domingo, 8 de mayo de 2011

¡VAYA MISA QUE DIO EL CURA PÁRROCO!


A don Gonzalo Martínez, cura de los de sotana y gran aficionado a la Caza de la Perdiz con Reclamo.
  Don Prudencio, el cura párroco del pueblo, aparte de sacerdote -eso estaba claro-, tenía un segundo “oficio”: cazar el perdigón, o cuco, como se le llamaba por aquellos pagos.
  Como buen castellano, conquense por más señas, era fiel a sus principios. Por ello, debía atender ambas “ocupaciones” con la máxima entrega y devoción. “A las personas y a las perdices -como él mismo decía-, hay que dedicarles muchas horas. Si no, las primeras dan muchos disgustos y, las segundas, ninguna alegría”. Pero lo cierto es que, cuando llegaba la época del cuco, que por aquellas fechas era casi todo el año, al no estar regulada su caza por la Ley, el que daba más de un disgustillo era Don Prudencio y, lo peor, era que la gente del pueblo estaba al tanto de todo. Pero..., como eran otros tiempos, y por aquellos entonces, la figura del cura era intocable e intachable, los vecinos lo aceptaban de buen grado, aunque eso no significaba que tan desmesurada afición formara parte de la “comidilla” de todos los días.
     Llegaba a tal punto su pasión por el reclamo, que las misas de primera hora de la mañana, la de las ocho, no podían ser más cortas. Lo imprescindible -con rapidez- y punto y final. Luego, una vez dada la bendición, Don Prudencio, raudo y veloz, salía a “toda pastilla” para la sacristía, se quitaba todos los ornamentos de la celebración; iba a casa, cogía su Lambreta -moto muy usada en la segunda mitad del siglo pasado-, el pájaro, la escopeta y, sin perder un segundo, ponía rumbo a cualquiera de las muchas fincas en las que estaba autorizado para dar el puesto.
     Por las tardes, ocurría todo lo contrario. El párroco, se quedaba en el puesto hasta casi el anochecer, porque como él también solía puntualizar: ”Las perdices son como las mujeres, por las tardes, siempre llegan a última hora”.
     Esta forma de proceder le acarreó más de un sofocón, principalmente en la jornada vespertina, ya que tenía una nueva misa a las ocho y media de la tarde y, la gran mayoría de las veces, casi no le daba tiempo de llegar a hora de la celebración. Por tanto, se tenía que vestir a la carrera y confiar siempre en que Julián, el sacristán, no le dejase en la estacada, porque, cuando así ocurría, “problemas habemus”: o no encontraba la vestimenta adecuada, o fallaba la iluminación del altar, o no se había repuesto el vino, la cestita para el dinero de las donaciones no aparecía....
Pues, con estas componendas, en una soleada y calurosa tarde de losprimeros días de marzo, Don Prudencio salió, como tantas otras,  a dar el puesto, pero como ya estaba todo muy jauleado, lo hizo más lejos de la cuenta. Como quiera que éste se alargó más de lo esperado, porque tras tirar un macho que le entró solo y el de una collera, la pajarilla de ésta última empezó a dar la lata, el tiempo fue pasando inexorablemente hasta que, sobre las siete, tras dos horas y media, el párroco, viendo que aquella esquiva y resabiada viuda no acababa de entrar en plaza, dio por acabado el mismo. Luego, al llegar al repostero y coger uno de los machos que había tirado, se dio cuenta que estaba vivo al tener solo un refilonazo en la cabeza, un plomazo en el ala y otros de poca gravedad en varias partes del cuerpo. Una vez en sus manos y, dada la bella estampa que presentaba, decidió salvarle la vida y quedarse con él para utilizarlo como reclamo la temporada siguiente, si se reponía de las heridas que presentaba.
Como no llevaba nada adecuado para encerrarlo, el bolsillo de su chaqueta -solía ir a colgar con esta indumentaria-, era lo único que había a mano para que fuera medianamente cómodo hasta el pueblo. Así, recogió todos los pertrechos y fue en busca de la moto que la tenía un poco más abajo. Pero..., aquella especial tarde le guardaba una nueva sorpresa ya que, al llegar hasta la Lambreta, se dio cuenta que su rueda delantera estaba pinchada y, por consiguiente, el camino de vuelta, largo por cierto, tendría que hacerlo a pie. Y lo que era peor: la misa debía comenzar a las ocho y media y, por desgracia, eran más de la siete y se encontraba a no menos de diez de Km del pueblo, en un paraje poco frecuentado por los convecinos. Estaba claro que no había más remedio que echarse todos los trastos a cuestas otra vez, empezar a caminar rumbo a la población y encomendarse a la Virgen de los Desamparados, para que la suerte se aliara con él y pasara alguien por aquellos caminos, lo montara en su vehículo y, de esta manera,  poder llegar a hora para la celebración de la Santa Misa.
Sin embargo, el tiempo pasaba y Don Prudencio nos atisbaba el más mínimo ruido de motor que supusiera el paso de algún amigo que le echara una mano y lo sacara del aprieto en el que estaba metido. Pero…, la Divina Providencia se acordó de él y, a los pocos minutos, cuando ya llevaba andando casi tres cuartos de hora y había perdido todas las esperanzas, Juanín, el tratante de “ganao”, que venía de ver unos cochinos de una finca cercana, frenó su  Renault 4L, a su altura y, dirigiéndose a él, con un poco de sarcasmo, le dijo:
- ¿De dónde se viene a estas horas, Don Prudencio?
- ¡Calla Juanín, calla! ¡Si yo te contara...!
- ¡Pues suba usted y..., por el camino, me lo cuenta!
Don Prudencio le fue relatando lo sucedido, mientras aquel vetusto automóvil saltaba y saltaba esquivando y bordeando los infinitos hoyos y socavones que tenía aquel intransitable camino.
Y en ello andaban, cuando las ocho y media estaban próximas a aparecer en el reloj de bolsillo que, constantemente, Don Prudencio consultaba con cierto nerviosismo.
Juanín, que sabía lo que estaba ocurriendo y comprendiendo la situación tan embarazosa por la que atravesaba el cura, volvió a dirigirse a él, con exquisita educación.
- Don Prudencio, si usted quiere, como ahora no tengo nada que hacer, lo dejo en la puerta de la sacristía y lo espero en el coche con todas sus “cosas” hasta que termine la misa.
 El párroco, como no tenía otra alternativa mejor, no tuvo más remedio que asentir, no sin antes dirigirse a él, diciéndole, mientras caminaba hacia el interior de la parroquia:
- ¡Dios te lo pague, amigo Juanín! ¡Dios te lo pague!
 Julián, el sacristán, impaciente y con cara de circunstancias por la tardanza de D. Prudencio, lo esperaba en la sacristía con todo preparado.
- Sr. párroco, ¿cómo ha tardado Vd. tanto?
- Ya te contaré Julián, ya te contaré...
Don Prudencio, se vistió en un periquete y ya más tranquilo y relajado, se presentó ante todos sus feligreses que le observaban con alguna que otra sonrisa picarona.
 Con aplomo -era cura con muchas tablas- y mano izquierda fue “capeando el temporal”,  pero..., mediada la misa, le llegó la tercera sorpresa que le tenía guardada la tarde: al alzar los brazos para levantar el cáliz, una vez pronunciado: “...con este vino fruto de la vid y del trabajo del hombre...”, la casulla dejó de oprimirle el bolsillo, dónde permanecía guardado el perdigón herido -con las prisas no se había acordado de dejarlo en la sacristía-, y éste, un poco liberado de la estrechez, tras un pequeño forcejeo, consiguió salirse de aquel oscuro habitáculo y, una vez libre en el suelo, tras empinarse de patas y dar varios aletazos al aire, delante de todos los asistentes a la celebración, emprendió veloz carrera por entre medio de todos ellos que, con evidentes signos de sorpresa y un poquito de guasa, no paraban de reír y murmurar ante la insólita situación presentada.
Don Prudencio, hecho un flan, no tuvo más remedio que dirigirse a sus parroquianos con voz entrecortada y evidentes signos de pesadumbre y abatimiento.
- Queridos hermanos, el Señor es bueno..., seguro que me perdonará. Hagan ustedes lo mismo.
Luego, tras carraspear un poco, con todo el aplomo del mundo, continuó como si nada hubiera ocurrido, mientras uno de los feligreses, haciendo gala de una gran habilidad, consiguió echarle mano al perdigón y, con él entre sus manos, esperó pacientemente a la finalización de aquella peculiar y singular celebración litúrgica.
                                                                                                  

1 comentario:

  1. Muy simpático el relato.
    Me recuerda un cura de finales de los setenta, que (lo apodaban "el padre alegre")en Las Navas de la Concepción, alternaba misas y caza de ....conejos.
    .........Colgó los hábitos.

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