jueves, 10 de noviembre de 2011

¡VAYA SUSTITO!


       Finales de abril se presentaba caluroso y más que agradable. El campo, debido a la bonanza de la climatología primaveral, daba gusto verlo: regajos con mansas aguas cristalinas, verdes y esplendorosos pastizales, amapolas, margaritas y poleo por doquier...Todo ello aderezado por un sinfín de cantos de aves que anunciaban el comienzo de la perpetuación de la especie y, para no ser menos, los reclamos ardorosos e incesantes cuchicheos que “contaminaban” el aire, era la señal de que las perdices de la zona, también empezaban a encontrar el punto álgido de su “enamoramiento”.
            El abuelo, gran aficionado también a la caza de la hembra -cosa normal en la década de los años 50/60-, lo sabía. Por tanto, tenía claro que, si quería cazar a Maripi -una hembra de varios años- esa primavera, tendría que “arrimarle” uno o dos pollos para que los fuera tomando. De esta manera, dentro de veinte o veinticinco días, si todo transcurría con normalidad, podría empezar a darle puestos.
            Por consiguiente, aunque él no había “echado” ninguna gallina, porque no le habían caído cluecas, le pidió al tío Jerónimo –su sobrino-, que sí los tenía, dos pollos americanillos. Luego, como otros años, puso a Maripi y a otra hembra con sus casilleros en el suelo de la cuadrilla, para que, de esta forma, madres  e hijos adoptivos estuvieran más cómodos y les fuera más fácil, a estos últimos, las entradas y salidas de la jaula.
            A los pocos días, ambas perdices y los pollos formaban una pequeña familia. Así, los pequeñajos andaban jugueteando por todos los rincones y atendían indistintamente a las dulces llamadas de ambas mamás que, reiteradamente, les ofrecían lo más atractivo de la variada comida que constantemente le dispensábamos, tanto el abuelo como yo. Eso sí, él, todos los días, al anochecer, se encargaba de meterle a cada perdiz uno de los pollos dentro de la jaula y bajarle la puerta del lechuguero para que no se salieran por las noches y, con ello, estrechar los lazos de unión entre ambos.
            El “personal menudo”, aunque pequeño por las características propias de su especie, iba creciendo en viveza y agilidad, por lo que más de una vez, había que “dar el do de pecho” para “echarles el guante”.
             Las jornadas transcurrían y los machos montesinos empezaban a machacarse durante todo el día con sus continuados cantos, señal inequívoca de que sus “respectivas”, habían iniciado la incubación. Por tanto, llegaba el momento de preparar los bártulos necesarios porque, el momento ideal se estaba acercando.
            Pasados unos días, cuando el abuelo creyó que los garbones estaban en el cénit del celo, arregló todo lo necesario para el debut de esa temporada. Como tantas y tantas veces, lo acompañé la primera tarde a dar el puesto, en un viejo aguardo de piedras, que había frente a la linde del olivar de Marín, ya que por allí se veían siempre bastantes colleras y, por lo tanto, sus correspondientes machos andarían por los alrededores.
            Cuando llegamos al cazadero, el abuelo preparó un poco el matojo y le puso algo de ramaje por lo alto de las piedras del aguardo y, a los pocos instantes, tras al sentirse sin la compañía de su retoño, que lo teníamos dentro del puesto, el instinto maternal de Maripi hizo que cantara sin parar, ya que el pío-pio de éste, le inducía a ello.
            Al poco tiempo, y tras estruendoso vuelo, un macho con alas a rastras, daba una y mil vueltas alrededor del repostero, como forma de aplacar su enorme ardor hormonal. Luego, tras quedar seco, de un certero cartuchazo, un nuevo pretendiente se acercó de nuevo a “donjuanear”,  pero esta vez lo hizo con más ahínco, ya que nada más entrar en la plaza, se engarabitó en el tanganillo y desde allí, pudo observar, cómo otro contrincante amoroso se acercaba a participar en la sesión de cortejo a Maripi. Pero…, como no estaba dispuesto a compartir lo que le había llevado hasta aquel lugar, en un intento de alejar de allí a aquel osado, se echó al suelo con idea de achantarlo, y el abuelo, que no había perdido puntada de lo que estaba sucediendo, en un ejemplo de veteranía y tranquilidad, abatió a ambos machos con una precisa y certera carambola.
            Maripi, como si de un macho se tratara, participaba en la fiesta con su melodioso characheo. Pero aunque no fuera así, el fuerte ardor reproductor del que estaban presos los machos hacía que, como si de ciegos se trataran, acudieran raudos y veloces ante la llamada femenina. De esta forma, se convertían en presa fácil para  cualquier aficionado de los muchos a los que le gustaba cazar la hembra. No en vano, en nuestro caso y hasta ese momento, había tres en el otro mundo y llevábamos poco más de media hora.
            Para avalar tal afirmación, minutos después, otro montesino subía la ladera que conducía hasta la plaza con una algarabía digna de escuchar. En cuanto divisó a Maripi, echó una rápida carrera y se presentó ante ella, enmoñado, arrastrando el ala,  describiendo círculos dignos del mejor compás y subiéndose y bajándose, cada dos por tres, encima de la jaula. Nosotros, mientras tanto, embelesados ante la atractiva escena que captaban nuestros sentidos, no apreciamos que una enorme bicha –una culebra bastarda-, quizás atraída por el pío-pío del pollo, que yo tenía entre las manos, se deslizaba silenciosa y sigilosamente por debajo de nuestras piernas. Sin embargo, puede que, en uno de los movimientos del abuelo, le diera con la pierna o incluso la pisara un poco.
            Debido a ello, aquel descomunal ofidio, nervioso por el movimiento de las piernas y la presión sobre su cuerpo, tras agitar convulsivamente la cabeza, a un lado y a otro, emitió su clásico y aterrador “sssssssssss”, lo que hizo que ambos, como si de un resorte se tratara, diéramos la espantá y nos pusiéramos de pie en un santiamén. Igualmente, el montesino, que andaba en el intento de cortejar y engolosinar a Maripi, salió huyendo para ocultarse en la maleza, mientras “rajeaba” incesantemente.
            Mientras tanto, tan especial visitante, se supone que también asustada como nosotros, con una velocidad endiablada, se deslizó por entre las piedras del puesto, hasta que desapareció por las oquedades de la vieja pared que conformaba el mismo, ante nuestra perplejidad y la incapacidad que teníamos de mover un sólo músculo. Sólo el corazón latía a mil por hora, mientras un sudor frío recorría nuestros petrificados cuerpos. Estaba claro que el sobresalto había sido morrocotudo.
              - ¡”Ojú” niño, vaya el sustito que nos ha dado la “señora”! -fueron las nerviosas y entrecortadas palabras del abuelo cuando recobró el resuello.

            Luego, aunque el pollo seguía pía que te pía, mamá “reclamo” lo seguía llamando con su repetitivo charachachá, charachachá... y mientras un macho, seguramente el que estaba en la plaza en el momento del incidente y que salió de estampida cuando vio lo ocurrido, cuchicheaba y piñoneaba machaconamente por los alrededores, el abuelo, que no estaba en aquellos momentos para mucho más, dio por finalizado el puesto. Yo, en un intento de superar el mal trago por el que habíamos pasado, recogía los machos abatidos en aquella inolvidable y peculiar tarde, mientras mi ascendiente, un poco alicaído, enfundaba a Maripi.

                                                                                               

1 comentario:

  1. Como siempre, un magnífico relato, que nos lleva a la maravillosa época de la cuelga.Una historia parecida ha esta, ya la había leído en otro foro, con casi los mismos protagonistas, hace bastantes años.Ese personal, el "ssssss",siempre me ha dado bastante miedo y desde que leí esa historia más.Ya que siempre había pensado que se podría dar esa posibilidad (con anterioridad), sobre todo en los puestos de piedra mis favoritos.Ha partir de ella, empecé a coger más el portatil.pero la verdad, me gusta muy poco.Y siempre sigo estando en tensión, cuando estoy de puesto, sobre todo en determinados sitios.Un compañero de afición, me dió un consejo, o una vivencia suya más bien. La cual, aplico a rajatabla aunque parezca desagradable.Durante la cuelga, no suelo lavar la ropa que utilizo para ella, durante toda la temporada salvo excepción, para que se impregne del olor humano y así, intentar mitigar en lo posible, desagradables visitas,sin invitación. Lo cual, no impide que la visita esté en la fiesta,antes de nuestra llegada a la misma, y sea uno, el que se incorpore a su fiesta, ja!ja!.Un saludo MAESTRO! y espero que siga usted,contandonos maravillosas vivencias y enseñandonos un poco más, de esta locura maravillosa del pájaro y fauna silvestre, como hasta ahora. El zurdo...

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