domingo, 5 de mayo de 2013

SIMEÓN.


            Como en otros meses, traigo a mi blog el relato "Simeón", una entretenida y curiosa historia escrita por mi primo Jerónimo Lluch y que, en su día, fue publicada en la revista Trofeo Caza,

Transcurrían los primeros días de 1956, y como cada temporada mi padre y mi abuelo Vicente se afanaban en preparar una nueva expedición la cual comenzaría pasados los Reyes Magos.


Una larga lista de comestibles reposaba en la mesa de la cocina de casa, que serían adquiridos antes de la fecha de la marcha a “Cañá Santa” finca a la que también acudirían Emilio Delgado, mi tío Rafael y Miguel el de los Porrejones.

Yo, que por aquel entonces tenía ocho años, era un manojo de nervios, cavilando como podría acudir algún que otro día a una cita tan conocida por mí como añorada.

            Tras varios días de estancia en el campo vino mi padre al pueblo para proveerse de tabaco y de una arroba de tinto, ocasión que aproveché para engatusarlo y conseguir me llevase con él ese fin de semana.

            Radiante de dicha llegué a “Cañá Santa” donde me faltó tiempo para informarme de todos los pormenores de la cuelga y no escatimar diligencias inquiriendo todo aquello que me interesaba y por lo que continuamente me desvivía.

            Cuando sentado al calor de la lumbre escuchaba los pormenores de la jornada parecía querer salírseme el corazón del pecho y boquiabierto, sin perder puntada, no se me iba un detalle de lo mucho y bueno que la conversación de los contertulios me deparaba.

            Supe por tanto que no sólo se cazaba en la finca de mis abuelos sino también en las linderas donde tenían hechos varios puestos y que Emilio Delgado, primo de mi madre, con su pájaro Simeón que, según decía, era un reclamo de bandera, no se había venido nunca de bolo, habiendo matado hasta el momento más cacería que ningún otro expedicionario.

            Él al observar mi gran interés por el relato de las proezas de su reclamo, me alentó para que lo acompañase el domingo en el puesto de sol.

            Tras su sugerencia noté una suspicaz mirada entre mi padre y mi abuelo la cual no supe a que atribuir, aunque ciertamente y dada la enorme curiosidad de que la chiquillería hace gala, me llenó de una pertinaz incertidumbre.

            La inesperada partida, el sábado por la mañana, de mi abuelo al pueblo a  lomos de nuestro burro Sevillano, no hizo sino acrecentar la certeza de que algo se estaba tramando, lo cual me proponía averiguar a la primera ocasión.

            Cuando regresó mi abuelo a la finca me faltó tiempo para inquirir alguna respuesta que satisficiese mi curiosidad acerca de ese misterio que intuía flotaba a mi alrededor.

            No dudé por tanto en abordarlo con mi pregunta:

-         ¿Abuelo a qué has ido al pueblo, es que está la abuela mala?.

Con un golpecillo en el hombro y una leve sonrisa me disuadió de mi preocupación, pero tan sólo añadió:

-         Todo a su tiempo niño. Ya sabrás el motivo de mi ida a Constantina, y cuando te enteres no dirás ni esta boca es mía.

Aquella noche mi curiosidad fue satisfecha, supe se había traído mi abuelo una perdiz embalsamada con la que pretendían dar una broma a Emilio Delgado la mañana del domingo.

 Después de la agradable cena, regada, para los mayores, con el vinillo de la tierra, y para mí con una gaseosa de naranja, se acostó Emilio que era poco trasnochador y entonces mi padre y mi abuelo sacaron a Simeón de la jaula, lo metieron en un terrero y tras deshacer el culo de la misma, para que cupiese la perdiz disecada -pues no entraba por la puerta al estar rígida-, volvieron a rehacer el asiento fijando en éste a la citada perdiz con una cuerda que sujetó firmemente la peana para evitar cualquier movimiento raro que alertase a Emilio Delgado de que algo anormal sucedía.

Me acosté en un estado de nervios difícil de describir y aún no habían cantado los gallos presagiando el amanecer cuando ya estaba en danza desayunándome unas “rebanás” con azúcar, que había preparado mi padre, y un buen vaso de leche de nuestras cabras granainas.

Al  levantarse  Emilio se encontró a su pájaro enmantillado y a mí esperándolo para acompañarlo al puesto según lo acordado el anterior viernes.

Ya se retiraban las cansinas sombras de la noche al salir de la casilla, y un agradable fresquillo acarició nuestros rostros camino del colgadero, en cuyo trayecto los continuos piropos de Emilio para su Simeón sólo se vieron interrumpidos por el inesperado vuelo de algún mirlo madrugador y el agradable sonido de las chorrerillas de los pequeños arroyos, que atravesamos en nuestro caminar hacia el puesto.
Cuando llegamos a la Coscoja, nombre del lugar en el que colgaríamos, muy diligente le pedí a Emilio:

-         Déjame que coloque el pájaro en el matojo que estoy acostumbrado a hacerlo cuando cuelgo con mi padre o mi abuelo.

No puso Emilio ninguna objeción por lo que él se acomodó en el puesto y yo tras quitarle, al supuesto Simeón, la mantilla le chasqué los dedos como otras veces ya había hecho y raudo entré en el aguardo sentándome encima de una piedra que para tal menester había dentro.

Como es natural Simeón no abrió el pico por lo que Emilio Delgado no salía de su asombro e imaginó que pasarían miles de causas por su cabeza ante el mutismo de su excelente reclamo.

Yo que me lo pasaba en grande no intuía cual sería el final de la historia hasta que pasado un tiempo prudencial me indicó:

-         Sal y tapa el pájaro que se me ha entumecido una pierna, y quiero descubrir el motivo de tan inesperada callada cuando lleguemos a la casilla, y ojalá no sea lo peor que me temo.

Más que preocupado volvió Emilio de regreso al cortijo alegando un sinfín de supuestos motivos para la “mocholada” que el pájaro le había dado.

Temía se hubiese botado por la noche y lastimado, pero sobre todo le asustaba enormemente la aparición de una repentina “zurreta” que acababa a veces con la vida de los mejores reclamos. Investigaría en el asiento del casillero para ver si detectaba la fatal enfermedad a la que tanto respetaba.

Pero al llegar al cortijo cambió de semblante por completo. En la pared de la fachada, en un terrero, lo recibió su Simeón con un suave cuchichío rifándose al acercársele y picoteándole el dedo que le introdujo entre los barrotes.

Dos pequeñas lágrimas surgieron de los ojos de Emilio y una tenue sonrisa afloró en su rostro mientras mascullaba dirigiéndose a los bromistas.

-         ¡Qué mala gente sois. Esto no se hace con un hombre cabal pero en compensación recibo la alegría de que mi pájaro está sano como una pera!.

Y dirigiéndose a mí me apuntó:

-         ¡Tú, niño, cómplice de este mal acuerdo, esta tarde vendrás de nuevo conmigo y esta vez con Simeón a mi espalda para que veas lo que es un pájaro de bandera y no los burracos que cuelgan tu padre y tu abuelo!.

Y ciertamente en la tarde de aquel Enero del 56 viendo el trabajo y los recursos que empleó Simeón con la collera abatida, viví uno de los momentos más gratos que recuerdo en un puesto de perdiz, en mi ya larga experiencia de empedernido cuquillero.

1 comentario:

  1. La campechanía, la sorna y el "buen rollo", son otros de los valores que dentro de esta modalidad se están perdiendo por el camino, ya que en los últimos tiempos se está enfocando hacia un camino más "competitivo" que no es igual a "competente...
    Saludos.

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