viernes, 23 de julio de 2010

KIOSCO CASTAÑA. UN LUGAR DE TERTULIAS JAULERAS.


Desde hace bastantes años, el Kiosco Castaña, a la entrada de la Avenida de la Ría, en Punta Umbría, ha sido y sigue siendo,  para el amigo Raimundo Alaminos, -criado en esta localidad-y para mí, un lugar de encuentro casi diario, en donde, entre las 11 y las 12 de la mañana, con una copilla por delante, recordamos y volvemos a recordar infinidad de historias que a ambos nos han ocurrido en nuestra ya larga vida como jauleros y soñamos con el presente y futuro de nuestra afición cinegética.

Este conocido y céntrico Kiosco, atendido formidablemente por "Jose" y "Migue",   sobrinos del dueño fundador, a diferencia  de los otros muchos que existen en esta población costera onubense, enfocados hacia el turismo, es lugar de encuentro de los muchos marineros lugareños que van a tomar el café o la copa una vez terminada la faena o antes de comenzarla.




Pues, como queda recogido en un principio, Raimundo y quien escribe, nos vemos casi a diario -con algunos agregados muchas veces-, y charlamos sobre las cosas de nuestra afición. Es más, hay anécdotas e historias, aunque ya archiconocidas y archirrelatadas, las volvemos a revivir cada año como el primer día.


Frente a nosotros, la maravillosa Ría de Punta Umbría y atracadero de infinidad de embarcaciones tanto recreativas como de pesca.





Al otro lado de la ría, tras cruzar la Avenida del Océano, nos encontramos con las inmensas playas de esta bellísima localidad.




miércoles, 21 de julio de 2010

"BIENNACIDO"


Esta historia se remonta allá por finales de los años cincuenta y tiene como protagonistas a mis abuelos Rita y Vicente, su finca La Atalaya (Constantina/Sevilla) y, por supuesto, a “Biennacido”, aquel reclamo en el que el abuelo puso todas sus esperanzas, pero que nunca llegó a saber o no si estaba ante un pájaro de bandera.

Aquella noche de bien entrado el mes de marzo, el abuelo, al calor de los troncos de encina, que de vez en cuando chisporroteaban al caerle algunas gotillas por la chimenea, producto de fina lluvia que nos acompañaba desde hacía horas, nos contaba a los allí presentes sus historias de siempre y algunos lances de la temporada, mientras limpiaba la vieja “Jabalí” y cubría su punto de mira con un trozo de papel de fumar empapado en saliva para ver mejor a la hora de apuntar y con ello que no se le fueran tantos pájaros en los puestos, como solía ocurrir. Además, por la mañana iba a dar el puesto de alba en el rincón del olivar de Marín, según comentaba.

Aunque le dije varias veces que me llevara, me respondió siempre que era muy temprano, que pasaría mucho frío y que me mojaría, porque la cosa no iba a cambiar mucho.

Tras acostarme, entre “pitos y flautas”, no pude pegar ojo en toda la noche. Por un lado el ruido que produce la lluvia al caer sobre los tejados y por otro la jodienda de no poder acompañar al abuelo a dar el puesto, me hicieron escuchar todos los cantos de los gallos que dormitaban en un gallinero próximo y los ladridos de la Litri y Chamaco, los mastines que tenían los abuelos en el campo para que impusiera respeto a las alimañas.

Como el abuelo dormía en la habitación contigua, tenía la idea en la cabeza que en cuanto lo sintiera levantarse, me vestiría y lo esperaría. De esa manera y a esa horas, no me diría que no.

Y así fue. En cuanto se levantó y empezó a toser, quizás por los efectos de los “cuarterones de tabaco” que se fumaba, comencé a vestirme con mucho cuidado para que mis padres no se enteraran.

Cuando pasó por mi habitación, salí detrás de él y en cuanto me sintió, me dijo:

- Niño, ¿estás loco?, ¿sabes la hora que es?

- Sí, abuelo, -le respondí-, pero quiero ir contigo a colgar.

Mis padres, todavía acostados, al escuchar el asunto, no pusieron muchas pegas, porque sabían que estaba en buenas manos y a mí aquello me encantaba.

Mientras desayunábamos nuestro tazón de café con “rebaná”, Manuel González, Manolillo como le llamábamos todo el mundo en nuestra familia, obrero del campo que estuvo en la finca casi toda la vida, donde aprendió a leer y escribir sin pisar la escuela, aparejó a Platanero, el burro que siempre acompañaba al abuelo, porque de pies tampoco andaba muy bien.

El abuelo enfundó a Facultades, pájaro de bandera que nos dio muchas días de gloria y al que él le tenía especial cariño.

Recuerdo que por el camino, todavía noche cerrada, el canto no muy lejano de un cárabo me hizo sentir bastante miedo, a pesar de que iba agarrado al abuelo y sentado tras él en la culata del burro.

Todavía a dos luces, cuando estábamos metidos en el puesto de monte y ya Facultades había empezado a llamar a las campesinas, una pareja que no estaría muy lejos y que habría dormitado por allí, empezó a dar señales de vida.

Al poco tiempo, y cuando el sol todavía no había aparecido en el horizonte, la pareja yacía boca abajo frente a Facultades, que con su exquisito entierro, proclamaba su triunfo en aquella mañana plomiza.

No mucho más tarde, como el campo había enmudecido por completo y empezaron a caer unas gotitas, el abuelo, tras haber liado y consumido un buen cigarro, dio por terminado el puesto. Además, tenía prisa porque quería acercarse al pueblo para comprar trigo y maíz para los animales.

Cuando llegamos a la casilla de la finca, la abuela Rita que ya estaba levantada y la noche anterior había puesto garbanzos en remojo para hacer un puchero, le dijo al abuelo tras enterarse de cómo había ido el puesto:

- Vicente, pélame una de las perdices para echársela al puchero. ¡Qué sea el macho, que siempre es más grande!

- No, Rita, -respondió el abuelo-, el macho se lo voy a dar a Manolillo al que hace mucho tiempo que no le regalo ninguna perdiz, y éste precisamente es grande como un gallo.

El abuelo peló la hembra y cuál no sería su sorpresa, que al sacarle las tripas, se dio cuenta que tenía en la overa un huevo sin el más mínimo rasguño y totalmente formado que seguramente lo iría a poner aquella mañana, si no se hubiera topado con Facultades.

Lo miró y remiró con exquisito cuidado, lo limpió con un trapo y nada…, estaba perfecto.

- Rita, -le dijo a la abuela-, mira que cosa más rara, la perdiz que he matado traía un huevo entero y se lo he podido sacar sin estropearlo. Como hay una “americana” clueca que la quiero echar, aprovecharé y le añadiré éste también, a ver si tenemos suerte y lo saca.

Al mediodía, cuando volvió del pueblo, fuimos al gallinero, que tiempos atrás habían construido él y Manolillo, y… efectivamente, la “americana” estaba en unos de los nidales, clueca y sobre los huevos de la puesta de la mañana.

La cogió con cuidado y la llevo al pajar, lugar en donde él solía echar las gallinas y las pavas para que incubaran. Le preparó su nidal y le puso el huevo de perdiz con cuatro o cinco de madera pintados en blanco que utilizaba para estos menesteres. A los dos días le añadiría los demás de gallina para que todos salieran a la misma vez.

El tiempo fue transcurriendo y una mañana de fin de semana, cuando yo estaba en el campo, mientras desayunaba, me dijo:

- Niño, ya están naciendo los pollos de la gallina americana.

Mi alegría fue inenarrable. Lo único que quería era verlos, pero el abuelo no me dejó para que estuvieran tranquilos en aquellos momentos tan cruciales de sus vidas y de camino no molestar a la gallina para que no fuera a aborrecerlos.

Antes de almorzar me llevó al pajar y ya la gallina realizaba las funciones de madre con sus pollitos todavía torpes, pero preciosos, y entre ellos estaba nuestro perdigón, al que el abuelo bautizó en aquel momento como “Biennacido”.

Los cogimos a todos, los metimos en un canasto de varetas de olivo y los llevamos junto con la madre a un encerrado de tela metálica que el abuelo tenía para ello, mientras los pollos salían de “culeros” y se desarrollaban un poco.

En aquellos días, mi trabajo no era otro que el de ayudar al abuelo en sus tareas con los pájaros, y entre ellas la que más me gustaba: coger saltamontes que, por cierto, los había por miles en aquella época y gusanos de cardos para echárselos a los pollitos y a “Biennacido”.

Pasó el tiempo, y cuando la gallina abandonó a los pollos por ser ya grandecitos, el abuelo lo apartó de sus “primos hermanos” los “americanos” y lo juntó con otros cuatro o cinco perdigones que el bueno de Manolillo le había cogido y los tenía en otro sitio.

Al ser el más grande de todos, nunca hubo la más mínima duda de quién era “Biennacido”.

Desde los primeros momentos se mostró un pollo noble y bastante manso, y al estar muy bien cuidado, había desarrollado de tal forma, que parecía el padre de sus hermanos.

En cuanto escuchaba a los viejos reclamos, no tardaba en pregonar su presencia con un repertorio digno del mejor campero: canto de mayor fuerte y pausado y cuchicheo melodioso y suave. El abuelo estaba loco con él. Cada dos por tres se paraba a observarlo, ensimismado por su belleza y mansedumbre.

Poco a poco fue vistiéndose con su plumaje definitivo y unos espolones incipientes no hacían más que reafirmar la autenticidad de su sexo.

Nunca le faltó la más mínima golosina: habas y garbanzos remojados, lechuguetas, amapolas, hojas de rábanos y, por supuesto, las primeras bellotas cuando el otoño de aquel año se fue asentando.

Pero, un buen día, supongo que de primeros de diciembre, que era cuando el abuelo recortaba los pájaros más nuevos, ya que “los figuras” ya lo estaban desde inicios del otoño para aprovechar el “celo del rabanillo”, al verlo llegar del campo con la cara un poco seria y con no muchas ganas de hablar, talante en él poco habitual, le pregunté tras haberlo observado detenidamente:

- Abuelo, ¿pasa algo?

- Nada, niño, nada, -me respondió.

- No me mientas abuelo, sé que algo te pasa, te conozco demasiado bien para que me engañes.

- Pues bien, -dijo el abuelo-, te lo contaré, pero seguro que te va a dar un buen disgusto.

Tragando un poco de saliva para refrescar su garganta y con voz entrecortada, empezó a relatarme:

- Esta mañana, al coger a “Biennacido” para recortarlo y meterlo en la jaula, se me ha escapado y ha salido volando. Hemos intentado cogerlo durante todo el día, porque estaba alrededor de la casilla, pero al final dio un voletío grande y despareció por el castañar. Fuimos hasta allí a buscarlo Manolillo y yo, pero nada…, como si se lo hubiera tragado la tierra.

Tras un silencio continuado, me contó todo lo sucedido. Luego, me dio unos golpecitos cariñosos en la cara, y después de cogerme de la misma forma por el brazo, me dijo:

- ¡Joder, niño…, con la ilusión que teníamos!

lunes, 19 de julio de 2010

UN ALTO EN EL CAMINO


Las parejas, cuando los años empiezan a pasar por nuestro lado de una forma vertiginosa, necesitamoa -en mi humilde opinión-, alejarnos unos cuantos días del quehacer cotidiano y de la rutina. Con ello, aparte de hablar del ayer, del hoy y del mañana sin que nadie interrumpa, siempre se tiene la posibilidad de revivir más a menudo esas fantásticas “aventuras” que, aunque un poco dormidas, nunca dejan de rondarnos cuando se está a solas con quien se comparte "algo" más que el vivir en sociedad.

Por ello, mi mujer y quien suscribe, no hemos ido al norte de nuestra querida España (Cuenca, Pamplona, San Sebastián, Vitoria, Santander y Asturias), a olvidarnos de lo de aquí y poder estar durante diez días a solas el uno con el otro.

Valgan estas imágenes como notario de estas formidables jornadas de descanso.








De camino, también nos sentamos a la mesa con buenos platos.





jueves, 1 de julio de 2010

CUANDO LAS NECESIDADES MANDAN


Este relato, al que le tengo un cariño especial por los muchos condicionantes de la vida rural del mismo -que los ya mayorcitos hemos vivido-,  es totalmente ficticio. Sin embargo, el trasfondo de la historia es la realidad de aquellos tiempos. Era nuestra España de aquellas fechas. Esperemos que no vuelva nunca.

Aunque escrito en noviembre de 2009, no lo he colgado antes en el blog, porque lo había mandado en diciembre a la revista Trofeo Caza por si lo tenían a bien publicarlo. Como no ha sido así, hoy lo doy a conocer a todo el que se quiera acercar por aquí.

 
Además, se lo dedico a los trabajadores de aquellos tiempos, que aguataban con humildad y estoicismo todos los abusos a los que eran sometidos por sus “patrones y señoritos”.

Currillo se había criado como el resto de sus cinco hermanos, de choza en choza. Su padre, Francisco, Frasco el Pastor, como todo el mundo lo conocía, ejercía dichas labores con un buen rebaño de ovejas y algunas cabras. Su madre, Petra -Petra la de Frasco-, se dedicaba al cuido de los hijos, a ordeñar las ocho ovejas y dos cabras, que le permitían tener para el avío de casa y hacer aquellos quesos riquísimos que se los vendía a Ricardo, el encargado de la finca, o en el pueblo, cuando iba a comprar lo necesario para la subsistencia. Además, Petra, algún día en semana, se acercaba al cortijo de la finca para adecentarlo. Ambos llevaban trabajando toda la vida para unos marqueses, los dueños de las tierras, que residían en Madrid y a los que nunca habían tenido el gusto de conocer.

Aunque nunca fue a la escuela, Currillo era un chaval, quince años, “listo como el hambre”. Lo que sabía de libros, que no era mucho, se lo había enseñado Ricardo que, al no tener hijos, lo quería como un padre y nunca escatimó nada que ofrecerle al bueno de Currillo.

El muchacho, cuando llegaba el mes de junio, le “arrimaba” a su padre cuatro o cinco perdigoncetes que criarían entre los dos y luego venderían a los aficionados lugareños, para con ello ayudar a su estrecha economía. Por cierto, siempre procedían de La Solana de las Retamas, que era el lugar de la finca donde le gustaba coger los pollos, porque de siempre habían tenido fama los pájaros de aquella zona por su valentía, belleza y mansedumbre.

Aparte de ayudar a su padre con el ganado, era él el encargado de cuidar a aquellos noveles y a Solano, un pájaro que había quedado sin vender tres años atrás, porque al criarse un poco raquitiquillo, parecía hembra. Pero luego, al estar solo y recibir todas las atenciones del mundo, desarrolló de tal forma que se le metía por los ojos a todo el que lo veía y al que le había puesto ese nombre por su lugar de procedencia.

Como Currillo se había encariñado con él, su padre, para no darle un disgusto, no lo había querido vender y luego, tras varios puestos que Frasco y su hijo daban a escondida, se habían dado cuenta que estaban ante una verdadera maravilla de pájaro, por lo que decidieron no desprenderse nunca de él.

Ricardo, el encargado, que conocía la afición que ambos tenían a la caza, cuando Petra le traía los quesos, siempre le daba unos cuantos cartuchos recargados, no sin antes recordarle:

-Petra, dile a tu marido y a Currillo que tengan cuidado con la escopeta, que solo maten para casa. No me gustaría que llegara a oídos de don Evaristo, el administrador de los marqueses, que se vende cacería de la finca. Además, me he enterado que dan algunos puestos y la jaula es cosa sagrada solo para D. Evaristo y sus invitados.

Por aquellos entonces y por indicaciones de D. Joaquín, el médico del pueblo, Chari, la hermana menor de Currillo, que ya hacía tiempo que arrastraba grandes dolores de cabeza por culpa de la vista, tenía que ir frecuentemente a la capital acompañada por su madre, para pasar revisiones y comprarle unas gafas adecuadas para solucionar el problema.

En una de aquellas visitas, D. Joaquín, que era muy aficionado a la cuelga y que se había enterado por las consultas a otros trabajadores de la finca que Frasco tenía un gran reclamo, le propuso a Petra que su marido le vendiera el pájaro.

-No creo que mi marido quiera venderlo -respondió Petra-. De todas formas, como vamos a necesitar dinero para lo de la niña, a lo mejor cambia de opinión y se decide a vendérselo, siempre que Currillo lo acepte, porque él lo cogió, él es el que lo cuida y, por tanto, le tiene mucho cariño.

Por el camino, Petra le daba mil y una vuelta a la cabeza sobre cómo plantearle lo del médico a Frasco. Sabía de más la respuesta que recibiría, pero también tenía claro que necesitaban aquel dinero para su hija. Así que, en cuanto llegó al campo y vio a su marido,  le comentó:

-Frasco, D. Joaquín me ha dicho que te quiere comprar el pájaro del niño. Tendremos que pensarlo, porque necesitamos el dinero para nuestra Chari.

-Por mí no hay problema -respondió Frasco-, aunque me va a costar trabajo desprenderme de él,  pero Currillo..., no sé lo que dirá.

El chaval, que estaba fuera cuidando los pájaros, y que había escuchado la conversación de sus padres, respiró hondo porque se había quedado más que helado -aquello era una faena para él-, entró a la choza y dirigiéndose a  los dos, les dijo:

-Mañana, cuando vayamos al pueblo con los quesos, veremos a don Joaquín y le diremos que le vendemos a Solano, pero nunca por menos de quinientas pesetas, que es lo que se está pagando por un reclamo de la calidad del nuestro. Con ese dinero habrá suficiente para los viajes, las consultas y las gafas de mi hermana.

Sus progenitores se miraron y no dijeron nada, porque un nudo en la garganta se lo impedía, a la vez que unas grandes lágrimas de alegría y satisfacción corrían por las mejillas de Petra que, saltando de uno de los banquillos donde estaba sentada, se abrazó a Currillo, mientras le decía con voz entrecortada:

-Eres un cielo, no esperaba menos de ti.

Al día siguiente, hablaron con el médico que, por supuesto, no puso el menor reparo al precio y quedaron para probar el pájaro, por cuestión de protocolo, ya que él sabía más que bien lo que iba a comprar. Además, le regaló un pollo de dos celos para que lo vendieran junto con los demás, porque a él no le acababa de convencer.

Cuando llegaron a la finca, le estaba esperando Ricardo, el encargado que, tras los ¡buenos días! de cortesía y dirigiéndose a Currillo, le dijo:

-Llevo un rato esperando a tu padre y no acaba de llegar. Vengo a decirle que D. Evaristo se ha enterado de las magníficas cualidades de Solano y quiere que se lo repaséis, que él os dará una buena propina.

Currillo salió corriendo a buscar a su padre y contarle lo del administrador de los marqueses. Frasco, en cuanto se enteró del problema, y muy a pesar suyo, no tuvo más remedio que asentir y tratar de consolar a su hijo.

-Currillo -le dijo su padre-, no tenemos otra alternativa que dejar que D. Evaristo pruebe el pájaro y esperar que nos haga un regalito, aunque con lo tacaño que es, no nos dará para lo de tu hermana, pero a los pobres no nos queda otra alternativa que actuar así. Currillo, aunque a regañadientes y refunfuñando, comprendió la situación y no pudo negarse al planteamiento de su progenitor.

El sábado siguiente, muy temprano, Currillo esperó en el cortijo a don Evaristo que llegaba a la finca, como todos los años, a pasar una temporada colgando el reclamo. Solano venía en su jaula de siempre, una hecha con dos tapas de corcho y unas varetas de olivo que le servían como alambres, pero aun así y sin sayuela, no daba el más mínimo bote. Esto y un color aterciopelado en todas sus plumas hacían de él una verdadera maravilla para quien lo observara.

El administrador, con aspecto despegado y distante, saludó a los que le esperaban y, rápidamente, con una cara de satisfacción que le llegaba de oreja a oreja, mientras cambiaba de jaula al reclamo, se dirigió a Currillo diciéndole:

-Niño, ¿de dónde has sacado este pájaro que todo el mundo habla de él y no acaba?

-No es para tanto, D. Evaristo. Solo es un buen reclamo que tiene algunas manías, como todos los demás.

-De todas formas, cuando veas a tu padre, le dices que venga a la hora de la comida, que tenemos que hablar de Solano.

Poco después, el encargado que le tenía aparejada una yegua, lo condujo a un colgadero de la finca en donde las perdices abundaban y siempre habían sido muy valientes.

Cuando llegaron, Ricardo se puso a arreglar un poco el aguardo, situado en un altozano con una buena oída y rodeado de una recién nacida siembra de trigo. Luego, tras ayudar a D. Evaristo a meterse en el mismo, colocó al reclamo en el repostero, le quitó la funda y se introdujo junto a él en el puesto.

Solano, como hacía siempre, salió con rapidez y, al poco tiempo, una pareja que debería estar en las proximidades, se vino de vuelo ante aquel meloso canto, yendo a caer en todo el centro de la plaza. D. Evaristo, nervioso por el aleteo y el “pichó, pichó, pichó…” de las campesinas, y sin darle tiempo al reclamo para que los tomara como debe ser, disparó precipitadamente y aquella collera salió con estruendoso vuelo para no dar más la cara en toda la mañana. Pero al poco rato, Solano, que había cargado el tiro como si no hubiera pasado nada, volvió  meter otro par en la plaza y D. Evaristo volvió a hacer de las suyas ante la perpleja mirada de Ricardo, el encargado.

Esta vez, uno de ellos se quedó dando saltos y tuvo que rematarlo con un segundo tiro. Solano, de nuevo, recibió este nuevo disparo con un cuchicheo bajísimo y así siguió hasta que un garbón solitario, con un reclamo avasallador, se presentó enmoñado delante de la jaula y D. Evaristo, esta vez sí, lo dejó “seco”.

El pájaro, que seguía con su recital, volvió a meter una hembrilla y el administrador, ya mucho más relajado, volvió a abatirla sin que moviera una pluma.

Ricardo, por indicación de su jefe, salió del puesto, enfundó al reclamo y, dirigiéndose a él, le dijo:
-D. Evaristo, ¡menudo pájaro va a tener usted!

 -¡Ni que lo digas! -le respondió-, ¡ni que lo digas!

Ya en la casa, mientras tomaban buenos tragos de vino y contaban las excelencias de Solano, Frasco, que había llegado para saludar a don Evaristo, casi en posición de firme y con la boina en la mano le dijo:

-¡Buenas tardes D. Evaristo, sea usted bienvenido!  ¿Y el pájaro…, qué tal se ha portado?

-Calla Frasco, calla. Solano no es un pájaro, es una bendición, y eso que no me he portado con él todo lo bien que debería haberlo hecho.

Luego, metiéndose la mano en el bolsillo y con cierta altanería, sacó un pequeño monedero de piel y, dándole cinco pesetas de las de papel, le dijo:

-Toma Frasco, para que luego digas que no soy espléndido y agradecido con los buenos amigos como tú.

Frasco, haciendo un pequeño gesto de sumisión, cogió aquel dinero que realmente necesitaba, a la vez que se acordaba de “to los santos” de D. Evaristo, el cual lo despidió hasta otro día, mientras continuaba de tertulia con Ricardo y otros conocidos.

Al alejarse del caserío, Currillo, que lo estaba esperando le mostró la vieja jaula de corcho con un pájaro dentro.

-¿Y eso, Currillo? ¿Qué haces aquí con la jaula y ese pájaro?

-No, papá. No es cualquier pájaro. Es Solano -le respondió Currillo.

-¿Eso cómo va a ser? Solano lo tiene D. Evaristo en el cortijo, metido en una de sus jaulas.

-No, papá. Estuve escuchando toda la historia y no podía permitir que semejante roñoso matarife se quedara con Solano, así que fui por el pollo que me había regalado el médico y, en un abrir y cerrar de ojos, entré en el cuarto donde estaban los reclamos y nuestro pájaro volvió a mis manos. ¡Ese tío seguro que no notara nada! Ahora sí se lo podremos vender a D. Joaquín y así costear los gastos de Chari.

Frasco, aunque no muy contento y un poco medroso con lo ocurrido, lo dio por bueno y máxime sabiendo la forma de actuar y pensar del administrador de los marqueses.

A los dos o tres días, volvió Frasco al cortijo y, con gesto compungido y aguantando el tipo, escuchó el relato que con tono abatido y apesadumbrado le refería D. Evaristo.

-Amigo Frasco, ya te lo dije el otro día. Creo que no hice bien las cosas en el primer puesto que le di a Solano. Lo he vuelto a colgar tres o cuatro veces más y no me ha abierto el pico. Así que lo meteré en tierra y lo dejaré para el próximo año a ver si cambia de actitud.

A los pocos días, D. Joaquín, el médico, no sin antes haber jurado mutismo total, probó a Solano, que para no ser menos que en la vez anterior, metió en la plaza dos parejas y una hembra que, por supuesto, “no dijeron ni pío”. El trato, aunque lo habían fijado en quinientas pesetas, no fue impedimento para que D. Joaquín le diera seiscientas y, con ello, ayudar a los gastos de la niña.

Fueron pasando los años y D. Evaristo solo sabía quejarse ante Frasco de lo mal que lo hizo con Solano, que nunca más volvió, y siempre siguiendo las palabras del administrador, a dar un puesto en condiciones. Por el contario, D. Joaquín, el médico del pueblo, disfrutó largos años de la inmensa calidad de dicho reclamo y siempre le dispensó a aquella familia todos los favores que necesitaron.


LAS FRASES DEL MES DE JULIO.


Estos son los dos mensajes que  quiero que nos acompañen durante el primer de vacaciones que solemos tener los españolitos

El amigo ha de ser como el dinero, que antes de necesitarlo, se sabe el valor que tiene. (Sócrates.  Filósofo griego).  

Lo que sabemos es una gota de agua; lo que ignoramos es el océano. (Isaac Newton. Matemático y físico británico).