Currillo se había criado como el resto de sus
cinco hermanos, de choza en choza. Su padre, Francisco, Frasco el Pastor, como todo el mundo lo conocía,
ejercía dichas labores con un buen rebaño de ovejas y algunas cabras. Su madre,
Petra -Petra la de Frasco-, se dedicaba al cuido de los hijos, a ordeñar las
ocho ovejas y dos cabras, que le permitían tener para el avío de casa y hacer
aquellos quesos riquísimos que se los vendía a Ricardo, el encargado de la
finca, o en el pueblo, cuando iba a comprar lo necesario para la subsistencia.
Además, Petra, algún día en semana, se acercaba al cortijo de la finca para
adecentarlo. Ambos llevaban trabajando toda la vida para unos marqueses, los
dueños de las tierras, que residían en Madrid y a los que nunca habían tenido
el gusto de conocer.
Aunque nunca fue a la escuela, Currillo era un
chaval, quince años, “listo como el hambre”. Lo que sabía de libros, que no era
mucho, se lo había enseñado Ricardo que, al no tener hijos, lo quería como un
padre y nunca escatimó nada que ofrecerle al bueno de Currillo.
El muchacho, cuando llegaba el mes de junio,
le “arrimaba” a su padre cuatro o cinco perdigoncetes que criarían entre los
dos y luego venderían a los aficionados lugareños, para con ello ayudar a su
estrecha economía. Por cierto, siempre procedían de La Solana de las Retamas, que era el lugar de la finca donde le
gustaba coger los pollos, porque de siempre habían tenido fama los pájaros de
aquella zona por su valentía, belleza y mansedumbre.
Aparte de ayudar a su padre con el ganado, era
él el encargado de cuidar a aquellos noveles y a Solano, un pájaro que había quedado sin vender tres años atrás,
porque al criarse un poco raquitiquillo, parecía hembra. Pero luego, al estar
solo y recibir todas las atenciones del mundo, desarrolló de tal forma que se
le metía por los ojos a todo el que lo veía y al que le había puesto ese nombre
por su lugar de procedencia.
Como Currillo se había encariñado con él, su
padre, para no darle un disgusto, no lo había querido vender y luego, tras
varios puestos que Frasco y su hijo daban a escondida, se habían dado cuenta
que estaban ante una verdadera maravilla de pájaro, por lo que decidieron no desprenderse
nunca de él.
Ricardo, el encargado, que conocía la afición
que ambos tenían a la caza, cuando Petra le traía los quesos, siempre le daba
unos cuantos cartuchos recargados, no sin antes recordarle:
-Petra, dile a tu marido y a Currillo que
tengan cuidado con la escopeta, que solo maten para casa. No me gustaría que
llegara a oídos de don Evaristo, el administrador de los marqueses, que se
vende cacería de la finca. Además, me he enterado que dan algunos puestos y la
jaula es cosa sagrada solo para D. Evaristo y sus invitados.
Por aquellos entonces y por indicaciones de D.
Joaquín, el médico del pueblo, Chari, la hermana menor de Currillo, que ya
hacía tiempo que arrastraba grandes dolores de cabeza por culpa de la vista,
tenía que ir frecuentemente a la capital acompañada por su madre, para pasar
revisiones y comprarle unas gafas adecuadas para solucionar el problema.
En una de aquellas visitas, D. Joaquín, que
era muy aficionado a la cuelga y que se había enterado por las consultas a
otros trabajadores de la finca que Frasco tenía un gran reclamo, le propuso a
Petra que su marido le vendiera el pájaro.
-No creo que mi marido quiera venderlo
-respondió Petra-. De todas formas, como vamos a necesitar dinero para lo de la
niña, a lo mejor cambia de opinión y se decide a vendérselo, siempre que
Currillo lo acepte, porque él lo cogió, él es el que lo cuida y, por tanto, le
tiene mucho cariño.
Por el camino, Petra le daba mil y una vuelta
a la cabeza sobre cómo plantearle lo del médico a Frasco. Sabía de más la
respuesta que recibiría, pero también tenía claro que necesitaban aquel dinero
para su hija. Así que, en cuanto llegó al campo y vio a su marido, le comentó:
-Frasco, D. Joaquín me ha dicho que te quiere
comprar el pájaro del niño. Tendremos que pensarlo, porque necesitamos el
dinero para nuestra Chari.
-Por mí no hay problema -respondió Frasco-,
aunque me va a costar trabajo desprenderme de él, pero Currillo..., no sé lo que dirá.
El chaval, que estaba fuera cuidando los
pájaros, y que había escuchado la conversación de sus padres, respiró hondo porque
se había quedado más que helado -aquello era una faena para él-, entró a la choza
y dirigiéndose a los dos, les dijo:
-Mañana, cuando vayamos al pueblo con los
quesos, veremos a don Joaquín y le diremos que le vendemos a Solano, pero nunca por menos de
quinientas pesetas, que es lo que se está pagando por un reclamo de la calidad
del nuestro. Con ese dinero habrá suficiente para los viajes, las consultas y
las gafas de mi hermana.
Sus progenitores se miraron y no dijeron nada,
porque un nudo en la garganta se lo impedía, a la vez que unas grandes lágrimas
de alegría y satisfacción corrían por las mejillas de Petra que, saltando de
uno de los banquillos donde estaba sentada, se abrazó a Currillo, mientras le
decía con voz entrecortada:
-Eres un cielo, no esperaba menos de ti.
Al día siguiente, hablaron con el médico que,
por supuesto, no puso el menor reparo al precio y quedaron para probar el
pájaro, por cuestión de protocolo, ya que él sabía más que bien lo que iba a
comprar. Además, le regaló un pollo de dos celos para que lo vendieran junto
con los demás, porque a él no le acababa de convencer.
Cuando llegaron a la finca, le estaba
esperando Ricardo, el encargado que, tras los ¡buenos días! de cortesía y
dirigiéndose a Currillo, le dijo:
-Llevo un rato esperando a tu padre y no acaba
de llegar. Vengo a decirle que D. Evaristo se ha enterado de las magníficas
cualidades de Solano y quiere que se
lo repaséis, que él os dará una buena propina.
Currillo salió corriendo a buscar a su padre y
contarle lo del administrador de los marqueses. Frasco, en cuanto se enteró del
problema, y muy a pesar suyo, no tuvo más remedio que asentir y tratar de
consolar a su hijo.
-Currillo -le dijo su padre-, no tenemos otra
alternativa que dejar que D. Evaristo pruebe el pájaro y esperar que nos haga
un regalito, aunque con lo tacaño que es, no nos dará para lo de tu hermana,
pero a los pobres no nos queda otra alternativa que actuar así. Currillo,
aunque a regañadientes y refunfuñando, comprendió la situación y no pudo negarse
al planteamiento de su progenitor.
El sábado siguiente, muy temprano, Currillo
esperó en el cortijo a don Evaristo que llegaba a la finca, como todos los
años, a pasar una temporada colgando el reclamo. Solano venía en su jaula de siempre, una hecha con dos tapas de
corcho y unas varetas de olivo que le servían como alambres, pero aun así y sin
sayuela, no daba el más mínimo bote. Esto y un color aterciopelado en todas sus
plumas hacían de él una verdadera maravilla para quien lo observara.
El administrador, con aspecto despegado y
distante, saludó a los que le esperaban y, rápidamente, con una cara de
satisfacción que le llegaba de oreja a oreja, mientras cambiaba de jaula al
reclamo, se dirigió a Currillo diciéndole:
-Niño, ¿de dónde has sacado este pájaro que
todo el mundo habla de él y no acaba?
-No es para tanto, D. Evaristo. Solo es un
buen reclamo que tiene algunas manías, como todos los demás.
-De todas formas, cuando veas a tu padre, le
dices que venga a la hora de la comida, que tenemos que hablar de Solano.
Poco después, el encargado que le tenía
aparejada una yegua, lo condujo a un colgadero de la finca en donde las
perdices abundaban y siempre habían sido muy valientes.
Cuando llegaron, Ricardo se puso a arreglar un
poco el aguardo, situado en un altozano con una buena oída y rodeado de una
recién nacida siembra de trigo. Luego, tras ayudar a D. Evaristo a meterse en
el mismo, colocó al reclamo en el repostero, le quitó la funda y se introdujo
junto a él en el puesto.
Solano, como
hacía siempre, salió con rapidez y, al poco tiempo, una pareja que debería
estar en las proximidades, se vino de vuelo ante aquel meloso canto, yendo a
caer en todo el centro de la plaza. D. Evaristo, nervioso por el aleteo y el
“pichó, pichó, pichó…” de las campesinas, y sin darle tiempo al reclamo para
que los tomara como debe ser, disparó precipitadamente y aquella collera salió
con estruendoso vuelo para no dar más la cara en toda la mañana. Pero al poco
rato, Solano, que había cargado el
tiro como si no hubiera pasado nada, volvió
meter otro par en la plaza y D. Evaristo volvió a hacer de las suyas
ante la perpleja mirada de Ricardo, el encargado.
Esta vez, uno de ellos se quedó dando saltos y
tuvo que rematarlo con un segundo tiro. Solano,
de nuevo, recibió este nuevo disparo con un cuchicheo bajísimo y así siguió
hasta que un garbón solitario, con un reclamo avasallador, se presentó enmoñado
delante de la jaula y D. Evaristo, esta vez sí, lo dejó “seco”.
El pájaro, que seguía con su recital, volvió a
meter una hembrilla y el administrador, ya mucho más relajado, volvió a
abatirla sin que moviera una pluma.
Ricardo, por indicación de su jefe, salió del
puesto, enfundó al reclamo y, dirigiéndose a él, le dijo:
-D. Evaristo, ¡menudo pájaro va a tener usted!
-¡Ni que
lo digas! -le respondió-, ¡ni que lo digas!
Ya en la casa, mientras tomaban buenos tragos
de vino y contaban las excelencias de Solano,
Frasco, que había llegado para saludar a don Evaristo, casi en posición de
firme y con la boina en la mano le dijo:
-¡Buenas tardes D. Evaristo, sea usted
bienvenido! ¿Y el pájaro…, qué tal se ha
portado?
-Calla Frasco, calla. Solano no es un pájaro, es una bendición, y eso que no me he
portado con él todo lo bien que debería haberlo hecho.
Luego, metiéndose la mano en el bolsillo y con
cierta altanería, sacó un pequeño monedero de piel y, dándole cinco pesetas de
las de papel, le dijo:
-Toma Frasco, para que luego digas que no soy
espléndido y agradecido con los buenos amigos como tú.
Frasco, haciendo un pequeño gesto de sumisión,
cogió aquel dinero que realmente necesitaba, a la vez que se acordaba de “to
los santos” de D. Evaristo, el cual lo despidió hasta otro día, mientras
continuaba de tertulia con Ricardo y otros conocidos.
Al alejarse del caserío, Currillo, que lo
estaba esperando le mostró la vieja jaula de corcho con un pájaro dentro.
-¿Y eso, Currillo? ¿Qué haces aquí con la
jaula y ese pájaro?
-No, papá. No es cualquier pájaro. Es Solano -le respondió Currillo.
-¿Eso cómo va a ser? Solano lo tiene D. Evaristo en el cortijo, metido en una de sus
jaulas.
-No, papá. Estuve escuchando toda la historia
y no podía permitir que semejante roñoso matarife se quedara con Solano, así que fui por el pollo que me
había regalado el médico y, en un abrir y cerrar de ojos, entré en el cuarto
donde estaban los reclamos y nuestro pájaro volvió a mis manos. ¡Ese tío seguro
que no notara nada! Ahora sí se lo podremos vender a D. Joaquín y así costear
los gastos de Chari.
Frasco, aunque no muy contento y un poco
medroso con lo ocurrido, lo dio por bueno y máxime sabiendo la forma de actuar
y pensar del administrador de los marqueses.
A los dos o tres días, volvió Frasco al
cortijo y, con gesto compungido y aguantando el tipo, escuchó el relato que con
tono abatido y apesadumbrado le refería D. Evaristo.
-Amigo Frasco, ya te lo dije el otro día. Creo
que no hice bien las cosas en el primer puesto que le di a Solano. Lo he vuelto a colgar tres o cuatro veces más y no me ha
abierto el pico. Así que lo meteré en tierra y lo dejaré para el próximo año a
ver si cambia de actitud.
A los pocos días, D. Joaquín, el médico, no
sin antes haber jurado mutismo total, probó a Solano, que para no ser menos que en la vez anterior, metió en la
plaza dos parejas y una hembra que, por supuesto, “no dijeron ni pío”. El
trato, aunque lo habían fijado en quinientas pesetas, no fue impedimento para
que D. Joaquín le diera seiscientas y, con ello, ayudar a los gastos de la
niña.
Fueron pasando los años y D. Evaristo solo
sabía quejarse ante Frasco de lo mal que lo hizo con Solano, que nunca más volvió, y siempre siguiendo las palabras del
administrador, a dar un puesto en condiciones. Por el contario, D. Joaquín, el
médico del pueblo, disfrutó largos años de la inmensa calidad de dicho reclamo
y siempre le dispensó a aquella familia todos los favores que necesitaron.