lunes, 16 de enero de 2012

ESTAS COSAS PASAN.


            En aquella casi primaveral tarde de febrero, el sol se dormía lentamente sobre las  purpúreas sábanas del horizonte. Sus tonos cárdenos cobrizos alimentaban la grandeza de un ocaso más, y la brisa vespertina empezaba a dar la bienvenida a un nítido cielo, en donde el tempranero Marte era el adelantado de un sinfín de soles relucientes  que, desde la infinita lejanía, querían participar en la belleza del anochecer.
            Hacía rato que la piel de mi cara y manos se había “empapado” de ese maravilloso fresquillo natural, por lo que debía dar por terminado aquel maravilloso puesto si no quería que, la gran caminata que me esperaba hasta llegar al coche, la hiciera dando tropezones. Me costaba trabajo bajar el telón a tan inolvidable tarde, pero había llegado la hora. Por consiguiente, aunque aquella pajarilla se desgañitaba llamando a quien ya no podía oírle, tuve que toser para que se fuera sin volar y, de esta forma, no fastidiar al reclamo que llevaba más de media hora “liao y engolosinao” con ella.
            Salí del aguardo, recogí la collera y el macho que había abatido y se los puse al lado de Reverte, el reclamo de aquella tarde, al que había bajado del farolillo para que se recreara con ellos. Y así, mientras él se relajaba cuchicheándole a su “botín” y picando reiterativamente la esterilla, yo, a la carrera, recogía todos los chismes porque la noche se venía encima de forma imparable.
            Un vez arreglado todo y con los bártulos a cuestas, me dirigí hasta el coche, acompañado por el penetrante canto de un cárabo que, encaramado en algunas de las encinas o alcornoques del entorno, llenaba el silencio de la ya fría noche con su llamativa y estremecedora melodía. Tan es así, que un cosquilleo nervioso hizo que aligerara mi marcha para llegar al todoterreno cuanto antes. Estaba claro que era sólo el canto de un peculiar componente de nuestra fauna mediterránea, pero también es verdad que el sonido que emite, por lo menos a mí, desde que era un niño y lo escuchaba cuando la penumbra ya se había instalado, siempre me ha producido una cierta  angustia en el silencio de la noche.
            Al rato, con un poco de sofoco en mi cuerpo por el largo trayecto, llegué adonde había dejado mi Galloper. Respiré hondo para recobrar el resuello y metí en el portamaletas a Reverte y todos los cacharros. Luego, ante la maravillosa silueta de un Alosno iluminado, apoyado sobre el capó de mi coche, encendí un reparador y tranquilizador “Chester”, mientras mi mente volvía a darle vida al formidable lance que acababa de vivir. A continuación, tras hondas caladas a este “compañero de soledad”, me introduje en el coche y metí la llave en el contacto para poner rumbo a casa. Huelva me esperaba a casi cincuenta kilómetros y ya eran más de las ocho de aquella estrellada noche que hacía rato que había empezado a ganarle la partida a la tarde.
            Giré la llave varias veces, pero mi querido Galloper me guardaba una gran sorpresa: no tenía ni gota de batería y, lo que es peor, estaba en La Rebolla a más de seis km de la carretera que unía Puebla de Guzmán con Alosno. Volví a intentarlo varias veces y nada, no había manera. Me baje, abrí el capó por si hubiera algo que yo pudiera solucionar, pero estaba claro que, aunque había disfrutado de lo lindo dando el puesto, ahora me encontraba ante una grave situación: estaba solo en medio del campo, de noche, lejos de la carretera y sin posibilidad de llamar por teléfono -los móviles no los había por aquellos entonces-.
            Era obvio que debía reaccionar rápido antes de que se me echara más la noche encima y así lo hice. Cogí la funda con la Zabala del veintiocho del portamantas, cerré el coche y emprendí el camino en busca del asfalto.
            No recuerdo cuánto eché en recorrer el buen trecho que había, pero lo cierto es que, más pronto que tarde, me encontraba en mi destino, cuando ya era noche totalmente cerrada. No era para menos, ya que debería ser sobre las nueve de la noche.
            Una vez allí, intenté parar, sin conseguirlo, a multitud de coches que circulaban en ambos sentidos. Tan es así que, después de un buen rato, desistí del intento y puse rumbo a Alosno que, aunque estaba a unos cuatro km, era la única alternativa válida que me quedaba. Y andando estaba, cuando volví a ver una nueva luz que se me acercaba desde la Puebla. Frenó un poco al verme desde lejos, pero no paró. Sin embargo, pude apreciar que era cazador por la ropa que llevaba. Por tanto, casi seguro que debería ser jaulero, ya que todas las demás modalidades cinegéticas  estaban cerradas por aquellas fechas. Así, al rebasarme, con voz potente y de persona nerviosa y preocupada, le dije:
            - Compañero, he tenido un gran problema con el coche, échame una mano que a ti te puede pasar  lo mismo cualquier día.
            Acto seguido y con gran satisfacción, pude comprobar que aquel buen hombre había escuchado mi súplica y la había hecho suya, ya que frenó a una treintena de metros y empezó a dar marcha atrás hasta llegar a mi altura.
            Una vez cerca de mí, aunque un poco desconfiado y sin abrir la puerta, fue escuchando mi relato de lo sucedido, lo que hizo que comprendiera el trance por el que había pasado. Segundos después, me abrió la puerta de su coche, me invitó a subir y me trasladó hasta Alosno, donde a la entrada del pueblo, está el taller mecánico de Isaías Guerra. En cuanto llegué, le relaté a uno de los empleados lo sucedido y, aunque ya estaban cerrando el concesionario/taller, accedió a ir a buscar mi coche e intentar ponerlo en marcha, como así ocurrió. Se le había ido la batería, por lo que no fue muy complicado arrancarlo. 
           Así, una hora después, tras haber llamado a mi mujer para que no se impacientara, me encontraba en mi domicilio. Eran casi la once y había pasado por un mal trago. Estaba claro, como así sigue siendo que al jaulero se le presentan, como a mí me ocurrió aquella tarde,  muchas situaciones poco deseadas.

3 comentarios:

  1. Muy buena entrada...Y pasan muchas cosas más, esa es la verdadera esencia de la caza en general, es lo que al final muchas veces se nos queda grabado en mente, lo cual no olvidamos fácilmente, al margen de las piezas cobradas o el trabajo realizado por perros y reclamos, etc. en fin, otra para contarle a tus nietos.
    Ponle una vela al Endovélico...
    PD.Endovéllico, también llamado Endovélico, Enobólico, Endovelicus o Endovellicus.

    ResponderEliminar
  2. AMIGO JOSE ANTONIO, AHORA CUANDO LO HAS CONTADO EN TUS RELATOS SUENA GRACIOSO, PERO CUANDO TE PASO LO PASARIAS UN POCO MAL ALLI SOLO EN LA MITAD DEL CAMPO.
    UN SALUDO DESDE CALAÑAS DE TU AMIGO EL POSTOR

    ResponderEliminar
  3. Estimados Juan Luis y Fernando.

    Si muchas actividades de la vida, no supusieran algo diferente, aunque sea el riesgo el que acompaña a la misma, perderían el encanto y la magia.

    Está claro que lo que mola es el qué,cómo, cuándo, dónde... pasará. En esa inseguridad está el tirón.

    No sé si es Endovélico, Esculapio, el Ángel de la Guarda... Pero, lo que sí tengo claro es que alguien va detrás de nosotros. Si no fuera así, cuántas cosas no ocurrirían.

    Un saludo.

    ResponderEliminar