, al ver que eran casi las diez de la noche y no aparecía por casa, se acercó a ver qué pasaba y fue entonces cuando Diego, llevándose las manos a la cabeza y pronunciando el clásico ¡ojó! del lenguaje particular del pueblo, se dio cuenta de tan imperdonable olvido.

En las fechas actuales y como prueba de la veracidad de los hechos relatados, el protagonista de aquella singular vivencia todavía cuenta con buen humor la tarde/noche tan “maravillosa” que pasó en aquella jornada vespertina de hace más de treinta años.

4 comentarios:

  1. Menuda faena-----supongo que tendriasn que cambiarle la escayola.

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  2. Supongo que lo pasaría mál como en tantas peripecias que nos ocurren a los jauleros.

    Bonito y simpático relato.

    Un saludo. Ángel Luis

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  3. En nuestra caza las anécdotas son una constante. !Cuantas cosas nos pueden pasar!

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  4. Eso es aficion. ¿cuantos de nosotros hoy daría un puesto en esas ciscunstancias?

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