domingo, 3 de junio de 2012

RECUERDOS DE NIÑEZ: ¡VAYA MAÑANA!


            La semana se había hecho más larga de lo habitual pero, al final, D. Eduardo, el maestro que guió mis primeros pasos, dio por terminadas las clases del viernes, aunque la verdad sea dicha, ya hacía rato que yo las había acabado, puesto que con las ganas que tenía de irme al campo con el abuelo Vicente, sólo pensaba en que llegaran cuanto antes las cinco, hora de salida del cole.
            Como un poseso corrí hasta mi casa y, en cuanto llegué, tiré la maleta en donde me pareció y me cambié de ropa en un santiamén. Mientras, mi madre no paraba de regañarme al ver cómo había entrado.
            -Niño, estás loco -me repetía a cada instante.
            -Mamá, tengo que aligerar, ya que si no llego antes de las cinco y media a casa del abuelo, se marchará sin mí.
            Luego, tras vestirme y recoger lo que mi madre me tenía preparado para el fin de semana, afortunadamente, llegué a tiempo a casa de los abuelos, porque la abuela Rita todavía andaba preparando la comida y las cosas necesarias para los dos días que pasaríamos en  el campo. Un poco después, a lomos de Lucera –yegua castaña ya mayorcita-, nos pusimos en camino para La Atalaya.
            Cuando llegamos a la finca, sobre las siete de la tarde, el sol todavía daba sus últimos y maravillosos “suspiros”. De este modo, una atrayente y fascinante policromía purpúreo cobriza embrujaba desde la lejanía, mientras algún que otro mochuelo atalayado en los postes de la cerca próxima a la zahúrda, nos recordaba con su peculiar maullido que la noche se nos venía encima a pasos agigantados.
            Poco después, ayudé al abuelo a quitarle la montura a Lucera, a meterla en la cuadra y a echarle la comida en el pesebre, ante la atenta mirada de Manolillo, que había llegado a saludarnos  y darnos las buenas tardes.
            - Vicente, nos hemos traído al niño -le requirió.
            - Manolillo, ha venido para acompañarme a dar los puestos. Va bien en el colegio y esto es un premio para él -le respondió el abuelo.
            Más tarde, una vez que el abuelo había arreglado las cosillas del día a día y yo había andado enredando en el gallinero y en el palomar -cosas que me encantaban- casi a oscuras, nos sentamos los tres cerca de la chimenea y, entre cigarro y cigarro de los mayores y el crujir de las bellotas que Manolillo había puesto a tostar, escuché, una vez más, los emotivos y fenomenales relatos cinegéticos con los que solía regalarnos el abuelo cada vez que nos reuníamos al calorcillo de la lumbre. De esta manera, sus perros Marco y Ligera, el teniente y el sargento de la Guardia Civil, D. Marco Alvarado, el “Ajumao” -el magnífico pájaro de su sobrino Jerónimo-... y, cómo no, Facultades, su gran reclamo, tomaban vida en su lenguaje locuaz, llano y entrañable.
            Poco después, un poco cansado por el trajín del día, me encontraba en la cama soñando con el formidable puesto que me esperaba en la mañana siguiente, que no tardó en llegar porque, como si hubieran pasado solamente unos minutos, el abuelo me despertó para indicarme que era la hora de levantarse, cosa que hice sin la menor pereza.
            Tras vestirme y asearme un poco, cuando llegué a la chimenea, Manolillo y el abuelo charlaban de los temas del campo, mientras se “cargaban” unos buenos Ideales y daban los últimos sorbos al humeante y reconfortante tazón de café negro.
            -Niño, abrevia con el desayuno que ya es la hora de salir- me requirió el abuelo.
            Así, como no había más remedio, si no me quería quedar en tierra, devoré en un instante el  café con leche y las “rebanás” que me tenían preparadas. Fuera, Platanero, amarrado a la ventana y nervioso porque sabía que salía “de paseo”, golpeaba y raspaba el suelo con sus cascos, mientras el sol ya se dejaba ver por lo alto del frondoso castañar de Las Carniceras.
           Luego, y una vez a lomos del burro del abuelo, empezó de lo que se prometía una buena jornada de jaula. Y no era para menos, la mañana se presentaba serena, sin viento, fresquilla, pero al estar el sol apuntando, se preveía más que templada. Además, íbamos a un puesto de Arroyo el Palo -una finca lindera- que todavía no se había estrenado en aquel año, por lo que, en principio, había buenas perspectivas.
            Al poco rato, mientras las suaves brumas matutinas se desvanecían ante los primeros rayos del sol, con el buen paso que Platanero poseía, sobre las nueve menos cuarto estábamos en el cazadero: una loma con buenísima oída, salpicada de encinas y algún que otro quejigo  y rodeada  de una incipiente siembra de avena pelona.
            Tras bajar el abuelo todos los chismes del serón y amarrar a Platanero en el tronco de una encina, un poco retirado del puesto, yo buscaba un poco de torvisca y cantueso para la tronera. A continuación, le ayudé a remendar el aguardo y el matojo, no sin escuchar varias reprimendas por no hacer las cosas bien.
- Niño, métete en el puesto, que voy poner a Facultades en el matojo. Además -prosiguió el abuelo-, la próxima vez, a ver si haces las cosas como yo digo, ya que si no es así, te quedarás con tus padres en casa.
Tras quitarle la mantilla al reclamo encendió, como siempre fue tradicional en él, un buen Ideal y, lentamente, dándole grandes caladas al mismo, se dirigió con pasos inseguros, por la torpeza de sus pies,  hacia el aguardo una vez dedicadas unas palabras cariñosas a Facultades. Luego, tras pedirme que le echara una mano para levantar la pierna por lo alto del puesto, se acomodó en una gran piedra que había en su interior, apagó el cigarro girándolo varías veces sobre el suelo y, con el dedo índice sobre los labios, me indicó que había que estar en silencio. No hay que decir que, Facultades, como era habitual, ya había comenzado a lanzar sus “notas” al aire.
Sin embargo, me di cuenta rápidamente que algo no marchaba bien, la cara de abuelo lo denotaba. Así, mientras sus manos buscaban y rebuscaban en los bolsillos de aquella más que usada pelliza gris oscura, había que escuchar las barbaridades que salían por su boca.
- Me cachis en todos los demonios del infierno. No me lo puedo creer. ¿Será posible lo que me ha ocurrido? –balbuceaba el abuelo.
Yo no podía ni preguntarle lo que ocurría, ya que me había dado cuanta que Facultades estaba recibiendo. No obstante, mientras el abuelo movía convulsivamente la cabeza, le di varias veces con el codo para que mirara a la plaza.
Él, con el rostro totalmente descompuesto y en voz muy baja, me dijo:
- ¡Niño, no te vas a creer lo que me ha pasado! ¡Me he venido sin cartuchos!
El abuelo no se lo podría creer, pero era lo que había y, encima, una collera de “diálogo” con Facultades.
Con un tremendo sofocón, en cuanto la pareja se aburrió de dar vueltas y se alejó, después de haber presenciando boquiabiertos lo que estaba ocurriendo, el abuelo tosió varias veces para que las patirrojas no salieran volando de los alrededores y, soltando toda clase de improperios, mientras se salía del aguardo, enfundó a Facultades.
No era hora para dar por finalizado un puesto -las diez menos cuarto-, pero tan curioso y original lance se había terminado para nosotros. Y lo que es peor, los alrededores eran un auténtico “gallinero”. Se escuchaba “campo” por todas partes.

6 comentarios:

  1. ...Y como todos los días son de aprender...
    Mi pregunta es la siguiente: ¿ Por aquello se estropeó un gran pájaro utilizado como reclamo?
    No creo, aunque muchos digan que el disparo "hace pájaro", tal vez lo haga el buen disparo pero nada más, también es verdad que si no hay mal tiro no hay resabio.
    Pienso que si hoy en día el abuelo hubiese comentado el lance en algún circulo venatorio la respuesta de los oyentes sería la siguiente: "¡tas cargao el pájaro!"...tal vez por aquello de la necesidad imperiosa de "hacer carne".
    No sé si me he explicado bien.
    Un saludo.
    PD. Y si no que se lo pregunten a "los de la caza sin muerte"...

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  2. No sé si me equivoco o no, pero creo que solo se estropean los que se estropean. Es decir, los que en sus genes llevan predisposición para ello. El bueno, a no ser que se le haga una tratá tras otra, seguirá siendo bueno.

    Estoy totalmente de acuerdo contigo que sin tiro no hay resabio. ¿O es que tiramos todo lo que entra? ¿No hay veces que no apretamos el gatillo porque creemos que el lance no es el idóneo? ¿Pasa algo por ello?

    Un saludo y gracias por perder esos minutillos que has empleado en leer la historia.

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  3. El tiempo no es perdido si se sabe emplear y siempre que lo tengo me gusta leer.
    Hay quien argumenta que solo se estropean los de granja, es decir "van a menos", otros argumentan que "los enjaulados de origen campero van a más", otros reclamos en cambio son muy astutos y no nos pasarán por alto ni una faena pero nos pasarán factura, seguro.
    ¿Para qué tirar todo lo que entra?, exceptuando predadores...
    Ahora bien, lo que sí tengo muy claro es que en la plaza pueden pasar principalmente cuatro cosas:
    1.- Que devolvamos el toro a los corrales, por defecto.
    2.- Que devolvamos el toro indultado.
    3.- O bien que le demos una buena tanda de capotazos todo el tiempo que se nos permita.
    4.- Otra opción es matar el toro cuanto antes con una faena ínfima, pero cuanto antes.
    Saludos.
    PD. Esto no hay quien lo entienda...

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  4. Muy bueno. ¿Para cuando "el libro"?.

    Manuel Romero V.

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  5. Enhorabuena J. Antonio,bonito y real relato pues no solo le habra pasado a tu abuelo,seguro que no.Sobre los reclamos, que quieres que te diga que tu no sepas, un abrazo desde Estepona.

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  6. Gracias Manolo y Antonio.

    Ellibro sólo es un sueño por ahora. Mañana Dios dirá.No es tarea fácil, si se quiere algo que no sea un esperpento hay que estar muy seguro. Además, no es tarea fácil que te lo publiquen. Si Dios nos da vida, todo se andará.

    Un saludo.

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