miércoles, 26 de mayo de 2010

UN GRAN PUESTO DE UN BUEN RECLAMO


Don Benito, ha sido el segundo y último gran reclamo que ha pasado por mis manos, dejando a una lado, claro está, los que he colgado de familiares y amigos. En un principio sólo llamaba Benito, nombre de un buen amigo de Paymogo (Huelva), al que se lo adquirí cuando tenía tres celos y no muy cazado, es decir, un pájaro con buena pinta, pero por hacer. Con posterioridad, y a base de puestos, fue desarrollando una gran clase que, unida al excepcional trabajo con las hembras y a su mansedumbre, hicieron que el Don figurara también en su nombre de guerra.

Pero como desgraciadamente suele ocurrir en estos casos, no pude disfrutarlo mucho tiempo, sólo cuatro años, ya que en junio de dos mil ocho, mientras fui a visitar a mi hijo Pablo a Ugíjar (Granada), donde estaba de profesor de Educación Física, murió repentinamente, por un imperdonable descuido mío.

Podría contar infinidad de anécdotas y multitud de relatos de sus formidables puestos, pero el que a continuación narraré, llevado a cabo en la finca La Dehesa de Enmedio de Puebla de Guzmán (Huelva), es de esos por los que a todos los jauleros se nos llena la boca cuando hablamos de nuestros pájaros.

La jornada matutina de aquel día, domingo por más señas, se presentó, como otras muchas por aquella zona, debido al gran pantano que se ha construido en las proximidades, con una espesa niebla y como resultado de ella, una humedad que se te mete en todos los huesos. Además con esta incidencia, piernas y manos terminan por casi no sentirlas.

Recuerdo que llegué temprano al puesto, pero la espesura de la niebla era tal que casi no me dejaba divisar con nitidez el farolillo, por lo que estuve bastante tiempo sentado en el banquillo esperando que este meteoro se levantara lo suficiente como para poder dar el puesto.

Después de un buen rato en esta situación, sin escuchar ni una pitada del campo, el sol empezó a abrirse paso por entre aquel tupido “velo”, así que decidí desenfundar a Don Benito y meterme en el aguardo.

Una vez dentro, me acomodé todo lo que pude mientras mi reclamo ya había iniciado su sinfonía, como lo hacía siempre desde que se le levantaba la funda. Rápidamente, empezó a realizar las primeras intentonas en busca de entablar diálogo con “alguien” que estuviera por allí y aceptara la invitación. Mientras tanto, las manos las tenía como el carámbano y las piernas casi lo mismo, por lo que tuve que restregarme las primeras, una contra otra y mover incesantemente las segundas para que entraran en calor.

El campo, también frío como la mañana, no daba señales de vida. Don Benito, sin embargo, seguía predicando en aquel desierto sin importarle la falta de acompañamiento de sus hermanos los campestres. Así, fue pasando el tiempo, con el solo canto de alguna “cotolovía” (cogujada), espantada por el penetrante chirrido de las urracas que buscaban escondrijo entre la maleza del entorno o el repiqueteo de los campanillos y cencerros de las ovejas, en su deambular en búsqueda hierba apetecible.

Por momentos, incluso pensé que la mañana ya estaba hecha. Sin embargo, el canto de una perdicilla lejana, de carretera para allá, me hizo recapacitar sobre la idea de abandonar. Don Benito, que ya había levantado campo varías veces sin éxito alguno, comenzó a dirigirse a ella, primero por alto y luego con suaves cuchichios y melosos piñones que hicieron que con un “pichó, pichó, pichopichopichó…” continuado, mientras yo bajaba la cabeza para que no me viera al pasar por encima, la hembra fuera a parar a no mucha distancia por detrás del reclamo. Don Benito que había recibido su presencia durante el vuelo con su clásico “go, go, go…”, comenzó a llamarla con una suavidad sólo poseedora de los mejores y, en cuanto intuyó la cercanía, le dedicó un atrayente titeo a lo que la patirroja le fue imposible negarse, aunque había estado “rajeando” durante algún tiempo.

Pero, para sorpresa y satisfacción mía, en vez de una como yo pensaba, veo aparecer dos perdices.

En un primer momento pensé que era una pareja, pero observando sus movimientos y aspecto, rápidamente me di cuenta que eran dos hembras.

Don Benito estaba a sus anchas, les titeaba y les picaba la esterilla en señal de “donjuaneo”. Ellas, ensimismadas por las alabanzas con que les regalaba, no recelaban de nada. Yo, mientras tanto, intenté hacer carambola varias veces, pero al no ver la ocasión, decidí disparar sobre una de ellas. Al tiro, la compañera con una rápida carrera se parapetó tras unas matas al lado del reclamo. Don Benito, que había cargado el tiro con la suavidad que acostumbraba, no subió nunca el tono porque tenía a la otra a su vista. De nuevo, volvió a dedicarle su irresistible y embaucador titeo y ella, lentamente, volvió a dirigirse otra vez hacia la jaula.

Cuando consideré que era el momento, volví a disparar y la pájara quedó inmóvil al lado de la que había sido su acompañante esa mañana. Don Benito, tras hacerle el entierro, volvió a cantar por alto por si alguien más le estuviera escuchando por los alrededores. Así se tiró un buen rato sin recibir respuesta.

Estaba ya a punto de levantarme por segunda vez, cuando de nuevo el lejano y continuo canturrear de otra hembra hizo que por segunda vez, desistiera de mi idea. Ésta, atraída por las notas musicales que le ofrecía el “director de la orquesta” y, a toda velocidad, venía directa hacia nosotros por detrás del puesto. Al llegar a mi altura, ya de callado, se situó a la derecha, casi pegada a la tela del portátil. Luego, a la izquierda. Ahora me voy para atrás, ahora me vengo otra vez a la cercanía del aguardo…, y así, fueron pasando los minutos mientras Don Benito, que en estas situaciones solía crecerse, le ofrecía toda clase de “cositas” que sólo los reclamos superiores pueden disponer de ellas. Pero nuestra “amiga”, del puesto hacía adelante, no pasaba ni medio metro, ya que había que atravesar un limpio que separaba aguardo y farolillo, cosa que ella no estaba dispuesta a realizar.

La tensión se iba apoderando de mi persona por momentos, máxime cuando se puso delante del puesto mirándome por la tronera. Su “ra, ra, ra…” era premonitorio de que aquella hembra, posiblemente viuda, ya sabía por propia experiencia por “dónde iba el agua al molino”. Ahora sí que no podía ni parpadear. Contuve todo lo que podía la respiración y me quedé como una estatua de piedra.

Ella, que aunque no había observado en mí el más mínimo movimiento, poco a poco empezó a apeonar hacia la derecha, con la clara intención de largarse del lugar Pero fue en aquel preciso instante, cuando escuché el cloqueo clásico que suelen utilizar las gallináceas. Me quedé un poco confuso con lo que suponía que estaba haciendo la hembra, tanto es así, que puse mis ojos en la mirilla lateral para observarla. Cuál no sería mi sorpresa, cuando aprecié que no era ella. Por tanto…, tenía que ser Don Benito que le estaba recitando su último poema como culminación de la faena.

Volví la mirada hacia el reclamo y allí estaba Don Benito cloqueando cual madre reuniendo a sus pollitos. Ante este singular e inusual recurso, la “señora”, quizás atraída por la belleza de aquella original llamada, cruzó el limpio a las primeras de cambio y se dirigió hacia quien la seguía gratificando con todos sus encantadores y atractivos “versos”.

Ante aquel cambio en la escena, tomé todo el aire que me faltaba y, me relajé de la tensión sostenida durante ese largo rato. Tal como iba de espalda, y dado el recelo que había mostrado con anterioridad, la encañoné al instante, la dejé que llegara a la altura del farolillo, observé que el reclamo seguía atrayéndola con un suave picoteo de la esterilla y no esperé mucho más. Disparé, y allí quedó sin “mover un dedo”, delante de quien había sido capaz de embaucarla de la manera más irrechazable, que dicho sea de paso, la despedía dando de pie de forma casi inaudible.

Como era bien entrada la mañana, casi mediodía, di por terminado el puesto. Me acerqué a Don Benito que me recibió de pluma, como era su costumbre, mientras le enseñaba una de las hembras. Lo desamarré, lo puse en el suelo al lado de la pájara, le acerqué las otras dos y así lo dejé mientras cerraba el portátil y recogía todos los “trastos”. Una vez terminado todo, lo enfundé, me lo coloqué a la espalda y me dirigí para el coche.

Por el camino, un poco “jodido” por la tensión y la incomodidad acumulada durante la fase final del puesto, pero con la alegría y satisfacción que dan lances como estos, fui pensando en lo que dirían los compañeros del coto. Seguro que cuando lo contara, les costaría trabajo creer lo sucedido.

jueves, 20 de mayo de 2010

PERDIZ ROJA, SINÓNIMO DE BELLEZA.


Está claro, que nuestra madre naturaleza, nos ha regalado desde siempre maravillosas estampas para nuestro regocijo personal y para demostrarnos por qué "copian" de ella muchos grandes maestros del arte. Entre éstas, como no, se encuentra la reina de nuestros bosques, nuestra querida perdiz roja.

Sirvan estas bellas imágenes de varios autores, extraídas del portal fotonatura. org,  para testimoniar las palabras anteriores.




































Muchos pintores, se han fijado en la belleza nuestra alectoris rufa para engrandecer sus cuadros. Valgan estas maravillosas ilustraciones de Manuel Sosa (https://manuelsosa.com) y Gregorio García para corroborarlo.

















martes, 18 de mayo de 2010

EL LEGADO DE UNA AFICIÓN


La afición a la caza de la perdiz con reclamo macho, en un alto porcentaje, pasa de padres/abuelos/tíos a hijos/nietos/sobrinos como la mayoría de nuestras tradiciones y costumbres. Además, ello conlleva que, aparte de los sentimientos y el cariño por esta modalidad de caza -ese es el gran legado-, una serie de accesorios, utensilios e incluso armas, pasan de unos a otros. Pero es más, si observamos detenidamente todos los cachivaches de las “herencias”, nos daremos cuenta de la belleza y calidad de los mismos. Entonces, no había mucha maquinaria, pero sí grandes artesanos. Tenían que ser muy buenos e ingeniosos porque las exigencias -los jauleros siempre hemos querido tener lo mejor- eran grandes.

En mi caso, la afición me viene por parte de mi abuelo materno. El abuelo Vicente, aparte de gran jaulero y mejor persona, y no lo digo por lazos de sangre, sino porque lo era, fue esculpiendo poco a poco en cada uno de los corazones de sus nietos, entre los que me encontraba, el amor y la pasión por la caza en general y muy especialmente por el de la “jaula”.

Pues..., aparte de ese gran legado o herencia, hecho realidad en mí por la pasión que siento por la “cuelga”, puedo presumir, y estoy orgulloso de ello, de conservar en un envidiable estado, cinco de sus pertenencias que, a buen seguro, le harían disfrutar más de un día y más de dos en su ya, de por sí, dilatada vida como jaulero – murió hace treinta y dos años con noventa y cuatro y colgó, con ayuda, casi hasta los ochenta y cinco-.

Todos estos accesorios o utensilios, tienen bastantes años. El que menos, debe tener alrededor de 50 años. Su estado, como se puede apreciar, es bastante bueno. Han llegado así a estas fechas, porque el trato y el cuido que se le ha dado, ha sido, lógicamente, formidable.

El primero, es una funda para escopeta desmontada en dos piezas. Está hecha en piel de ciervo y tiene algunos remiendos, prueba irrefutable de sus años. Puede ser de todos ellos la que tiene más años -sobre 65/70-.


El segundo es una funda o sayuela. Esta confeccionada con pana lisa de varios colores y siempre la lleva mi mejor reclamo.


El tercero son unos ganchos para llevar la jaula a la espalda. Por supuesto, la cuerda, es relativamente reciente 10/15 años.



El cuarto es una jaula hecha con aros de madera. Antiguamente, tenía un comedero dentro que se lo quité, porque estaba muy deteriorado. Tiene varios arreglos y muchos pintados, pero está de "muy buen ver".


El quinto y último que poseo, además de otros muchos detallillos, es este calabozo, corvillo o cimbarra. Esta herramienta, era muy utilizada antiguamente para cortar ramas y  arbustos para la construcción  del puesto. Hoy día, se usa menos con la aparición de otros adelantos, aunque personalmente, la sigo utilizando. El mango, por supuesto, también es reciente.


lunes, 10 de mayo de 2010

MES DE MAYO: FLORES Y PERDIGONES


Tradicionalmente, como dice el refrán, mayo es el mes de las flores, por lo menos, en Andalucía. 

En nuestros campos, como más de uno ha dejado plasmado en sus escritos, es una explosión de vida y como un arco iris que se refleja sobre los campos de nuestra Comunidad. Esta claro que es otra demostración de la belleza que pone en nuestras manos la madre naturaleza.

Valgan estas imágenes para que nuestra retina pueda llenarse de belleza natural.





Pues también por esta época, cuando la primavera nos regala todo su esplendor, mamá perdiz, después de veintitrés días de incubación, ve como sus polluelos han roto el cascarón y comienza a ejercer como guía y maestra de su prole. Al sustento diario, abundante por esta fechas, se le une las pautas que le marca a su prole para apuedan escapar a los variados peligros que les acechan. Además, la vigilancia y control de su descendencia es vital para sacarlos a todos/as adelante. Dicha tarea puede comprobarse en estas magnificas fotos colgadas  por Gustavo en el foro meteored. com






               

Desde ahora hasta la llegada del otoño, estos recién nacidos, tendrán que superar mil y una prueba que sólo algunos/as , la superarán. El resto, sucumbirá ante sus muchos depredadores o miles de peligros que el hábitat en donde ha nacido les tine guardado

Luego, allá por finales de verano, cuando el fresquillo empiece a aparecer y su primera vestimenta para pasar desapercibidos, haya sido cambiada totalmente por el llamativo plumaje definitivo, los ágiles perdigoncetes se habrán transformado en bellos "igualones", como se les conoce en el argot cuquillero, que empezarán a luchar por domino del bando.

sábado, 8 de mayo de 2010

¡ME LOS COMERÉ CON PLUMAS!


Al tío Jerónimo, gran aficionado y mejor “arquitecto” a la hora de levantar aquellos fenomenales puestos de monte.

Allá por los primeros años de la década de los sesenta, el tío Jerónimo, su cuñado Carlos Cabrera, mi padre, también cuñado, y yo fuimos a la finca Caña Santa, invitados por el primero a pasar el fin de semana y, de camino, dar algunos puestos, si el tiempo lo permitía, pues llevaba toda la semana sin dejar de llover, como antes ocurría en infinidad de ocasiones.

Mi tío y mi padre habían estado durante la mañana de aquel viernes haciendo las compras pertinentes y preparando todos “los avíos” necesarios: escopetas, cartuchos, ganchos, mantillas, esterillas, comida para los pájaros… Por la tarde, cuando yo terminara el colegio, nos iríamos al campo.

Cuando llegamos al cortijo, ya era noche cerrada. Como caía una fina lluvia, todos tuvimos que arrimar el hombro para llevar cada cosa a su sitio. El tío Jerónimo fue a la “cuadrilla” y colgó de las puntillas los casilleros con los cinco reclamos que se había llevado para estos días, ya que ni mi padre, ni Carlos, eran muy aficionados a esta modalidad de caza y, por lo tanto, no tenían pájaros. Uno de ellos era el célebre Ajumao, reclamo de bandera que en pocos puestos se quedaba sin tocar pluma. De los otros, no tengo recuerdos exactos, pero sí sé que uno de ellos debería ser un pollo de dos celos que le habían regalado y en el que mi tío tenía fundadas esperanzas de que llegara a ser un buen reclamo. 

La jornada nocturna transcurrió contando las “batallitas”, que en aquel momento se le venían a cada uno a la cabeza, mientras “picábamos” un poco de todo, incluyendo para los mayores, algunos vasitos del buen mosto de La Florida. A la compañía de la candela, que nunca falta en estos momentos, se le unía el constante “repiqueteo” de la lluvia en el tejado y los ladridos de los mastines de la finca que guardaban con celo la piara de oveja que dormitaba no muy lejos de la casilla. No mucho más tarde, estábamos todos en la cama.

Me había despertado varias veces en la madrugada con la ansiedad de que fuera ya de día, por lo que la noche se me hizo larga y pesada. Entre los ronquidos de alguno de los mayores, el canto de los gallos, la lluvia constante de toda la noche y los mastines que entablaban disputas con otros perros de las fincas colindantes, casi no pude conciliar el sueño.

Por fin, el tío Jerónimo, que había tosido bastante aquella noche, fue el primero que se levantó para rehacer la candela e ir preparando el café para el desayuno. Poco después, nos levantamos mi padre y yo. Tras lavarnos un poco, nos fuimos junto a la chimenea, porque la mañana, además de lluviosa, estaba fría y bastante húmeda. Mientras tomábamos el café y “tostás” con manteca blanca de cerdo y azúcar, se presentó Carlos Cabrera con cara de poco madrugador y, mientras se fue preparando la suya y, tras mirar varias veces por la ventana para ver la “orilla”, le dijo al tío Jerónimo:

- Supongo que no estaréis tan locos como para ir a colgar.

- Pues la idea es que sí -respondió el tío Jerónimo-. Siempre que aclare un poco, porque viento no hace y las mañanas de “calabobos” como ésta no son malas.

La verdad era que el día no estaba para tirar cohetes: cielo encapotado, lluvia fina pero constante, mucha humedad y frío que llegaba hasta los huesos. Por tanto, la candela era lo que se apetecía, la prueba era que todos estábamos arrimados a ella.

Mi padre y el tío Jerónimo miraban de vez en cuando por la ventana con las ansias que produce la espera cuando anhelamos algo y sin saber con qué carta quedarse. Mientras tanto, la lluvia seguía con su incesante trabajo, aunque en los últimos momentos había aminorado bastante en su ímpetu. Así que no serían mucho más de las nueve y media, cuando mi tío, tras tirar uno de los muchos cigarros “ideales” que ya se había fumado, se dirigió a sus “cuñaos” y les dijo:

- Yo me voy a arriesgar y me voy a ir a colgar, ustedes haced lo que os parezca.

Mi padre, en un último intento de decidirse, volvió a mirar varias veces por la ventana y, tras pensárselo un poco, contestó:
- Pues yo también voy…, espero no tener que arrepentirme.

Por último, Carlos, más comodón y menos campero y cazador, tras repetir varias veces que estaban locos, dijo:

- Además, os voy a decir una cosa a los dos: todos los pájaros que matéis, me los comeré con plumas.

El tío Jerónimo, como buen anfitrión, le dio a mi padre el Ajumao, pájaro curtido en mil batallas, mientras él se reservó un pollo de dos celos al que ya le había tirado alguna que otra vez y pintaba muy bien. A mí, por supuesto, me quisieron dejar en la casilla, pero mucha lata les daría que, al final, mi tío Jerónimo, cargó conmigo.

Como la mañana no pintaba demasiado bien, dispusimos no alejarnos mucho, así que se decidió ir al alcornocal, que estaba próximo a la casa. El tío y yo nos fuimos a la linde con Tierras Nuevas y mi padre se fue frente a nosotros, pegado al Cerro Blanco, pero con distancia suficiente para que no se escucharan los reclamos.

El monte del aguardo estaba muy mojado, por lo que al meternos dentro, nos pusimos un poco más calado de los que ya íbamos. Nos sentamos sobre las piedras que había allí para esos menesteres, tras haberlas secado un poco con la funda del pájaro. El tío Jerónimo cargó su escopeta Indian del veinticuatro, a la vez que inundaba el ambiente con el humo de otro de sus inseparables “ideales”.

No pasó mucho tiempo, cuando mi padre, que debió llegar antes que nosotros, pegó el primer “zambombazo”, mientras el tío Jerónimo daba las últimas “chupadas” a la colilla del cigarro. Al oírlo, me guiñó el ojo, como diciendo: - ¡ya hay plumas! Al poco rato, de nuevo volvió a escucharse el estruendo de un nuevo tiro y fue entonces cuando mi tío Jerónimo, con el dedo perpendicular sobre la boca, para que no fuera a hablar, me hizo señales de que había pájaros cerca. Miré por un pequeño agujero que había entre la vegetación del puesto y vi cómo una pareja iba rauda y veloz para el matojo (farolillo). Tras recibirlos el pollo de pluma, sin muchos aspavientos, el tío disparó e hizo carambola. Su cara de satisfacción le hizo dibujar una sonrisa, que le llegaba de oreja a oreja. A la vez, y en voz baja, me dijo.

- Como mi “cuñao” Carlos esté pendiente de la película, tendrá un “cabreo” que no veas.

Había dejado de llover momentáneamente y se abría alguna que otra clara en el cielo, aunque la humedad y el frío eran bastante curiosos. De vez en cuando, alguna que otra gotera del alcornoque que teníamos al lado nos caían en la nariz, para enfriarla un poco más de lo que la teníamos. Pero el puesto se presentaba muy bueno, porque al poco rato otro macho canta a poca distancia y, el pollo, con bastante templanza, lo metió en la plaza. El tío Jerónimo, tras dejarlo un buen rato, porque traía mucho celo, se lo mató pegado al matojo.

Pero como dice el refrán: - “no hay clara que no sea p…”, la lluvia empezó de nuevo a caer, por lo que el tío dio por terminado el puesto. Mientras se acercó al reclamo y le enseñó el último macho, mi padre volvió a disparar, con lo que ya eran cuatro.

Se encendió otro “ideal”, se echó pájaro a las espaldas y me dio las montesinas para que las llevara hasta la casilla.

Aligeramos la cuesta abajo que nos conducía hasta la linde de la finca de Valeriano y allí, debajo del troncón de un enorme alcornoque, esperamos a mi padre, el cual no tardó mucho en aparecer. Como también venía bastante mojado, cuando llegó a nuestra altura, se sacudió un poco la gorra, se limpió la cara con el pañuelo y nos enseñó las dos colleras que había matado. A continuación, estuvo un buen rato “poniéndole flores” al puesto que había dado el Ajumao y diciéndonos que con ese pájaro, lo difícil era no tirar y, todo ello, con una sonrisita delatadora del cachondeíto que habría cuando llegáramos a la casilla y se enterara Carlos de lo que tenía que “comerse”.

Con estas trazas, fuimos acercándonos al cortijo por la “verea” que une el olivar con la huerta de la finca, que termina a la espalda del caserío. Cuando estábamos cerca de ella, salí corriendo y abrí la cancela que comunicaba la trasera de la casa con la cuadrilla y el gallinero y, allí, apoyado a la esquina del caserío, estaba Carlos con la cara un poco desquiciada.

En cuanto nos vio, y tras escuchar lo que había pasado, dobló la esquina hacia atrás a la vez que el tío Jerónimo y mi padre, tras decirle varias veces que no se fuera, empezaron a cantarle:

 ¡Me los comeré con plumas, me los comeré con plumas, me los comeré con plumas…! 
Carlos, un poco cabreadillo y sintiéndose esclavo de sus propias palabras, se había parapetado en la puerta de la casilla, con el codo sobre una de las esquinas y, con cierto aire de derrotismo por un lado, y ganas de justificación por otro, se dirigió a su “cuñao” Jerónimo diciéndole:

- Jerónimo, si me llegas a dar a mí el Ajumao, no me hubiera quedado en la casa. 

La “película” no fue a más, ante todo porque como recoge nuestro refranero popular: “entre familia no hay quimeras”. Pasamos dentro de la casilla, dejamos todos los “trastos” a la entrada de la cuadrilla, nos acercamos a la candela para entrar en calor y nos hartamos de reír mientras mi padre, contaba las excelencias del Ajumao y Carlos sacaba la botella de aguardiente de guindas La Violetera, para tomar las copillas y librarse con ello, de la “tensión de las plumas”.

jueves, 6 de mayo de 2010

LA ARTESANÍA DE LA PIEL EN EL RECLAMO.


La piel, desde que el hombre es hombre, le ha servido primero como ropa de abrigo y, luego, con el transcurrir de los siglos, como complemento de su vestimenta y accesorio para infinidad de cosas.

Uno de ellos y fundamental, ha sido su utilización para la confección de diferentes objetos y complementos para la caza en general, y la del reclamo en especial.

En muchas zonas de España, de Andalucía y de Huelva en particular, desde siempre ha habido gran cantidad de empresas y particulares que se han dedicado a la guarnicionería o artesanía de la piel. Primeramente, todos los trabajos se hacían a mano, pero hoy día, el progreso ha traído la máquina de coser y con ella otra la forma de darle vida a los diferentes trabajos.

Yo, desde hace bastante años, he tenido en la artesanía de la piel uno de mis muchos hobbies. Con aprendizaje totalmente autodidacta, he ido haciendo infinidad de artículos de caza para uso personal, de familiares y de amigos y conocidos. En un primer momento, cosía todos los trabajos de forma manual. Luego, con el paso del tiempo, me fui acomodando a la rapidez y facilidad de la máquina.

Hoy día sólo hago cuatro “cosillas” para compromisos muy especiales; ya que este trabajo, como otros que fijan en demasía la vista, terminan por ir deteriorándola poco a poco, y está claro, que no está la cosa como para jugar con ella.

Valgan estas imágenes como una  pequeña muestra de los cientos y cientos de trabajos que he hecho a lo largo de los años que, en contra de lo que pueda parecer, más que dejarme alguna que otra pesetilla, me han costado bien las "perras", ya que, la inmensa mayoría han sido para mí y regalos para familiares o buenos amigos/as.

La primera, reúne varios artículos relacionados con la caza en general y unos tirantes rocieros.


Estas otras, recogen diferentes accesorios que se utilizan en la caza de la perdiz con reclamo.

















Estas últimas imágenes, corresponden a dos zahones rocieros. El primero de ellos, cosido a mano, se los hice a mi hija Raquel en el verano del 93. El segundo, hecho el año pasado, es un regalo para un buen amigo de Cortelazor (Huelva).