Aunque ya he escrito y comentado muchas
veces lo que pienso sobre este controvertido tema, quiero, una vez más porque es el pan nuestro de cada día, y basándome
en situaciones reales que vengo comprobando año tras año, dar un poco más de
luz, siempre bajo mi opinión que, equivocada o no, es una más de las muchas que
hay sobre el tema. Esta vez dejando a un lado al reclamo y centrándome en los
ejemplares que pueblan nuestros campos.
Ante todo soy, aunque luego leyendo mis
palabras pueda parecer que no es así, un verdadero defensor de nuestra autentica
perdiz roja española o Alectoris rufa. Digo esto, porque quien ha conocido, como es mi caso, este
tipo de perdiz hace ya unos años y la compara con la de hoy, aunque sea perdiz
de sierra, en donde afortunadamente no ha llegado la hibridación con la perdiz
de granja, existe un verdadero abismo. Los motivos de tal cambio, en los cuales
no me voy a parar, son muy variados, como todos sabemos o entendemos que puedan
ser. Pero lo que sí es cierto es que entre aquella perdiz, fuerte, dominadora
de su territorio, esquiva, valiente… y la de hoy, aunque pueblen los mismos
parajes, existen considerables diferencias.
Está claro que, con los años que tengo, he
tenido la suerte de conocer a la perdiz de antaño y disfrutar de lances que
hoy, excepto en contadísimas ocasiones, no son comunes. De esta manera,
patirrojas que se venían de vuelo desde bien lejos y caían en medio de la
plaza, que entraban al reclamo arrastrando el ala, que se engarabitaban encima
de la jaula, que cantaban de lejos y a los pocos minutos estaban delante del
reclamo con el clásico cuchicheo de la perdiz de campo, que se le mataba el
macho o la hembra y al poco tiempo el viudo/a estaba otra vez dando vueltas al
farolillo, que cantaban sin cesar en la horas clásicas de los puestos…, hoy
día, aunque nos cueste aceptarlo, es muy muy difícil encontrarlas y, si me
apuro, no existen. Lo que hay hoy día son perdices cobardonas que cantan poco,
que no entran bien al reclamo, que se atrancan en las cercanías del colgadero o
se van de vuelo cuando están en las proximidades del puesto sin el más mínimo
motivo, que le tiras el macho o la hembra
de una pareja y el/la que queda o no vuelve a entrar y da bien la lata al reclamo o
vuela y nunca más se supo de él o ella. En una palabra, un auténtico y continuo
sofocón del aficionado de turno que tiene la suerte de colgar en algunos de los
maravillosos parajes en donde todavía este tipo de perdiz, aunque no sea la de
antes, puebla sus rincones. Está claro que, aunque digamos que el verdadero
cuquillero, el de tradición, el de sentimiento…, se contenta con poco, también es
verdad que a cualquiera de ellos, de vez en cuando, le gusta, porque es ley de
vida, llegar al cortijo, tras vivir un buen puesto, con una sonrisa de oreja a
oreja y, esto, desgraciadamente a día de hoy, no es lo normal, ni mucho menos. Muy al contrario,
el sofocón, el disgusto, las ganas de mandar todo al garete… suele ser lo común
en infinidad de ocasiones. Y es así, porque en los últimos años nos hemos ido acostumbrado a casi tirar en todos los puestos y, con la perdiz de hoy, tal
circunstancia es una quimera.
Ante este panorama tan desolador que nos
rodea, la perdiz de repoblación, no cualquiera ni de cualquier manera, sino una
perdiz cuya procedencia nos asegure una buena calidad de ejemplares y soltada
en su tiempo, tras un buen y serio estudio de las posibilidades de una
determinada finca, queramos aceptarlo o no, no es “bajarse los pantalones” como
se suele decir. Y no lo es, porque es de humano el disfrutar y, si lo que
realmente queremos no nos lo proporciona lo que hay en el campo, de ley es buscar alternativas y,
ésta, se quiera o no, es una de ellas. Pero ojo, no hablo de cotos intensivos en
donde se van soltando ejemplares de muy dudosa procedencia, cada dos por tres y
cuando la necesidad de bolsillo lo requiera y en los que se pueden hacer puesto
de “dolor de cabeza”. Me refiero a cotos, en donde quien lo lleva adelante,
realiza una suelta de un determinado número de perdices con buen “pedigree”, en
su tiempo, dígase al comienzo del otoño, los cuida y cuando llega su momento,
la apertura de la veda del reclamo los caza, sin que antes se le haya dado palizas
y palizas al salto y al ojeo. Así, estas perdices cuando llega la apertura de
la veda, allá por principio de enero, con tres meses más o menos en el campo, más
las que han quedado del año anterior, están emparejadas, conocen el terreno y,
aunque nunca llegarán a poseer la sapiencia, sentido y bravura de la autóctona,
entran a la jaula que, muchas veces, da gusto verlas. Por supuesto que no son
de campo, pero el aficionado se divierte, vaya que sí.
Todo lo expuesto lo refrendo porque soy de
los que le gusta decir la verdad de lo que siento y de lo que hago. En base a
ello, año tras año, abato autóctonas y de repoblación y no pesa, ni me duele decirlo.
En la finca que tengo arrendada hace dieciséis años, sólo hay autóctonas –aunque
cada año están peor-, pero empiezo a plantearme el realizar sueltas si la cosa
no cambia. Y es así, porque aparte de los sofocones que se puedan coger
colgándole a este tipo de perdices, los reclamos terminan hechos polvo, porque
para ellos, no hay nada peor, que puestos y puestos sin matarles cacería y eso es
lo que está ocurriendo últimamente. Pasan los días y los días, puestos y
puestos y ni se les tira y ni se les acercan las patirrojas. Y lo peor es que muchas veces,
pasan las jornadas y ni se escucha el campo. Pero existe un problema añadido.
Con la perdiz autóctona de hoy, nos podemos encontrar, y este año me ha ocurrido
a mí, que pájaros que dieron grandes puestos, con el campo lejos o sin escuchar
una pitada, por supuesto, a los tres o cuatro celos te das cuenta que son unos
auténticos mochuelos y los tienes que soltar, puesto que, cuando llega el
momento en el que tienen que dar el do de pecho, no sirven y le hemos aguantado
carros y carretas pensando que eran unos buenos reclamos. Está claro que de salón todos los espadas son buenísimos.