¿Cuántos como Rosaleño" no habrán pasados por nuestras manos y, por precipitación, le hemos dado largas? Pues bien, con este relato quiero hacer patente tal circunstancia y, de camino, entretener unos minutos a quien quiere dedicárselos en estos días de final de muda.
Rosaleño
no se lo pensó y, al recatarse de que la puerta de la jaula estaba abierta,
saltó en busca de la soñada libertad. Estaba claro que, como todos sabemos, las
patirrojas al llevar el monte en sus genes, a la menor posibilidad, quieren
volver a él. Así, en cuanto se vio fuera de la que había sido su “cárcel”
durante los últimos tres o cuatro meses, se elevó sobre sus patas, movió
repetidamente sus alas en señal de alegría y, lentamente, picoteando el suelo y
alguna piedra del entorno, fue perdiéndose entre la vegetación del entorno.
El puesto fue de los que se olvidan pronto, la hembra le
había canturreado muchas veces y aquel proyecto de reclamo no le había echado
la más mínima cuenta. Era casi final de temporada y, torpemente -como luego se demostraría-,
pensé que aquel pollo, con una bella planta, regalo de un buen amigo del Rosal
de la Frontera, no llegaría a ser nunca un pájaro con futuro. Así que, yéndome
muy de ligero, decidí soltarlo cuando llegara al cortijo. Cosa que hice nada
más bajarme del coche en la puerta del mismo. Era domingo y poco después, tras
arreglar la habitación y limpiar un poco la casa, puse rumbo a Huelva, lugar de
mi residencia.
Sin embargo, ya por el camino, la cabeza empezó a darme
vueltas y a abrumarme por la necedad que había cometido. Estaba claro que,
pecando de la inexperiencia de un principiante y de poca perseverancia -ninguna
para decir la verdad-, había devuelto al monte a un pollastre con muy buena
pinta, por una cabezonería y por el simple hecho de no haber cantado, aun
teniendo muy cerca a una viuda montesina que se dejaba querer y que, con su
repetido “characheo”, se lo demostraba cada dos por tres.
Una vez en casa, durante los dos días siguientes, no pude
dejar de pensar en el disparate cometido. Estaba claro que aquel hermoso pollo
no se merecía mi poca paciencia y, máxime, cuando lo único malo que había hecho
desde que llegó a mis manos fue el no abrir el pico en los dos ratos que estuvo
puesto en el matojo. Debido a ello y a la torpeza y falta de ese sentido común
que siempre debe acompañar al que se considere aficionado a la jaula, no pude
por más que rectificar, si es que tal cosa fuera, cuarenta y ocho horas
después, todavía posible. Por consiguiente, debería volver al campo e intentar,
por todos los medios, recuperar a Rosaleño. Empresa nada fácil, pero tenía que
intentarlo, más que nada, por mi tranquilidad, puesto que, a mis sesenta y pico
de años, aquel novel no era merecedor de la falta de lógica con la que había
actuado, mayormente por ser un jaulero experto, como se le supone a quien lleva
tantos años en este “negocio”.
Durante el camino hacia la finca no dejé de pensar en lo
mal que lo debería estar pasando Rosaleño en libertad. Y no era para menos, ya
que, aparte del imponente aguacero que caía en aquellos momentos, llevaba
prácticamente desde que lo solté lloviendo a cántaros. Pero, afortunadamente, a
nuestro lado, siempre hay ese “algo” que no nos abandona en ningún momento. Y
para aseverarlo, nada más bajarme del coche y comenzar a buscarlo, con paraguas
incluido, allí, guarecido debajo de la pila de leña y creo que mirándome con
ojos de alegría y sorpresa a la vez, o al menos así me pareció, estaba mi
objetivo. Chorreando agua, amparado debajo de unos buenos troncos y
semiaplastado, Rosaleño se dejó coger sin muchos aspavientos ni
dificultades.
Cuando estuvo en mis manos, la tranquilidad y el sosiego
volvieron a mi cuerpo de tal forma que mi rostro, como decía mi socio Rafael
que me acompañó en lo que parecía, en un principio, una complicada empresa,
denotaba una enorme satisfacción. Algo me repetía una y otra vez que el “mirlo
blanco”, eso sí, desechado hace pocos días por mi ligereza y falta de sentido
común, había vuelto a mi poder. Dos días y medio con agua, frío y sin “comida
fácil” habían quedado atrás.
No sé si la ilusión por aquel reencuentro me había
“nublado” los sentidos, pero hasta mi retina llegaba la sensación de que
Rosaleño volvía de nuevo a su jaula más que agradecido, un poco más delgaducho,
pero contento. Tan es así que, nada más llegar a casa y verse libre de la
sayuela, unos pausados reclamos salieron de su garganta, mientras que todo mi
ser sentía una indescriptible bocanada de alegría y tranquilidad.
Rosaleño regresaba junto a sus compañeros de jaulero como
si nada hubiera ocurrido. Así, el sosiego del que siempre había hecho gala no
lo había olvidado y, aunque algunos de sus vecinos se desgañitaban curicheando
y piñoneando al vislumbrar su nueva llegada a la “gallera”, él, con el aplomo y
serenidad de un veterano “curtido en mil batallas”, sólo se ocupaba de llenar
su necesitada tripa y restregar, de vez en cuando, su fuerte pico por la piedra
de la jaula.
Fueron pasando las jornadas y, aunque tenía claro que ya
no saldría al campo en lo que restaba de temporada, fui incapaz de aguantar el
tirón. Así, transcurridos diez o doce días, no pude esperar por más tiempo la
tentación de ver si todo había sido una simple corazonada o, por el contrario,
aquel joven perdigacho era una verdadera promesa de reclamo. Por consiguiente,
el sábado del último fin de semana, en una buena mañana de sol, Rosaleño, a las
nueve de la mañana, volvía a encontrarse rodeado de monte y multitud de
cánticos de otras aves que presentían la llegada de la próxima primavera.
Erguido, con la cabeza en el techo de la jaula y con una
actitud tranquila fue dándole tiempo al tiempo. Así, los minutos pasaban y, de
su garganta, no brotaba la más mínima “nota musical”, lo que no hacía más que
acrecentar mi, ya de por sí, tremenda ansiedad. Las dudas retornaban y, por
momentos, mi mente volvió a recibir “mensajes” poco alentadores. Sin embargo,
como salido del cielo, un asustadizo reclamillo entrecortado salido de Rosaleño
hizo saltar todos los resortes de mi cuerpo. Tan es así que mi corazón
aumentaba su velocidad de forma vertiginosa, y más, cuando tras esas primeras
notas musicales, varios cantos de mayor impregnaban el aire fresco de aquella
apacible mañana de final de febrero.
Para más suerte, a lo lejos, una pajarilla canturreaba en
su soledad y, como queriéndome dar la razón, Rosaleño, esta vez, entró en
diálogo con aquella “dama”, que atraída por la juventud que denotaba el pollo
en sus cánticos, tras un sonoro pichoteo, se presentó en la plaza buscando
ansiosamente a aquel galán que la piropeaba y seducía, ahora sí, con toda clase
de galanterías, mientras un nervioso y agradable sudor brotaba de la palma de
mis manos. No me lo podía creer, pero mis ojos estaban captando una escena que
nunca olvidaré: aquel pollo desechado por un calentón de un impaciente y tozudo
jaulero estaba dando una lección a quien no había confiado en él.
Apunté con todas las ganas del mundo, apreté el gatillo
cuando creí que era el momento idóneo y, tras dejar a aquella valiente
hembrilla sin mover una pluma, Rosaleño, en un intento de demostrar muchas
cosas, se resarció con un suave cuchichío tras el estruendo de aquel GB del
calibre veinte. Poco después, un buen macho que andaba por los alrededores, no
pudiendo permitir la osadía de aquel pollastre, enmoñado y picoteando el suelo,
de vez en cuando, se presentó en la plaza en busca de quien, un metro más
arriba, atalayado en una frondosa mata de jara, demostraba muy buenas maneras y
una enorme tranquilidad, máxime cuando tras el estruendo del segundo
escopetazo, volvió a cargar el tiro como espera todo buen aficionado. Una vez
más, como tantas otras, al que se supone con más materia gris de la naturaleza,
tuvo que agachar la cabeza ante la torpeza cometida.
Excelente relato Jose Antonio y mejor experiencia la tuya¡¡¡¡¡¡¡. Alguno habremos soltado a más de un supuesto "mochuelo", aunque yo creo que los que solté no tenían nada dentro.
ResponderEliminarUn abrazo
¡ Vaya hombre!
ResponderEliminarPor fin aparecen consensuados Reclamistas como el amigo Josean y el Sr. Palomo Izquierdo, acérrimos defensores de la perdiz campera enjaulada adulta y utilizada como reclamo, reconociendo que la perdiz sale de un huevo y ninguna procedencia de alectoris rufa nos garantiza nada al cien por cien cuando llega la hora de la verdad.
Esta honestidad por parte de estos Srs. me alegra mucho y creo que va en pro de la perdiz roja salvaje.
Gracias a los dos.
Saludos.
Mí no entender decían los indios americanos.Yo que no lo soy, lo entiendo menos. O soy demasiado torpe y mis cortas neuronas no dan para más.
He defendido el reclamo de granja hasta la saciedad.
Me gusta tener amigos hasta en el infierno. Como creo que debe ser.
Punto y seguido..................................................
Un saludo.