domingo, 31 de marzo de 2013

MORITA.


             Para finalizar el mes, quiero hacerlo con este entrañable relato que hace mi primo Jerónimo  Lluch de su perra Morita.
                                                “A Ana Mari Chacón, proteccionista y gran amante de los animales”. 

Estábamos en navidad, a finales del 96, en esas fechas en las que el corazón se vuelve generoso y el amor fraterno se hace más palpable y desinteresado con los que nos rodean, con aquellos que sentimos próximos y que, en ocasiones, casi ignoramos o no caemos en la cuenta que están ahí, ni de la mutua necesidad que tenemos unos de otros.
Y fue por aquel entonces, cuando Morita hizo acto de presencia en mi vida. Apareció una noche abandonada, desvalida, ávida de cariño y, yo que siempre he tenido perros, la acogí como a uno más y traté de remediar su desamparo, su soledad, su ir de aquí para allá sin rumbo, sin norte, sin destino.
Entre su instinto animal y mis racionales sentimientos se estableció una armonía, una compenetración, un entendimiento, como jamás antes me había ocurrido con ningún otro perro y dudo mucho pueda ocurrirme con los que tenga en un futuro.
Supo no sólo ganarse mi cariño sino el de los míos, ya que la fidelidad, la nobleza, la amistad y tantas y cuantas cualidades que adornan al mejor amigo del hombre, eran tan notables en ella que le fue sencillo encontrar un sitio en mi casa, en mi familia, entre mis amigos.
A pesar de los perros que he tenido, nunca creí sentiría por uno el delirio que he sentido por ella. Siempre me parecieron excesiva la actitud y el fanatismo que algunas personas mostraban por sus canes; consideré algo fuera de lugar esta conducta, a veces extrema y desmedida. Ahora, tal vez, ya no sea así y pueda explicarme mucho mejor que entonces el motivo de dicho proceder, que antes escapaba de mi comprensión y entendimiento.
Un perro puede ser el consuelo, el apoyo y la compañía de gran número de personas que padecen de soledad, de abandono y del olvido de esos que de una u otra forma se han despreocupado de su existencia, se han olvidado de que siguen entre ellos y que tal vez en un pasado no muy lejano fueron artes y partes de sus vidas.
Un perro puede ser la solución para muchos que no tienen a quien agarrarse, a quien recurrir, con quien contar, a quien esperar, con quien compartir penalidades y alegrías. Los que sufren esta situación lo saben mejor que nadie; en él encontrarán todo aquello que, tal vez, los demás por egoísmo, por despreocupación o por indiferencia les estamos, con frecuencia, negando.
Morita, inesperadamente, una madrugada de agosto, al igual que se presentó en mi vida se marchó de ella. Se fue casi sin creérmelo, sin apenas darme cuenta; una corta enfermedad se la llevó dejándome con el desconsuelo de su ausencia, la sorpresa de su repentino adiós, el vacío de su imprevista ida sin retorno.
A la sombra de una gris encina, como decía la letra de la conocida canción, enterré a mi perra. Allí quedaron también sepultadas ilusiones, alegrías e irrepetibles momentos que juntos habíamos pasado.
Y lo que es la ironía de la vida, su primitivo dueño la abandonó, la dejó tirada en la calle, prescindió de ella sin más ni más, y yo habría dado cualquier cosa, para que hubiese permanecido a nuestro lado durante largo tiempo, por haber seguido gozando de su compañía, por continuar contando con su desvelo y su entrega, como sólo los incondicionales amigos saben demostrarnos y ofrecernos.

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