Aquella mañana, bien
temprano, con un fresquillo que se metía en los huesos, Manuel, como solía
hacer año tras año cuando acababa la recolección de la aceituna, podaba los
olivos de la finca “Los Caracoles” en la comarca malagueña de La Axarquía.
Tarea habitual en la zona, dónde una
gran mayoría de la población vive de nuestro olivar. Así, con la motosierra,
tijeras de podar, calabozo…, en mano, Manuel limpiaba sus olivos, para que, el
próximo año, con todos los cuidados del mundo, estos componentes de nuestra
flora mediterránea ayudaran a aliviar la maltrecha economía de los muchos
andaluces que dependen de nuestro milenario sector agrícola.
Pues bien, en un momento de tan ajetreada actividad, pudo
comprobar con cara de asombro, cómo al cortar y caer una rama sobre la inmensa
tronca de uno de los olivos, una perdiz, dando tumbos y a duras penas, se
perdía, poco a poco y torpemente, entre los restos de la poda que había
esparcidos por el suelo. En seguida, Manuel, sorprendido por lo que acababa de
ocurrir, se agacha y, al remover las ramas
y “chupones ” recién cortados, se da cuenta que, la perdiz que había
salido de estampida y a trompicones estaba incubando su nidada. Tres huevos sanos y un montón de restos de
otros muchos rotos y estripados, en los que se apreciaba claramente que los
pollos estaban ya casi formados, lo corroboraban.
Como con el desaguisado ocurrido, la “historia” ya no
tenía solución, Manuel recogió los tres huevos supervivientes, los limpió con
exquisito cuidado y, tras liarlos en un trapo que tenía debajo del asiento de
la moto que utilizaba para desplazarse, los acomodó allí, con la idea de
echárselo a cualquier gallina americana que tuviera algún amigo. Luego, como es
lógico, continuó con su faena hasta bien entrada la tarde.
Al otro día, mientras tomaba café en un bar de Frigiliana
-su pueblo natal-, antes de irse para el campo para continuar su tarea, Manuel comenzó
a charlar con Fernando Gómez, un buen aficionado lugareño, sobre cómo había ido
la temporada del reclamo. Y, en estas estaban, cuando se acuerda de los tres
huevos que todavía permanecían debajo del asiento de su moto. Le comenta la
historia a Fernando y éste, tras escuchar todo lo sucedido, se lamenta de no
haberse enterado con anterioridad, ya que, si así hubiera sido, él tenía una
incubadora y, si no hubiese pasado tanto tiempo, posiblemente, en ella podrían
haber salido “palante”.
Aun así, como la ilusión, la mayoría de las veces, puede
con los contratiempos, Fernando le dijo a Manuel que se los diera y, a
continuación, raudo y veloz se fue para casa para intentar un imposible:
meterlos en la incubadora con la esperanza de que los huevos eclosionaran, aun
habiendo pasado ya más de un día desde que, sin querer y de forma fortuita,
Manuel los cogió, tras estropearse el nido.
A pesar de todo, como nuestro mundo está lleno de
curiosas e incomprensibles sorpresas,
cinco días después, los hijos de Fernando se quedaron de piedra al comprobar
con ojos de asombro cómo dos preciosos perdigoncetes habían roto el cascarón y
metían en sus pulmones las primeras bocanadas de aire. A continuación, llamaron
por teléfono al padre y le comunicaron lo que estaba ocurriendo en aquellos
momentos.
Ni que decir tiene que, a los pocos minutos, Fernando se
presentó en casa y, con toda la suavidad
y cariño del mundo, cogió entre sus manos a aquellos pequeñajos que,
todavía con todo el plumón humedecido, se movían vivazmente al calor de la
palma de sus manos. A continuación, los envolvió en un suave paño de cocina, mientras
preparaba la que sería su morada en los primeros estadios de su vida: una buena
y robusta caja de cartón con una bombilla colgada desde el techo de la misma
que le daría el calor necesario que, desgraciadamente, su madre no le podía
ofrecer.
Allí, con todos los cuidados habidos y por haber que le
ofrecían Fernando y sus hijos, los dos perdigones fueron creciendo en tamaño y
belleza, demostrando uno de ellos, desde el primer momento que, aparte de ser
un precioso macho, poseía muy buena hechuras.
Pasaron los meses y, cuando noviembre, mes del recorte de
los reclamos para muchos de los aficionados a esta modalidad cinegética, se
asomó en el calendario, aquel pollanco patilargo y delgaducho, pero hermoso y
noble, que ya tenía reservada una buena jaula para que demostrara lo que
llevaba dentro, sufrió unas fuertes caguetas que casi se lo llevan al otro
mundo en varias ocasiones. Pero, al final, Fernando consiguió, con todos las
atenciones y mismos que estuvieron a su alcance, más cuarenta mil potingues y
meringotes que le administró, “salvarle el pellejo”. No obstante, como tardó en
recuperarse del mal trance en el que se vio inmerso, su dueño, con buen
criterio, decidió no recortarlo y, por consiguiente, el terrero seguiría siendo
su morada hasta la temporada próxima. Eso sí, cuando superó totalmente los
desagradables momentos por lo que había pasado, aquel proyecto de reclamo, día
tras día, se “agarraba” con los otros reclamos de Fernando, a los que más de
una vez callaba y les dejaba bien claro que allí había un novel con gran
futuro.
Y llegó la temporada próxima, siendo uno de primeros días
de febrero la fecha escogida por su dueño para que debutara y confirmara en el
campo las excepcionales maneras que venía demostrando en el jaulero. Sin
embargo, la mañana de su “puesta de largo”, curiosamente, no iba a ser la
más idónea para ello. Un viento
norteño que “cortaba” y un agua nieve
gélida le iban a acompañar durante el tiempo que estuvo en el tanganillo. Aun
así, estaba claro que, para quien tiene “madera”, ni estos contratiempos lo
arrugan, sino todo lo contrario. Por ello, desde que se vio sin sayuela, nuestro
personaje, tras erguirse en la jaula y observar el paisaje que le rodeaba,
comenzó a dar un recital musical que, ni quien lo observaba desde el puesto,
con una cara de asombro difícil de describir, podía imaginar y, máxime, cuando con una suavidad digna del
reclamo más veterano y de primera fila, metió en la plaza una collera de
camperas, de las que ya, desgraciadamente, van quedando pocas y, más tarde,
tras la perfecta carambola con la que le regaló Fernando, le hizo un entierro en toda regla.
Para colmo de la
satisfacción que inundaba a quien no acababa de creerse lo que sus ojos estaban
presenciando, aquel pollo volvió a atraer ante sí a una esquiva y recelosa
viudilla tras llamativo titeo y, a continuación, una vez que Fernando se la
dejara hecha un taco de un certero trabucazo, le dedicó una despedida digna de
un auténtico “espada” de los de paseíllo diario.
Poco después, tras llegar al cortijo y contar lo sucedido
a los que estábamos allí presentes, con una euforia de las que hacen época y
mientras tomaba unas copas de rioja y picaba un poco de chorizo y pan, su
hermano José Luis bautizó a quien encima de la mesa, con la sayuela levantada
era la envidia de los que lo observábamos. Había “nacido” Don Moto. Risas y
guaseo de los que “ayudábamos” a Fernando a acabar la botella de Beronia y
degustar unas buenas gambas de Huelva, lo certificaron. Luego, veintitantas
patirrojas abatidas con anterioridad a finalizar la temporada, refrendaron el nacimiento de un reclamo de los que aparecen muy de tarde en tarde.