lunes, 18 de enero de 2021

EL CARLOTO, UN RECLAMO DE CAPRICHO

                           El Carloto con un buen garbón a sus "pies"


En el día de hoy, comienzo para muchos del periodo hábil de la caza de la perdiz con reclamo, traigo al blog este relato/historia de Nacho Palomo, seguidor de este blog casi desde el principio, sobre un pájaro de los que no se olvidan: El Carloto 

ooo O ooo

Un día de estos que todos pasamos con poca faena me dio por ponerme a ordenar una serie de papelotes de todo tipo y de la más diversa procedencia que tenía en una abultada carpeta, y que, desde  muchos años atrás, había ido guardando en ella. Lógico pues que, en tan descuidado "arrebujo", uno se fuera a topar con cosas tan dispares y diferentes, como podrían ser - por poner algún ejemplo – artículos sobre perdiz con reclamo, monterías, armas y munición, algún que otro trabajo relacionado con mi profesión y fotografías, muchas fotografías- casi todas relacionadas con el campo y la Caza- que daban fe del paso del tiempo, haciéndome rememorar acontecimientos cinegéticos vividos con mi padre y sus amigos.

Siendo yo un coleccionista en este sentido, siempre fui, a la vez, algo descuidado, bastante olvidadizo y desordenado. Algo así a lo que, por ejemplo, suelen ser adictas las urracas que viven domesticadas  junto a sus dueños en el hogar familiar, que todo lo guardan o esconden.

Sin embargo, lo que yo venía a decir en definitiva, era que lo que realmente me impactó y, de momento, acaparó toda mi atención fue una fotografía, allí traspapelada, -¿cómo no?- de uno de los mejores perdigones- si no el mejor- de cuantos hemos tenido en casa, con el que yo conviviera y al que cazara, en la compañía de mi “maestro”, durante los once años que con nosotros estuvo (llegó a manos de mi padre, ya con tres celos y murió con catorce). Por cierto que, ya van para veinticinco los que falta, por morir de viejo, que no de “blanquilla” ni de ninguna otra enfermedad de las muchas que hoy día acechan. ¡Cuántos y qué entrañables recuerdos todos los que fueron acudiendo a mi memoria, en tanto miraba, en el tembloroso pedestal de mi mano, aquella traspapelada foto! Tanto fue así, que no pude retraerme a echarle mano al primer bolígrafo que se me puso a tiro, y ponerme a desahogar sobre unas cuartillas, tan emotivos y evocadores recuerdos. Porque, ¿qué duda cabe que detrás de cada perdigón enjaulado, hay un "Quijote" enamorado? Y es que un buen reclamo es una fantasía, un orgullo, un anhelo, en definitiva, un capricho, y, como bien sabemos todos, los caprichos sólo pueden pertenecer al mundo de los sueños.

Nuestro biografiado reclamo llevó por nombre “Carloto"- por descontado que explicaré el porqué- y por tal apodo fue conocido y reconocido e, incluso, hasta venerado por propios y extraños, allí por donde pasó en este nuestro peculiar mundillo perdigonero aunque de forma muy particular en el corazón de Sierra Morena, por haber sido el principal y más asiduo escenario de nuestras andanzas pajareras.

Este auténtico y admirado campeón de campeones, durante los once años que estuvo en activo, dispuso de un físico envidiable. Era un pájaro grande, altivo, gordo, cabezón, de mirada triste, siempre con un plumaje que se metía por los ojos, pequeños espolones- estaba casi sin “señalar”- y “patúo”. En su décimo celo acusó una moderada cojera debido a los tan nefastos callos plantares, que le produjeron el retrotaimiento de los dedos de la pata izquierda y, por tanto, la imposibilidad de apoyarla debidamente, no siendo un impedimento para él a la hora de cazar, pues apoyaba su cuerpo en el lateral de la jaula y el resto solo era coser y cantar, nunca mejor dicho.

El Carloto nació en 1978, en unos trigales próximos a La Carlota, municipio de la campiña cordobesa fundado por el rey Carlos III en el año 1767 y que junto a La Carolina (Jaén) y La Luisiana (Sevilla) conformaron las tres grandes zonas de colonización en Andalucía.

Encontrándose mi padre en el año 1982 de expedición en “Los Jesús”, finca tradicionalmente perdigonera y conejera ubicada en Sierra Morena (Villaviciosa de Córdoba), recibió recado del guarda para que se pusiese en contacto con Rafael Niza, mecánico de coches de La Carlota, muy aficionado al conejo y a los podencos. Este le comentó que tenía un pájaro que estando sin cazar atraía continuamente a las montaraces desde la puntilla donde lo tenía colgado, encontrándose el taller de reparación a unos dos kilómetros del pueblo, en plena campiña. Mi padre, que nunca hizo ascos a este tipo de regalos, acordó que pasaría a recogerlo. Desde la finca a La Carlota había, y hay, cuarenta y dos kilómetros de distancia la mitad de los cuales son un auténtico “calvario” por discurrir en plena sierra, con muchísimas y malas curvas y defectuoso pavimento.

Lo recogió y, sin parar en Córdoba, regresó a la finca “comiéndose” el pájaro las miles de curvas que he referido anteriormente. Ya en el cortijo, y sin destaparlo ni procurarle descanso, se hizo un bocadillo, se echó el pájaro a la espalda y escopeta en mano enfiló hacia el aguardo del “camino de Escobar”, puesto de monte ideal para la tarde, donde días antes mi padre estuvo comido de pájaros no pudiendo tirar ni uno por estar éstos malos y “perros”.

Lo desenfundó y salió El Carloto de momento. En veinte minutos le tiró una collera y otro macho, no cortando los tiros (era su primer aguardo como reclamo) y dando un puesto de “libro”.

Si mi padre, tal vez, hubiera sospechado, aunque sólo hubiera sido remotamente, que iba a ser la eminente figura que llegó a ser en el mundo del “Reclamo”, seguro que se hubiese preocupado de buscarle, cuanto menos, otro nombre que hiciera referencia a lo que realmente fue, uno de los más bellos sueños hechos realidad. Tal vez le hubieran venido mejor nombres como “Quitapenas” o “Quitapesares”. Yo, aún, sigo esperando al mirlo blanco para así bautizarlo. Puede que finalice mis días y que tan deseado trovador no llegue a mis manos pero ya sabemos que los perdigoneros somos unos incansables soñadores y, por tanto, no pierdo la esperanza que un día, ya no muy lejano, me toque la lotería.

El Carloto, al principio, se mostró como un pájaro serio y, sobre todo, huraño, desabrido y algo bronco sin duda “virtudes” todas que suelen atesorar los pájaros autóctonos que nacieron y se criaron en el campo. Todo esto que, en cuanto a su comportamiento acabo de relatar, si bien es cierto que pudiera dejar algo que desear no puede pasar, sin embargo, de ser casi una nimiedad, pues no hay que olvidar que lo que, en realidad da la verdadera medida de la valía de un reclamo son sus actitudes, sus virtudes y sus obras, y hablar del “Carloto” ya era otro cantar muy distinto.

No obstante baste decir que El Carloto siempre fue todo un guerrero con el macho peleón; que, ante el cobarde, fue sereno y siempre suave; y que, con las coquetas y delicadas damas, siempre resultó mimoso y galante.

Recuerdo el siguiente aguardo se lo dimos, un puesto de tarde en el “Cerro de la tormenta”. No importaba que el cazadero elegido se encontrara a un buen tirón del cortijo, ni aún menos que fuera un paraje recóndito, apenas transitado y en el que  solo existían las veredas de las reses y un descarnado camino de bestias porque sencillamente, lo que una semana antes descubrimos en nuestros andurreos, era un paraje idílico. Trasteando por allí nos cogió una descomunal tormenta que duró algo más de una hora, llegando al cortijo totalmente calados hasta los huesos. Desde ese día, ese cerro quedó bautizado como “el de la tormenta”. Tenía este cerro una amplia y afable costana, con varias subidas de pájaros hacia sus dormitorios, en la que se encontraba un collado de ensueño y, en el mismo, clareaba una calvera que parecía estar solamente allí para dar un puesto de Perdiz con Reclamo, abundando un prieto matorral, varios farallones de piedra y algún que otro chaparro aunque lo que más abundaban eran los tomillos.

En uno de los extremos del collado y, aprovechando como trasera del aguardo los farallones de piedras, levantamos mi padre y yo (el día de la tormenta) un precioso puesto de monte, situando el repostero en el extremo opuesto, en una frondosa jara que hacía de “asomadilla” desde el monte y tras la cual nacían dos corrientes. Al quitarle la sayuela, permaneció, durante unos minutos, como momificado y sin reaccionar, escudriñando el campo de batalla. Por fin se espolvoreó y, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, salió decidido por alto, sonándome a divinidad aquellos animosos reclamos en el misterioso mutismo y soledad de aquel cerro impresionante.

Al instante se le "puso al aparato" una pajarita. Por la cantidad de reclamos que echaba parecía estar ardiente, sola y enamoradiza. Se vino a todo correr, pues la sentimos ya bastante arriba. El “Carloto”, entre tanto, y sin inmutarse solo la guarreaba cada vez que ésta quería cantar. Con impresionante elegancia y maestría, se arrancó con embuchadas, un suave curicheo y dulces piñones. Hubo, incluso, un momento en que viendo que la dama no avanzaba al ritmo que le iban marcando sus requiebros, entreteniéndose en continuas paradas para lanzar sus "chacharás" y más "chacharás", procuraba interrumpírselos llamándola a comedero. Y entonces, los que no cabíamos  en el puesto éramos nosotros. ¡Qué sabiduría, qué maestría y qué talento tan impresionantes los de  el “trovador”! Hasta lo indecible e insospechado llegaron a parecerme que comencé a tiritar, erizándoseme literalmente el vello.

En esas estábamos cuando por la derecha, y ya muy próxima, cantó otra dama más………….y otra más por detrás¡¡. A mi padre no le gustaba lo más mínimo el percal, pues teníamos a tres “locas” casi juntándose y ello, como casi siempre ocurre, acaba por echar a bregar al del repostero.

Nada más lejos de la realidad. Dulce y enternecedor, el “Carloto”, después de lanzar dos o tres embuchadas y unas seguidas tandas de piñones, fue colocando a las tres hembras en plaza simultáneamente, sin inmutarse lo más mínimo, tan solo moviendo la cabeza para seguirlas por su discurrir y su babero durante el delicado acto del recibo, engallado, precioso. El pajarero que sepa de lo que hablo estará conmigo que es el “sumum”, el no va más, la representación sobresaliente de la obra de un pájaro de bandera.

Una a una entregó la cuchara, rendidas a las mañas y al arte del “Carloto”, que pasaba de tapar un tiro a seguir recibiendo como solo algunos pájaros son capaces de hacerlo. Para finalizar la tarde, y a última hora, metió un par al que mi padre le hizo la carambola, para comprobar la reacción de este fenómeno, volviendo a no cortar al tiro y continuar cazando.

En nuestros múltiples andurriales por Sierra Morena hemos cazado infinidad de fincas. La Alcaidía, a veinte minutos de la ciudad califal, fue una de ellas. Por aquellos años la llevaban en arrendamiento completo (no solamente para la Perdiz con Reclamo) Benigno Calero y otros amigos. Benigno, médico especialista de Aparato Digestivo, es montero pero ante todo, un gran aficionado a la “jaula”. Todos los años invitaba a mi padre a echar un día por aquellos majestuosos collados, invitación por supuesto que de muy buen agrado aceptaba mi padre pues el cazadero es una maravilla y la “compaña” no podía ser mejor, estando asegurada la tertulia y las consabidas risas.

La Alcaidía es una finca ubicada en una sierra abrupta y quebrada, cuyas laderas caen impetuosas a la campiña cordobesa, casi a las mismas puertas del Campus Universitario de Rabanales. En su parte más alta, en cambio, hay unas mesas con suaves morras en las que abunda el lentisco, el acebuche, la jara y el tomillo, y donde, por supuesto, abundaba antaño la perdiz. Si bien, como digo, no escaseaban, eran conocidas por ser muy malas y perras a la hora de correrse a la plaza. No pasaba mucho tiempo hasta que llegaban a la zona de aguardo pero que se colaran hasta la “salita de estar” era ya harina de otro costal, echando a bregar a no pocos reclamos y haciéndolos exasperar hasta el aburrimiento.

Uno de esos años que mi padre y yo asistimos a una de las típicas jornadas pajareras en La Alcaidía y, creyendo Benigno que por no pasar de los 15 años mi padre me iba a endilgar una media cucharita para dar el puesto de sol-por aquello de que “el niño siguiera haciendo culo”- me llevaron a una zona próxima a la “Huerta Vieja”, donde contaba Benigno que los pájaros estaban amontonados pero que no se corrían así les ofrecieras billetes de mil duros.

Cuando llegué al puesto de monte lo encontré lleno de colillas, pateado en su interior y con dos reposteros en sus proximidades. Vamos, lo que los pajareros solemos llamar “cagao y meao” pero bueno, al niño había que colocarlo para que matara el gusanillo y respirara el aire puro de la sierra.

El Carloto, que ya cazaba su séptimo celo, se encontraba enarbolado en una chaparrita que le adapté como pulpitillo y a la espera de quitarle la sayuela para meterse en faena. Una vez desposeído de la funda no tardó en salir, como los buenos, buscando guerra con pus poderosos y timbrados reclamos. Rápidamente cogió el teléfono el que, por su cascado vozarrón debía ser un “cácarro” de padre y muy señor mío, si no el señor de aquellas querencias. En sólo unos instantes, pude ver recortarse su figura de semental en la cúspide de un gran cancho que sobresalía entre el monte a no mucha distancia de la chaparra que hacía de pulpitillo. Como con jactanciosa desvergüenza y un tanto socarrón comenzó a contestar al “Carloto”, entrelazando curicheos, piñones y reclamos, pero con tan manifiesta apatía y falto de expresividad, que ya, desde los primeros instantes, me pude apercibir que se trataba de un “retrancón” de tomo y lomo que solo pretendía cubrir el expediente sin manifestar el más mínimo atisbo de casta y bravura. Era como una fría, inexpresiva e inmóvil momia, como si estuviera naturalizado.

No dejaba de observarle, pensando que aquella extraña actitud podría venir provocada por muchas causas. Quizás las llamadas que, a no más de cien metros y en tono de regañina y amenaza, le estaba haciendo “la parienta”, llamándolo al orden. Tal vez, porque avezado en mil y una batallas en su ya larga vida, y habiendo conocido circunstancias similares, estaba más que escarmentado de aquella “engañifa” de nosotros los pajareros. Esa actitud también podría ser consecuencia de que, en alguno de sus muchos celos, viera morir a la que en esos momentos, era su esposa. De todas formas y viendo el “jechío” que presentaba el aguardo, seguro que era la causa de su extrema cobardía.

El caso era que, fuere por lo que fuere, el apático morlaco  daba la impresión de estar como clavado con no sabría decir cuántos tornillos en la cúspide de aquella piedra, porque de darle al pico no paraba, pero al muy jodío no se le veía la menor intención de mover una pata y como diciendo a su vez, que “a aquel trapo iba a entrar tu puta abuela, señor “Carloto”, quien le guarreaba y reñía repetidamente para envalentonarlo. Reclamó la hembra muy cerca, desentendiéndose el reclamo del cobarde macho y, cambiando completamente su actitud y el repertorio, se arrancó con dulces embuchadas y excelsos piñoncitos, a la vez que la guteaba.

Sin previo aviso y de vuelo, se arrancó de detrás de esos canchos donde se apostaba el timorato perdigón la que parecía ser su amada, desesperada y ardiendo de deseo, en busca del inesperado y sorprendente galán para ponerle los cuernos a su marido. Mientras la dama estuvo allí, dando vueltas en su entorno, el “Carloto” se lució con tal arte, con tal maestría y con tal galantería, que obligó al incrédulo “embalsamado” a bajarse, por fin, del cancho pedestal viniéndose como un auténtico “Santacoloma”, recibiéndolo el “Carloto” a portagayola, sin perderle la cara y retándolo con un suave grilleo.

Una vez saciado de tan bella y tensa escena, abatí al macho quedando con la baba caída al ver el aplomo, la delicadeza y el señorío con que mi trovador quedó al humo. Que la hembra acabara rendida a sus pies fue cuestión de breve espacio de tiempo, pues ésta se encontraba totalmente enamorada y entregada al nuevo galán.

Como a los diez minutos decidí levantarme, pues tenía frio y me encontraba en tal estado de nervios que temblaba hasta el catrecillo. De buenas a primeras el “Carloto” se metió en recibo, colándose un imponente “verraco” acompañado de su hembra. La “jaula” se rebajó lo indecible, en casi imperceptibles curicheos y llamándolos a comedero, a la vez que aquel macho, embolado y beligerante, dejó caer una de sus alas. El recibo que entonces les hizo “El Carloto” no soy capaz de describirlo ahora, por lo que me limitaré a contar que fue como para quitarse el sombrero y hacerle una reverencia. Allí estuvieron, en franca batalla, un largo espacio de tiempo, tras el cual tiré el macho. La hembra, una vez que viera morir a su amante, prácticamente, a sus pies, se voló y por allí anduvo merodeando, astuta y recelosa, durante un rato, en tanto que el reclamo hacía verdaderos malabares, intentando conquistársela, sin tocar un alambre y mostrando total serenidad y paciencia ante la idas y venidas de la resabiada perdiz. A última hora la pude tirar, por fin, cuando en una de sus múltiples y alocadas visitas a la plaza quedó parada en un pequeño claro que ofrecían dos tomillos a escaso metro y medio del repostero, viéndola el pájaro perfectamente.

Pude haberle tirado más perdices pues las tenía bien cerca, pero el sonido del claxon del coche, reclamando mi presencia, hizo que definitivamente diera por finalizada la mata.

Relato este aguardo primero, para dar fe como si un notario fuera, de que solo unos pocos pájaros son capaces de meter en plaza perdices que se encuentran ya muy cazadas y jauleadas y, en segundo lugar, porque es un estupendo ejemplo de cómo se debe comportar un reclamo catalogado como de bandera.

Eso de tirarle a un reclamo una perdiz que esté fuera de plaza -sea macho o hembra, para el caso da igual- es algo que debe repatear las entrañas (imagino, ya que jamás incurrí en tan deshonroso delito). Siendo esto tan grave, no es menos cierto que el fallarle las perdices a un pájaro de reclamo causa a éste tal desazón y humillación que pudiera quedar éste para el arrastre durante toda su vida, más aún si el afectado es un catecumenado o incipiente reclamo de perdiz.

Por eso nosotros-sabiendo esto y, además, por propia experiencia- estábamos que no vivíamos cuando mi padre, cierto día, prestó el “Carloto” a un compañero de expedición que, carente de reclamos de clase y, ya avanzada la temporada, aún no había gastado ni un mísero cartucho. No fueron una, ni dos las perdices que le voló…….sino seis. ¡Qué fracaso tan descomunal, Santo Dios! Y es que volar seis perdices en un mismo puesto, manda cojones.

Por otro lado, mi padre pensaba que el tremendo castigo al que fue condenado, tal vez, no hubiera podido hacer demasiada mella en El Carloto por una parte, ya a esas alturas, por las muchas y muy memorables batallas que llevaba libradas, y, por otra, sabiendo de la categoría del Carloto, estaba casi seguro que no se debería haber resentido ante tales “fallos”. No obstante, como esa noche apenas si pudo conciliar el sueño y para quitarse de golpe las dudas y temores que le albergaban, al día siguiente del día de autos decidió enfundar al Carloto y enfilamos los dos hacia “los Olivos de José Escobar”.  Salió el pájaro como de costumbre, de reclamos, no tardando mucho en contestarle un buen “elemento” en aquel serreño olivar, pero que se encontraba al otro lado de un arroyo.

El Carloto, presintiéndolo, que no viéndolo, se lio con él, con el poderío y el talento que atesoraba, pero el del campo no cruzaba el arroyo ni a la de tres. Todos sabemos que las perdices tienen delimitado su territorio y, quizás, esa imaginaria línea roja fuera el arroyo y, si el garbón carecía de pasaporte, aún menos.

Sangre, sudor y lágrimas le costó al que, intacto de todo resabio, seguía siendo el insuperable artista que siempre fuera, para que el dueño del terreno anexo traspasase aquella prohibitiva frontera de tupidas adelfas por una especie de portillo que se abría, unos metros más abajo de donde nosotros nos encontrábamos, y desde donde entró directamente acompañado de su hembra, embolado y meciéndose al tiempo que, arrastrando el ala y emitiendo un amenazante curicheo presentaba credenciales al que, con la cabeza literalmente pegada a la copa de la jaula, le estaba dando la bienvenida mediante todo un insuperable movimiento de babero…..

Nuestro gozo era manifiesto si bien a mi padre comenzaron a surgirle las dudas sobre a cual tirar primero. No hay que olvidar que este reclamo venía, el día anterior, de ver volar seis perdices de la plaza, una tras otra y, por tanto, mi padre lo que menos deseaba es que el pájaro lo experimentara de nuevo, aunque simplemente fuera al tirar a uno de los componentes del par. La situación, como podéis imaginaros, la solventó mi padre haciéndole la carambola y Santas Pascuas. El Carloto tapó el tiro y luego le tiramos una hembrita más, de propina.

Por increíble que parezca hay pájaros a los que nada les afecta. Es tal la clase, maestría y afición que atesoran que es imposible que algo pueda desviarles de la senda de gloria por la que “caminan”.

                                   Ignacio Palomo Izquierdo


4 comentarios:

  1. Gracias por compartir ese magnifico relato y enhorabuena por haber disfrutado de ese "Carloto " que todos soñamos con tener en nuestro jaulero.

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    1. Gracias Miguel. Fue un lujo poderlo compartir con mi padre, mi maestro en estas lides desde que cumplí 10 años. Aunque aún vive ya lleva 15 años que su enfermedad no le permite meterse en los aguardos. Me alegro que te haya gustado

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  2. REALMENTE MAGISTRAL EL RELATO DE CARLOTO, TE LO ZAMPAS EN U N SANTIAMEN Y SIN RESPIRAR CASI,GRACIAS POR ESTOS MINUTOS TAN APASIONANTES.SALUDOS DESDE MALLORCA DE TOMEU.

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  3. B días desde el puesto. Y desde aquí quiero agradeceros a todos los que participas en esta causa vuestra colaboración. Luego decir que El Carloto res un precioso relato de vivencias pasada que son las que nunca se olvidan.Saludos y a cuidarse

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