viernes, 4 de marzo de 2011

GALINDO, UN PEQUEÑO GRAN RECLAMO.

El teléfono sonó sobre las ocho y media de la tarde. Al otro lado, mi amigo Julián López que acababa de llegar del campo.

- José Antonio, vente para mi casa que te tengo guardada una cosa que seguro que te gustará –me indicó.

- ¿Y qué es para que lo tengas tan en secreto? –le respondí.

- ¡Tú vente para acá y ya verás cómo no te arrepientes!

Momentos más tarde, cogí el coche y me trasladé a su domicilio.

Una vez en él, me llevó hasta el comedor y, allí, encima de la mesa, tenía una pequeña cajita, sin tapadera, pero cubierta con un trapo.

Amigo -me requirió-, mira a ver si te gusta lo que contiene.

Con gran intriga y nerviosismo me acerqué hasta la mesa y, con mucho cuidado, palpé con los dedos su contenido.

-Joder tío, ¿en dónde los has conseguido? –le pregunté.

Luego, los destapé con suma precaución y, allí bien “liaítos”, había siete huevos de perdiz.

- Mira, esta mañana –volvió a relatarme Julián-, estando con el tractor desmontando un acerado pegado a la carretera, para hacer unos cortafuegos, me llevé “palante un nío” y esos huevos son los que terminaron en buen estado; el resto, tres o cuatro más, quedaron destrozados. Como sé que te ilusionaría, te los he traído.

Y era verdad, aquello me produjo una gran alegría. Luego charlamos un rato sobre lo sucedido y volví a casa.

En cuanto llegué, llamé a otro gran amigo, Juan Antonio García que tenía incubadora y, posiblemente, no la tuviera funcionando en aquellos momentos.

Y así fue. Al otro día, ya estaban conjuntamente con diez huevos más de gallinas americanas, esperando que la suerte les sonriera.

Veintitrés días después, recibí la llamada de Juan Antonio para que me acercara a su casa. Habían nacido seis pollitos, dos días después de que hicieran lo propio ocho americanillos.

Como ya le tenía preparado una gran caja del embalaje de un frigorífico, con su correspondiente bombilla para que los calentara, los perdigoncetes fueron creciendo, poco a poco, sin el más mínimo problema.

Ya en junio, tras trasladarme a Punta Umbría a pasar el verano, la terraza de mi ático fue un lugar ideal para estar aireados y soleados. Allí, fueron realizando la muda y, al final de verano, ya presentaban un aspecto más que pasable. Habían sido tratados con todo el cuidado y cariño que necesitan estos pequeñajos: pienso compuesto, huevos duros picados, verduras y trocitos de fruta de todo tipo, algún que otro saltamontes, gusanos de la harina… En una palabra, habían estado como reyes y, por consiguiente, habían desarrollado lo máximo, excepto uno de ellos que siempre estuvo muy atrasaíllo, un poquillo raquítico y con no muy buen pelaje. Debido a ello, siempre llegaba tarde a las “golosinas” o si cogía algo apetitoso, sus hermanos, abusando de él, se lo quitaban. Por tanto, había que sacarlo muchas veces de la caja y darle de comer aparte para evitar que cada día estuviera más enclenque y terminara por “hincar el sacho”.

Sin embargo, una tarde, cuando volvimos mi mujer y yo de dar un paseo, nos encontramos con un panorama descorazonador. Sara, nuestra pastora alemana, había roto la cadena con la que la habíamos dejado amarrada y los había matado a todos menos a dos que se habían quedado enredados en la malla que le tenía por encima de la caja. Uno de ellos, curiosamente, era el chiquitín de la familia.

De allí, para evitar otro desastre de lo que quedaba, fueron a la jaula y, a los pocos días, Juan Antonio, se llevó el más desarrollado como trato por la incubadora. Por consiguiente, Galindo, como lo bauticé desde aquel momento, debido al personaje que salía en un programa de televisión junto a Javier Sardá, y con serias dudas sobre su sexo, fue lo que me quedó de aquellos siete huevos que me habían regalado.

Esa cautela de si macho o lo contrario, con el paso del tiempo, no desaparecía: un poquillo bravo, chiquetuelo, plumas poco atractivas, patas pequeñas y, lo que es peor, cante tirando a hembra. De espolones, no hablemos, raso como una tabla.

Con estos condicionantes, nos metimos en la cuelga y, aunque había desarrollado un pelín, quien lo veía, lo tenía claro: una Pepa y, si escuchaba su canto, todavía más claro.

Pero un buen día de febrero, casi a finales de veda por más señas, al cambiarlo en casa de lugar, su nuevo vecino de jaulero se abulanó para achantarlo, pero nunca más lejos de la realidad. Nuestro “amigo”, el último de la fila, ante la incredulidad mía por un lado y la alegría posterior por otra, comenzó a ahuecar las plumas, ante mi maravillosa sorpresa, mientras un suave cuchicheo brotaba de su garganta. Aquello era la “milagrosa prueba del algodón”: aquel raquítico y canijo perdigoncete, el patito feo de la familia, era un macho como una catedral. No era un cromo, sino todo lo contrario. Pero eso no quita que, en aquel pequeño cuerpo, hubiera madera para construir un buen mueble.

No salió al campo ese año porque existía el miedo de que un buen “miura”, de espolones retorcidos, lo achantara. Sin embargo, después de una buena muda, y una alimentación adecuada, desarrolló bastante y fue transformándose poco a poco en un pájaro serio, pequeño como desde el principio, pero con una pinta envidiable. Su cante, aunque nunca dejó de ser ahembrado, tenía algo que gustaba. Además, había cierto encanto en él, que invitaba a soñar como en los cuentos de hadas.

Siguiendo la tradición que siempre escuché a mi maestro en estas lides, mi abuelo Vicente, dejé que transcurriera el tiempo hasta que él y el campo entraran en “sazón”. Galindo, con el paso de los días, comenzaba a denotar unas cualidades fuera de lo común y, entre ellas, una que destacaba sobremanera: su admirable tranquilidad cuando escuchaba la algarabía que muchas veces armaban los veteranos de mi jaulero, lo que me indicaba que, si no era mudo en el campo, podría llegar a ser un “espada” de primer nivel.

Su “debut con picadores” llegó en una preciosa y apacible tarde de primeros de febrero -debía correr mediados de la década de los noventa- y, un calvero sobre una loma del eucaliptal de la finca La Rebolla (Alosno), fue la “plaza” elegida.

Galindo, estuvo tranquilo durante un buen rato, pero sin cantar, quizás debido a ese “algo” que tienen los eucaliptos que hace que muchos “figuras” fracasen estrepitosamente con este tipo de arboleda. Pero, no era el caso. A los pocos minutos, con un poco de miedo metido en el cuerpo, fue erguiéndose poco a poco en la jaula y ese canto de mayor tan especial que le acompañó, empezó a brotar de sus adentros. Luego, fue perdiendo, poco a poco, su recelo inicial y comenzó a comportarse como todo un veterano.

Cuando ya había pasado un buen rato y Galindo proseguía con su “tarea”, desde el Cabezo Candil, como a unos doscientos metros de distancia, recibió respuesta de un macho que, después de intercambiar con la jaula unos minutos de tira y afloja, con ese sonido tan característico que producen las patirrojas en su majestuoso desplazamiento por el aire y el no menos intimidatorio pichó, pichó, pichó...., vino a ampararse en la espesura del monte, a unos seis u ocho metros tras el aguardo. El reclamo que, en un primer momento, se había quedado un poco achantado, por la impresión del vuelo y el “pichoteo” que lo acompañaba, volvió a erguirse en la jaula y, con una tranquilidad pasmosa, más su casi imperceptible y peculiar cuchicheo, hizo que aquel garbón confiado por lo que erróneamente se figuraba, con piñoneo intimidatorio y el ruido que producían sus pisadas en la hojarasca seca, se presentara en la plaza con la seguridad de su victoria.

Galindo, en una demostración de saber estar y, lejos de amedrentarse, ante las acometidas del campero, con ala a rastras incluida y afilándose el pico de vez en cuando, lo recibía suavemente de plumas y picoteando la esterilla. La faena hasta entonces, había sido perfecta, pero faltaba la “estocada final” como colofón de la misma. Y ella llegó tras el estruendo del tiro, con un entierro en toda regla. Ni hubo botes, ni silencio, sino todo lo contrario. Una actitud estatuaria más un dulce y llamativo cuchichi, cuchichi, cuchichi..., puso fin a la misma. Luego..., casi una hora sin escuchar nada. El campo había enmudecido. De esta manera, sobre las seis y media, con el fresquillo de la tarde acariciándome la cara, salí del puesto y, con palabras cariñosas y tranquilizadoras a la vez, me acerqué para enfundarlo, mientras él, un poco achantado en la jaula, pero sin un sólo bote, daba por finalizado su prometedor debut.

Tristemente, ahí se quedó. Sólo en eso: en un buen estreno, ya que unas fuertes “caguetas”, se lo llevaron por delante a comienzos de verano. De esta forma, no llegué a saber el techo que alcanzaría, pero sí dejó en mí esa maravillosa bocanada de aire fresco que acompaña siempre a la juventud. Posiblemente, pudo ser grandioso, pero la fatalidad del destino lo dejó como era: pequeño, muy pequeño, pero grande a la vez.

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