Felicidades a todos los andaluces y andaluzas en el trigésimo aniversario de nuestro Estatuto de Autonomía. Además, hacer un recordatorio desde el corazón para todos aquellos/as que ya no nos acompañan y que lucharon e incluso dieron su vida por una Andalucía cada día mejor.
domingo, 28 de febrero de 2010
ANDALUCÍA, POR SÍ Y PARA SIEMPRE.
Felicidades a todos los andaluces y andaluzas en el trigésimo aniversario de nuestro Estatuto de Autonomía. Además, hacer un recordatorio desde el corazón para todos aquellos/as que ya no nos acompañan y que lucharon e incluso dieron su vida por una Andalucía cada día mejor.
jueves, 25 de febrero de 2010
OBRANDO CON EL CORAZÓN.
- ¿Pero chiquillo qué has hecho?
- ¿Cómo has dejado escapar semejante fenómeno?
- ¡Es seguro que no encontraremos otro similar!, y yo entre otras cosas le contestaría
- ¡He obrado con el corazón, y cuando el corazón manda la razón nunca hace caso...!
domingo, 21 de febrero de 2010
LA "MOCHOLADA"
Este relato, a modo de agradecimiento, es lo mínimo que se merecía mi gran reclamo, el mejor, “El de Manué”, como siempre le conocimos. Aunque nació bravo y así murió, siempre le dijo “échate pal lao” a todos los demás.
"El de Manué”, como siempre lo conocimos todos aquellos que disfrutamos de sus fantásticos recitales durante su larga vida como reclamo, se lo adquirí a Manuel, un paisano de Gibraleón, por tres mil de las antiguas pesetas.
Debería
correr el año mil novecientos ochenta y cuatro, cuando mi gran amigo y
secretario de cacerías, José Trujillo, me comentó un día, mientras tomábamos
una cerveza:
- José Antonio, un compañero de trabajo tiene
dos pollos y los quiere vender. Me he enterado y le he dicho que espere hasta
que yo te lo diga y vea si estás interesado en ellos.
Dicho y hecho. Fuimos el sábado siguiente por la mañana a verlos a la citada población onubense, con la idea de traerme el que más me gustara de los dos. Pero no fue así…, no me traje el que más me agradó, sino el que menos. Tan es así que, aunque ya había enjaulado al que más me sedujo, por ser el otro un poco feúcho y bastante bravo, Manuel me dijo:
-Se lleva usted el peor y deja el mejor, seguro que se va a arrepentir.
Aquello me dejó un poco pensativo y José terminó de hacerme un lío, cuando, mirándome, me aconseja con la sapiencia que dan los años:
- José Antonio, haz lo que dice Manuel, seguro que no te engaña.
Como a José siempre le tuve, a pesar de su ya dilatada edad, una gran confianza en sus barruntos e indicaciones, porque aunque nunca fue cazador, en todo momento tuvo un olfato y un sexto sentido que rara vez se equivocaba, decidí volver atrás, pues ya estaba en la calle, y traerme “al de Manué”, nombre de guerra que tuvo a partir de este momento.
Por el camino de vuelta hasta Huelva, como solemos hacer en estos casos, fui soñando despierto con haber hecho la compra que siempre anhelamos cuando adquirimos un nuevo pollo.
Pero cuando llegué a casa y le quité la sayuela…, la historia fue otra cosa.
- Lo que yo pensaba, -me dije a mí mismo.
Saltos que movían la jaula, alambreos, guitarreos…, fueron el regalo de bienvenida a su nuevo hogar.
Tras bastantes días con las mismas trazas, decidí apartarlo de los tres o cuatro pájaros de jaula que tenía por aquellos entonces, con la idea de que, si no mejoraba, soltarlo y que no me embraveciera y estropeara al resto de reclamos.
Poco a poco, fueron pasando las jornadas casi con las mismas disposiciones que había demostrado desde el principio. Debido a tales comportamientos, y después de darle muchas vueltas a la cabeza, decidí darle la libertad el primer día que fuera al campo. De hecho, no lo había escuchado nunca abrir el pico y siempre me recibía con sus “cariñosos saltos” y los no menos “suaves” alambreos.
Pero un buen día, María, la hija de José, que se encargaba de cuidar a mis dos hijos, me comentó al volver del trabajo:
- José Antonio: el pájaro que tiene usted apartado ha cantado muchas veces hoy y ayer, también.
Aquello me dejó de piedra y no me lo podía creer. Así que le pregunté:
- María, ¿estás segura?, ¿no te habrás equivocado?
- No, José Antonio, no me he equivocado. Lo he escuchado y lo he
visto.
- ¡No me lo puedo creer!, -pensé para mí-. El fin de semana próximo lo probaré antes de soltarlo, no vayamos a meter la pata hasta donde dijimos, como suele ocurrir cuando nos deshacemos de un reclamo sin antes haberlo sacado al campo para ver su proceder.
Recuerdo que aquel sábado, primero o segundo después de abrirse la veda de ese año, terminé de bolo, es decir, no toqué pluma y mi hermano Juanvi le había tirado tres a Castelar. Así que, por la noche, una vez en la cama, dándole una y mil vueltas a la cabeza, mientras intentaba dormirme, me decidí:
- Mañana colgaré “al de Manué”, y a ver qué pasa.
Nos levantamos temprano, desayunamos la clásica “tostá” con ajo y aceite de oliva al lado de la inseparable y vivificante candela y preparamos cada uno de nosotros los bártulos correspondientes. Más tarde, me dirigí hacia donde estaban todos los reclamos y enfundé a mi elegido para aquel puesto de sol: “el de Manué”
No se me olvidará que, aquella mañana, con las primeras claras del día, era fría y húmeda, ya que había llovido bastante durante la noche, pero el astro rey empezaba a despuntar con una fuerza casi presagiando lo que allí iba a suceder. Poco a poco, iba eliminando aquellos tímidos bancos de niebla que levitaban sobre el encinar donde estábamos inmersos, hasta transformarse en una plácida jornada matutina.
Fue en un aguardo fijo de monte que tenía hecho, ya que por aquellos años todavía seguía la tradición de nuestros ancestros, donde “el de Manué” debutaría. El puesto estaba situado en una suave loma y camuflado por un manchón viejo de monte y las ramas de una frondosa chaparrera.
Después de asegurarlo bien en el matojo, por si las moscas, dado su “apacible” carácter, me fui retirando poco a poco para el aguardo, tras quitarle la sayuela y palillearle un poco con los dedos. Pero… aunque me costaba creerlo, “el de Manué” no dio ni un salto, ni tomó un alambre, nada de nada. Aquello sólo era un pájaro pequeñajo y feúcho, pero erguido como una vela en su atalaya de jaras, salpicadas con unos entremezclados manojos de tomillos y jaguarzos.
Luego, poco a poco, fue situándose y comenzó a lanzar al aire uno de los muchos y magníficos conciertos con los que me obsequió en su larga vida. De esta manera, reclamos potentes, hondos y pausados fueron entremezclándose con cuchicheos de una armonía inigualable y piñones que desarmaban a la mejor patirroja del entorno.
No tardó mucho en contestarle el campo. Así, en el collado de enfrente, empezó a retumbar un reclamo bronco y hueco que hacía presagiar que estábamos ante un buen garbón salvaje y que, por lo tanto, habría que trabajarlo lo mejor que se pudiera.
A los pocos minutos, un “pichó, pichó, “pichó”…, seguido de un estruendoso aleteo me hizo pensar lo peor: un bando. Y así fue, conté hasta quince en la plaza.
No sabría decir si el corazón se me salía por la boca o la sangre se me helaba. Lo cierto es que allí, ante los ojos de quien estaba en el repostero, había más de una docena de patirrojas.
Mi reclamo se había quedado callado por momentos tras el vuelo de los camperos, pero, segundos después, con una suavidad fuera de lo común en su cuchicheo y sin perder la compostura, estaba acercándose a toda una legión de guerreros, como si de ovejas se trataran.
Las manos me temblaban. Intenté varias veces una carambola, pero un nudo en la garganta y un intenso calor interior me impedían toda acción a realizar. No sabía qué hacer…, pero por fin decidí, como tantas veces había visto y escuchado a los buenos aficionados, apuntar al jefe bando y así lo hice. En una de las vueltas, cuando reclamo y garbón mantenían una dialéctica retadora ante los otros componentes del bando, apreté el gatillo. El estruendo del tiro hizo que todos los demás salieran volando o corriendo de la plaza para ampararse en la espesura del monte. Sólo quedó el macho vara, pero…, dando unos botes que llegaban a la altura de la jaula.
Me lo cargué como reclamo, pensé por momentos, aunque nunca más lejos de la realidad, puesto que, si más botaba el campero, agotando los últimos instantes de su vida, el entierro que le hacía “el de Manué” no desmerecía en absoluto. A continuación, el resto de componentes del bando empezaron a entrar en plaza como si fueran corderitos. Pero, como no quería hacer mucha sangre y una emoción inusitada me inundaba, salí del puesto y tras toser para que se retiraran sin volar los que habían quedado, fui recogiendo del suelo las perdices abatidas. Por detrás de mí, sólo escuché a José decir: -¡Ole tus cojones!
Poco después, me fui acercando con tranquilidad a mi reclamo, pero ya no era el mismo, unos botecitos me recibieron como lo seguiría haciendo por los restos de su vida.
A partir de ese día, algunos familiares y amigos disfrutaron también con sus excelencias y los grandes lances en los que fue actor principal.
No obstante, podría tener siete u ocho celos cuando dio su única y
gran “mocholada” si así lo podemos calificar. Era el último día de veda de
aquella temporada. A mediodía, me había enterado que el arrendatario de uno de
las fincas limítrofes, y hombre muy celoso a la hora de vigilar las lindes, no
estaría en la finca en la jornada vespertina. De esta manera, ni me lo pensé;
aquella tarde me fui a colgar muy cercano a los terrenos del coto contiguo.
El entorno del colgadero era un gallinero: hembras cantando por aquí, machos por allí, parejas volando unas tras otras a nuestro paso… En una palabra, lo que sueña todo cuquillero para dar el puesto con su gran reclamo.
Rápidamente colocamos el portátil y nos metimos en el mismo tras quitarle la mantilla al pájaro. Una vez dentro, lo primero que hice fue contar los cartuchos que llevaba, porque aquello tenía pinta de ser algo para nunca olvidar.
Me acomodé con el banquillo en el puesto, cargué la escopeta y la situé en la tronera, pero… ¡Qué raro, sólo se escuchaba el campo! ¡”El de Manué” estaba mudo!
Fue pasando el tiempo de una forma interminable, mientras la garganta se me resecaba cada vez más. Yo miraba a José y él me miraba a mí, sin que ninguno de los dos diéramos crédito a lo que estaba ocurriendo.
De esta manera, fueron transcurriendo los minutos y así hasta que empezó a caer la noche, esperando que cambiara la situación, como tantas y tantas veces suele ocurrir, pero nada…, ni abrir el pico. No era el día que él había elegido para dar un puesto de diez.
¡Alguna vez tenía que ser!
“El de Manué”, murió con catorce años y, desde los nueve o diez, tenía artrosis en las patas, según dijeron los veterinarios que lo vieron. No se podía poner de pie, pero aun así, su disminuido estado físico nunca le impidió ser un gran reclamo y darme bastantes días de satisfacciones y muchas horas para poder contar sus excelencias. No era la tipología que tantas veces relatamos y escuchamos del pájaro de bandera, pero sus inmensos recursos con las montesinas salvajes, hacían de él un reclamo con el que soñamos todos los pajariteros.
Fue la tarde de un Día de Reyes, cuando dejó de existir. Está
enterrado en un majano de piedra en la finca La Constancia de Puebla de Guzmán (Huelva), justamente al lado de
donde, algunos años atrás, participó como protagonista principal en un
excepcional lance en el que le abatí un buen machaco campero, sus dos
compañeras y una viuda de las de capa y espada que le dio la tarde.
viernes, 19 de febrero de 2010
UN RECLAMO DE BANDERA: FACULTADES
Al abuelo Vicente, gran pajaritero y hombre cariñoso donde los haya con sus nietos, que me puso en la senda de esta gran afición que es la caza de la perdiz con reclamo.
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El nombre de este
reclamo, Facultades, fue el primero
que quedó grabado en mi memoria, porque con él eché los dientes como ayudante y
aprendiz de cuquillero, al lado de mi abuelo Vicente, y porque lo vi en tantos
puestos de sobresaliente que, difícilmente, se borrará de mis recuerdos. Así,
la belleza de su estampa física, su nobleza, mansedumbre y los variados
recursos que utilizaba para atraer a sus congéneres salvajes, hacían de él el
clásico pájaro que a su dueño se le hace la boca “oro” cuando habla de sus
reclamos punteros.
El abuelo se lo había cambiado, creo recordar, por una pareja de pavos
a un pastor que, dicho sea de paso, el cuido y las atenciones que le
dispensaría no debieron ser los más adecuados porque, como yo le escuchaba
muchas veces en sus múltiples relatos, cuando se lo llevó a casa, su presencia física
dejaba mucho que desear. Aun así, desde que lo vio la primera vez, supo que
dentro de aquel pollo sin espolones, chiquetuelo y raquiticucho, había un gran
reclamo.
Cuando lo conocí, debería de tener
la edad mía de por aquellos entonces, unos siete u ocho años. Y, sobre él, me
contaba el abuelo que le puso Facultades,
porque el repertorio de cantos, tonos y gestos era tan amplio, variado y
atractivo, que pocas perdices salvajes consiguieron escapar a sus carantoñas y
agasajos.
Recuerdo, incluso, haber ido en
mangas de camisa a dar el puesto en el mes de octubre, y terminar de la misma
forma a final de marzo, sin haberse pasado de celo lo más mínimo. Por esta
razón, su excelente trabajo no sufría alteración durante los seis meses que,
por aquellos tiempos, finales de la década de los cincuenta, duraba la caza del
reclamo, máxime, cuando por dichas fechas no era una actividad cinegética
legal.
Tan es así que, aunque todavía no había cumplido los diez años, solo
tengo que cerrar los ojos y retroceder medio siglo para que en mi memoria esté
grabado aquel fenomenal puesto que dimos en La
Era, en el olivar de La Atalaya, una tarde al final de las
Navidades de aquel año, cuando yo estaba de vacaciones del colegio.
El viejo aguardo de monte de aquel estupendo colgadero estaba
levantado sobre un vallado que formaba la linde con la finca contigua. En uno
de los lados había, y en la actualidad todavía perdura, un olivar que, por aquellos
tiempos, tenía salpicones de monte, bastantes esparragueras, frondosas torvisqueras,
algún que otro zarzal, matagallos…, lo que hacía de él un lugar muy querencioso
para las perdices de la zona. Por el otro, todo era encinar y monte bajo de
jaras, jaguarzos, tomillos, cantuesos, helechos, chaparreras… El matojo estaba
adosado a un viejo tronco de olivo, camuflado por sus renuevos o chupones y
todo el conjunto estaba ubicado al lado de una antigua era, que habría sido
utilizada como tal por nuestros ancestros.
Como el puesto no distaba demasiado de la vivienda del campo, y no
había que arreglarlo mucho porque ya había sido remendado en varias ocasiones,
una apacible y soleada tarde, el abuelo enfundó a Facultades, me lo colocó sobre mi espalda con unos ganchos de cuero
trenzado que él había hecho especialmente para mí, cogió su vieja escopeta Jabalí, unos cartuchos recargados Orbea de cartón y me dijo:
-Niño, vamos “palante” y ten cuidado con lo que llevas en la espalda.
Tras la caminata, una vez en el colgadero, el abuelo, un poco fatigado
y con la tosecita clásica de los fumadores empedernidos, apoyó la escopeta
sobre un olivo y se sentó sobre el troncón de otro, mientras repasaba
visualmente la plaza y el aguardo de monte. A continuación, tras unos instantes
de merecido descanso, para una persona que, por aquellos entonces, debería
rondar los setenta y cinco años, me ordenó:
-¡Niño, tráeme un poco de tomillo de aquellas matas, mientras yo
arreglo el pulpitillo!
Con mucho cuidado fui cortando, como tantas veces había hecho con
anterioridad, unas buenas ramas que le servirían para arreglar la tronera. Él,
tras terminar con el repostero, se dirigió hacia el puesto, recompuso la
mirilla y, por último, fue tapando algunos claros que habían aparecido en su
armazón, mientras yo me introducía en el aguardo. Poco después, afianzó con mis
ganchos a Facultades en el repostero
mientras le dedicaba palabras cariñosas y le tocaba los palillos con los dedos.
Lentamente, se fue retirando del reclamo y, al llegar al tollo, tuve
que ayudarle, como ocurría normalmente, a echar las piernas por encima del
mismo, ya que él siempre tuvo problemas en las extremidades inferiores. Observó
el papel de fumar que le solía poner en el punto de mira a la escopeta para
apuntar mejor, la colocó en la tronera e introdujo un cartucho en la recámara,
ya que ésta era de un solo cañón.
Mientras se sentaba en una de las dos enormes piedras que había de
toda la vida en el puesto y me daba a mí la sayuela, para que me sirviera de
asiento encima de la otra, Facultades,
después de sacudirse el plumaje y afilarse el pico varias veces sobre la piedra
de la jaula, ya estaba pregonando por alto que, allí, estaba él. De esta
manera, con una maestría inigualable, fue entremezclando su amplio repertorio
de cantos en espera que alguna de las perdices que debería haber por los
alrededores le tomara “la palabra”.
No habrían pasado ni diez minutos, cuando en el collado de enfrente,
un macho, seguramente viejo, por la fortaleza y vigor de su reclamo, intentaba
intimidarlo con la machaconería de su canto. Sin embargo, Facultades, lejos de amedrentarse por los toques de atención que le
enviaba el garbón montesino, seguía a lo suyo, cosa que no le debió gustar a
quien se creía dueño de aquel paraje porque, tras un largo “pichó, pichó,
pichopichopichó…”, se presentó amenazante y engallado en la plaza en busca de
la jaula que, como era habitual, permanecía inmóvil, dando de pie con una
tranquilidad y suavidad pasmosa.
El abuelo, guiñándome uno de los ojos y haciéndome gestos con la
cabeza para que presenciara la escena, se acercó a la escopeta, la apoyó sobre
su hombro y apretó el gatillo. Luego, solo se escuchó a Facultades cargando el tiro de forma imperceptible, mientras aquel
valeroso y bello ejemplar había quedado hecho un taco, casi pegado al
tanganillo. Más tarde, el tono de su música subiría porque, más o menos a la
caída de donde nos encontrábamos, empezó a dar señales de vida una hembra
primero y, poco después, un macho, lo que nos hizo suponer que se trataba de
una pareja. Así, de vez en cuando, la pájara soltaba varias reclamadas, atraída
por el encanto de quien un poco más arriba la piropeaba, mientras su compañero,
quizás un poco celoso, le reñía con continuados rajeos, pero no daban un paso
adelante.
El abuelo, que ya había liado y consumido varios Ideales, empezaba a preocuparse, porque la tarde iba cayendo de manera
inexorable y él no era Búfalo Bill a la hora de apuntar. Mientras, yo, que de
oído estaba bastante mejor que él, le hice señas puesto que, después de una
prolongada callada del campo, había percibido la presencia de la pareja a
nuestra espalda. El reclamo, que también los había barruntado, empezó a
recibirlos con un suave cuchicheo, que hizo que la hembra le contestara con
unas embuchadas. Facultades le dedicó
unos melosos piñones y, en cuanto la pájara dio la cara, empezó su peculiar picoteo
de la esterilla, cosa a la que no se pudo resistir y arrastró tras sí a su
pareja que, dándose cuenta de la situación y queriendo tomar las riendas de la
misma, empezó a dar de pie a la vez que se dirigía envalentonado hacia el
pulpitillo. La fémina, mientras tanto, deslumbrada por el titeo de la jaula,
picoteaba el suelo en señal de sumisión. El abuelo, que había estado esperando
la ocasión de apretar el gatillo y la tenía apuntada desde hacía unos segundos,
le disparó en cuanto se separó un poco del matojo. El macho, sorprendido por el
estruendo del tiro, arrancó de la plaza con potente vuelo, mientras su consorte
movía las alas débilmente, consumiendo los últimos instantes de su vida.
Momentos más tarde, mientras Facultades
seguía cargando el tiro, el garbón campero empezó a llamar a quien ya no podía
oírle, pero ahora se encontró con la callada de la jaula por respuesta. De esta
manera, en un último intento de encontrar a su compañera, apareció de nuevo en
la plaza subiendo los decibelios de su canto, con la idea de acobardar al
reclamo que, muy al contrario, lejos de achicarse, empezó a rifarse con él,
hasta que un nuevo estampido hizo que quedara patas arriba y sin mover un
pluma, mientras quien estaba en el farolillo le dedicaba, nuevamente, su
peculiar música fúnebre.
Pasaba el tiempo y, como la tarde comenzaba a caer, el frío empezaba a adueñarse de nuestras piernas y solo se escuchaba el canto lejano de alguna perdicilla, posiblemente viuda, que se resistía a pasar la noche en soledad, el abuelo carraspeó un poco con la garganta y se levantó hablándole cariñosamente a su pájaro.
Volví a ayudarle para que
pudiera salir del puesto y, una vez que
se encontró fuera, cogió uno de los machos que había en suelo y se lo acercó,
como siempre solía hacer, a Facultades
que, totalmente hinchado en la jaula, lo picoteaba y le cuchicheaba suavemente.
Yo, mientras tanto, observaba todo lo que el abuelo hacía y, de
camino, recogía y acariciaba, con manos temblorosas, las dos patirrojas que
todavía permanecían en la plaza.
A continuación, el abuelo, tras ponerle la mantilla al reclamo, me lo
volvió a colgar a mis espaldas, se dirigió de nuevo al aguardo a recoger la
escopeta, que ya había descargado con anterioridad y, tras darme uno de los
garbones camperos para que lo llevara hasta la casa, me dijo con todo el cariño
del mundo:
-Niño, vámonos, que se está
haciendo de noche y la gente estará empezando a preocuparse por nuestra
tardanza.
jueves, 18 de febrero de 2010
PARA EMPEZAR.
Quiero iniciar este blog, con un recordatorio muy especial para mi abuelo Vicente Lluch -gran persona y mejor aficionado a la caza en general y al reclamo en especial-, del que aprendí todo lo que sé sobre esta ancestral, discutida y maravillosa afición y, por supuesto, el respeto a las personas y a la naturaleza.
¡Cómo pasan los años!