En el día de hoy, comienzo para muchos del periodo hábil de la caza de la perdiz con reclamo, traigo al blog este relato/historia de Nacho Palomo, seguidor de este blog casi desde el principio, sobre un pájaro de los que no se olvidan: El Carloto
ooo O ooo
Un día de estos que todos pasamos con poca faena me
dio por ponerme a ordenar una serie de papelotes de todo tipo y de la más
diversa procedencia que tenía en una abultada carpeta, y que, desde muchos años atrás, había ido guardando en
ella. Lógico pues que, en tan descuidado "arrebujo", uno se fuera a
topar con cosas tan dispares y diferentes, como podrían ser - por poner algún
ejemplo – artículos sobre perdiz con reclamo, monterías, armas y munición,
algún que otro trabajo relacionado con mi profesión y fotografías, muchas
fotografías- casi todas relacionadas con el campo y la Caza- que daban fe del
paso del tiempo, haciéndome rememorar acontecimientos cinegéticos vividos con
mi padre y sus amigos.
Siendo yo un coleccionista en este sentido, siempre
fui, a la vez, algo descuidado, bastante olvidadizo y desordenado. Algo así a
lo que, por ejemplo, suelen ser adictas las urracas que viven domesticadas junto a sus dueños en el hogar familiar, que
todo lo guardan o esconden.
Sin embargo, lo que yo venía a decir en definitiva,
era que lo que realmente me impactó y, de momento, acaparó toda mi atención fue
una fotografía, allí traspapelada, -¿cómo no?- de uno de los mejores
perdigones- si no el mejor- de cuantos hemos tenido en casa, con el que yo
conviviera y al que cazara, en la compañía de mi “maestro”, durante los once
años que con nosotros estuvo (llegó a manos de mi padre, ya con tres celos y
murió con catorce). Por cierto que, ya van para veinticinco los que falta, por
morir de viejo, que no de “blanquilla” ni de ninguna otra enfermedad de las
muchas que hoy día acechan. ¡Cuántos y qué entrañables recuerdos todos los que
fueron acudiendo a mi memoria, en tanto miraba, en el tembloroso pedestal de mi
mano, aquella traspapelada foto! Tanto fue así, que no pude retraerme a echarle
mano al primer bolígrafo que se me puso a tiro, y ponerme a desahogar sobre
unas cuartillas, tan emotivos y evocadores recuerdos. Porque, ¿qué duda cabe
que detrás de cada perdigón enjaulado, hay un "Quijote" enamorado? Y
es que un buen reclamo es una fantasía, un orgullo, un anhelo, en definitiva,
un capricho, y, como bien sabemos todos, los caprichos sólo pueden pertenecer
al mundo de los sueños.
Nuestro biografiado reclamo llevó por nombre “Carloto"- por descontado que explicaré el porqué- y por tal
apodo fue conocido y reconocido e, incluso, hasta venerado por propios y
extraños, allí por donde pasó en este nuestro peculiar mundillo perdigonero aunque de forma muy particular en el corazón de Sierra Morena, por haber sido el principal y más asiduo
escenario de nuestras andanzas pajareras.
Este auténtico y admirado campeón de campeones,
durante los once años que estuvo en activo, dispuso de un físico envidiable.
Era un pájaro grande, altivo, gordo, cabezón, de mirada triste, siempre con un
plumaje que se metía por los ojos, pequeños espolones- estaba casi sin
“señalar”- y “patúo”. En su décimo celo acusó una moderada cojera debido a los
tan nefastos callos plantares, que le produjeron el retrotaimiento de los dedos
de la pata izquierda y, por tanto, la imposibilidad de apoyarla debidamente, no
siendo un impedimento para él a la hora de cazar, pues apoyaba su cuerpo en el
lateral de la jaula y el resto solo era coser y cantar, nunca mejor dicho.
El Carloto
nació en 1978, en unos trigales próximos a La Carlota, municipio de la campiña
cordobesa fundado por el rey Carlos III en el año 1767 y que junto a La
Carolina (Jaén) y La Luisiana (Sevilla) conformaron las tres grandes zonas de
colonización en Andalucía.
Encontrándose mi padre en el año 1982 de expedición
en “Los Jesús”, finca tradicionalmente perdigonera y conejera
ubicada en Sierra Morena (Villaviciosa de Córdoba), recibió recado del
guarda para que se pusiese en contacto con Rafael Niza, mecánico de coches de
La Carlota, muy aficionado al conejo y a los podencos. Este le comentó que
tenía un pájaro que estando sin cazar atraía continuamente a las montaraces
desde la puntilla donde lo tenía colgado, encontrándose el taller de reparación
a unos dos kilómetros del pueblo, en plena campiña. Mi padre, que nunca hizo
ascos a este tipo de regalos, acordó que pasaría a recogerlo. Desde la finca a
La Carlota había, y hay, cuarenta y dos kilómetros de distancia la mitad de los
cuales son un auténtico “calvario” por discurrir en plena sierra, con
muchísimas y malas curvas y defectuoso pavimento.
Lo recogió y, sin parar en Córdoba, regresó a la
finca “comiéndose” el pájaro las miles de curvas que he referido anteriormente.
Ya en el cortijo, y sin destaparlo ni procurarle descanso, se hizo un
bocadillo, se echó el pájaro a la espalda y escopeta en mano enfiló hacia el
aguardo del “camino
de Escobar”, puesto de monte ideal
para la tarde, donde días antes mi padre estuvo comido de pájaros no pudiendo
tirar ni uno por estar éstos malos y “perros”.
Lo desenfundó y salió El
Carloto de momento. En veinte minutos le
tiró una collera y otro macho, no cortando los tiros (era su primer aguardo
como reclamo) y dando un puesto de “libro”.
Si mi padre, tal vez, hubiera sospechado, aunque
sólo hubiera sido remotamente, que iba a ser la eminente figura que llegó a ser
en el mundo del “Reclamo”, seguro que se hubiese preocupado de buscarle, cuanto
menos, otro nombre que hiciera referencia a lo que realmente fue, uno de los
más bellos sueños hechos realidad. Tal vez le hubieran venido mejor nombres
como “Quitapenas” o “Quitapesares”. Yo, aún, sigo esperando al mirlo blanco para así
bautizarlo. Puede que finalice mis días y que tan deseado trovador no llegue a
mis manos pero ya sabemos que los perdigoneros somos unos incansables soñadores
y, por tanto, no pierdo la esperanza que un día, ya no muy lejano, me toque la
lotería.
El Carloto,
al principio, se mostró como un pájaro serio y, sobre todo, huraño, desabrido y
algo bronco sin duda “virtudes” todas que suelen atesorar los pájaros
autóctonos que nacieron y se criaron en el campo. Todo esto que, en cuanto a su
comportamiento acabo de relatar, si bien es cierto que pudiera dejar algo que
desear no puede pasar, sin embargo, de ser casi una nimiedad, pues no hay que
olvidar que lo que, en realidad da la verdadera medida de la valía de un
reclamo son sus actitudes, sus virtudes y sus obras, y hablar del “Carloto”
ya era otro cantar muy distinto.
No obstante baste decir que El Carloto
siempre fue todo un guerrero con el macho peleón; que, ante el cobarde, fue
sereno y siempre suave; y que, con las coquetas y delicadas damas, siempre
resultó mimoso y galante.
Recuerdo el siguiente aguardo se lo dimos, un
puesto de tarde en el “Cerro de
la tormenta”. No importaba que el
cazadero elegido se encontrara a un buen tirón del cortijo, ni aún menos que
fuera un paraje recóndito, apenas transitado y en el que solo existían las veredas de las reses y un
descarnado camino de bestias porque sencillamente, lo que una semana antes
descubrimos en nuestros andurreos, era un paraje idílico. Trasteando por allí
nos cogió una descomunal tormenta que duró algo más de una hora, llegando al
cortijo totalmente calados hasta los huesos. Desde ese día, ese cerro quedó
bautizado como “el de la
tormenta”. Tenía este cerro una amplia y
afable costana, con varias subidas de pájaros hacia sus dormitorios, en la que
se encontraba un collado de ensueño y, en el mismo, clareaba una calvera que
parecía estar solamente allí para dar un puesto de Perdiz con Reclamo,
abundando un prieto matorral, varios farallones de piedra y algún que otro
chaparro aunque lo que más abundaban eran los tomillos.
En uno de los extremos del collado y, aprovechando
como trasera del aguardo los farallones de piedras, levantamos mi padre y yo
(el día de la tormenta) un precioso puesto de monte, situando el repostero en
el extremo opuesto, en una frondosa jara que hacía de “asomadilla” desde el
monte y tras la cual nacían dos corrientes. Al quitarle la sayuela, permaneció,
durante unos minutos, como momificado y sin reaccionar, escudriñando el campo
de batalla. Por fin se espolvoreó y, sin encomendarse a Dios ni al Diablo,
salió decidido por alto, sonándome a divinidad aquellos animosos reclamos en el
misterioso mutismo y soledad de aquel cerro impresionante.
Al instante se le "puso al aparato" una
pajarita. Por la cantidad de reclamos que echaba parecía estar ardiente, sola y
enamoradiza. Se vino a todo correr, pues la sentimos ya bastante arriba. El “Carloto”,
entre tanto, y sin inmutarse solo la guarreaba cada vez que ésta quería cantar.
Con impresionante elegancia y maestría, se arrancó con embuchadas, un suave
curicheo y dulces piñones. Hubo, incluso, un momento en que viendo que la dama
no avanzaba al ritmo que le iban marcando sus requiebros, entreteniéndose en
continuas paradas para lanzar sus "chacharás" y más
"chacharás", procuraba interrumpírselos llamándola a comedero. Y
entonces, los que no cabíamos en el
puesto éramos nosotros. ¡Qué sabiduría, qué maestría y qué talento tan
impresionantes los de el “trovador”!
Hasta lo indecible e insospechado llegaron a parecerme que comencé a tiritar,
erizándoseme literalmente el vello.
En esas estábamos cuando por la derecha, y ya muy
próxima, cantó otra dama más………….y otra más por detrás¡¡. A mi padre no le
gustaba lo más mínimo el percal, pues teníamos a tres “locas” casi juntándose y
ello, como casi siempre ocurre, acaba por echar a bregar al del repostero.
Nada más lejos de la realidad. Dulce y enternecedor,
el “Carloto”, después de lanzar dos o tres embuchadas y unas
seguidas tandas de piñones, fue colocando a las tres hembras en plaza
simultáneamente, sin inmutarse lo más mínimo, tan solo moviendo la cabeza para
seguirlas por su discurrir y su babero durante el delicado acto del recibo,
engallado, precioso. El pajarero que sepa de lo que hablo estará conmigo que es
el “sumum”, el no va más, la representación sobresaliente de la obra de un
pájaro de bandera.
Una a una entregó la cuchara, rendidas a las mañas
y al arte del “Carloto”, que pasaba de tapar un tiro a seguir recibiendo
como solo algunos pájaros son capaces de hacerlo. Para finalizar la tarde, y a
última hora, metió un par al que mi padre le hizo la carambola, para comprobar
la reacción de este fenómeno, volviendo a no cortar al tiro y continuar
cazando.
En nuestros múltiples andurriales por Sierra Morena hemos cazado infinidad de fincas. La Alcaidía,
a veinte minutos de la ciudad califal, fue una de ellas. Por aquellos años la
llevaban en arrendamiento completo (no solamente para la Perdiz con Reclamo)
Benigno Calero y otros amigos. Benigno, médico especialista de Aparato
Digestivo, es montero pero ante todo, un gran aficionado a la “jaula”. Todos
los años invitaba a mi padre a echar un día por aquellos majestuosos collados,
invitación por supuesto que de muy buen agrado aceptaba mi padre pues el
cazadero es una maravilla y la “compaña” no podía ser mejor, estando asegurada
la tertulia y las consabidas risas.
La Alcaidía
es una finca ubicada en una sierra abrupta y quebrada, cuyas laderas caen
impetuosas a la campiña cordobesa, casi a las mismas puertas del Campus
Universitario de Rabanales. En su parte más alta, en cambio, hay unas mesas
con suaves morras en las que abunda el lentisco, el acebuche, la jara y el
tomillo, y donde, por supuesto, abundaba antaño la perdiz. Si bien, como digo,
no escaseaban, eran conocidas por ser muy malas y perras a la hora de correrse
a la plaza. No pasaba mucho tiempo hasta que llegaban a la zona de aguardo pero
que se colaran hasta la “salita de estar” era ya harina de otro costal, echando
a bregar a no pocos reclamos y haciéndolos exasperar hasta el aburrimiento.
Uno de esos años que mi padre y yo asistimos a una
de las típicas jornadas pajareras en La
Alcaidía y, creyendo Benigno que por no
pasar de los 15 años mi padre me iba a endilgar una media cucharita para dar el
puesto de sol-por aquello de que “el niño siguiera haciendo culo”- me llevaron
a una zona próxima a la “Huerta
Vieja”, donde contaba Benigno que los pájaros
estaban amontonados pero que no se corrían así les ofrecieras billetes de mil
duros.
Cuando llegué al puesto de monte lo encontré lleno
de colillas, pateado en su interior y con dos reposteros en sus proximidades.
Vamos, lo que los pajareros solemos llamar “cagao y meao” pero bueno, al niño
había que colocarlo para que matara el gusanillo y respirara el aire puro de la
sierra.
El Carloto,
que ya cazaba su séptimo celo, se encontraba enarbolado en una chaparrita que
le adapté como pulpitillo y a la espera de quitarle la sayuela para meterse en
faena. Una vez desposeído de la funda no tardó en salir, como los buenos,
buscando guerra con pus poderosos y timbrados reclamos. Rápidamente cogió el
teléfono el que, por su cascado vozarrón debía ser un “cácarro” de padre y muy
señor mío, si no el señor de aquellas querencias. En sólo unos instantes, pude
ver recortarse su figura de semental en la cúspide de un gran cancho que
sobresalía entre el monte a no mucha distancia de la chaparra que hacía de
pulpitillo. Como con jactanciosa desvergüenza y un tanto socarrón comenzó a
contestar al “Carloto”, entrelazando curicheos, piñones y reclamos, pero
con tan manifiesta apatía y falto de expresividad, que ya, desde los primeros
instantes, me pude apercibir que se trataba de un “retrancón” de tomo y lomo
que solo pretendía cubrir el expediente sin manifestar el más mínimo atisbo de
casta y bravura. Era como una fría, inexpresiva e inmóvil momia, como si
estuviera naturalizado.
No dejaba de observarle, pensando que aquella
extraña actitud podría venir provocada por muchas causas. Quizás las llamadas
que, a no más de cien metros y en tono de regañina y amenaza, le estaba
haciendo “la parienta”, llamándolo al orden. Tal vez, porque avezado en mil y
una batallas en su ya larga vida, y habiendo conocido circunstancias similares,
estaba más que escarmentado de aquella “engañifa” de nosotros los pajareros.
Esa actitud también podría ser consecuencia de que, en alguno de sus muchos
celos, viera morir a la que en esos momentos, era su esposa. De todas formas y
viendo el “jechío” que presentaba el aguardo, seguro que era la causa de su
extrema cobardía.
El caso era que, fuere por lo que fuere, el apático
morlaco daba la impresión de estar como
clavado con no sabría decir cuántos tornillos en la cúspide de aquella piedra,
porque de darle al pico no paraba, pero al muy jodío no se le veía la menor
intención de mover una pata y como diciendo a su vez, que “a aquel trapo iba a
entrar tu puta abuela, señor “Carloto”, quien le guarreaba y reñía repetidamente para
envalentonarlo. Reclamó la hembra muy cerca, desentendiéndose el reclamo del
cobarde macho y, cambiando completamente su actitud y el repertorio, se arrancó
con dulces embuchadas y excelsos piñoncitos, a la vez que la guteaba.
Sin previo aviso y de vuelo, se arrancó de detrás
de esos canchos donde se apostaba el timorato perdigón la que parecía ser su
amada, desesperada y ardiendo de deseo, en busca del inesperado y sorprendente
galán para ponerle los cuernos a su marido. Mientras la dama estuvo allí, dando
vueltas en su entorno, el “Carloto” se lució con tal arte, con tal maestría y con tal
galantería, que obligó al incrédulo “embalsamado” a bajarse, por fin, del
cancho pedestal viniéndose como un auténtico “Santacoloma”, recibiéndolo el “Carloto” a portagayola, sin perderle la cara y retándolo
con un suave grilleo.
Una vez saciado de tan bella y tensa escena, abatí
al macho quedando con la baba caída al ver el aplomo, la delicadeza y el
señorío con que mi trovador quedó al humo. Que la hembra acabara rendida a sus
pies fue cuestión de breve espacio de tiempo, pues ésta se encontraba
totalmente enamorada y entregada al nuevo galán.
Como a los diez minutos decidí levantarme, pues
tenía frio y me encontraba en tal estado de nervios que temblaba hasta el
catrecillo. De buenas a primeras el “Carloto” se metió en recibo, colándose un imponente
“verraco” acompañado de su hembra. La “jaula” se rebajó lo indecible, en casi
imperceptibles curicheos y llamándolos a comedero, a la vez que aquel macho,
embolado y beligerante, dejó caer una de sus alas. El recibo que entonces les
hizo “El Carloto” no soy capaz de describirlo ahora, por lo que me
limitaré a contar que fue como para quitarse el sombrero y hacerle una
reverencia. Allí estuvieron, en franca batalla, un largo espacio de tiempo,
tras el cual tiré el macho. La hembra, una vez que viera morir a su amante,
prácticamente, a sus pies, se voló y por allí anduvo merodeando, astuta y
recelosa, durante un rato, en tanto que el reclamo hacía verdaderos malabares,
intentando conquistársela, sin tocar un alambre y mostrando total serenidad y
paciencia ante la idas y venidas de la resabiada perdiz. A última hora la pude
tirar, por fin, cuando en una de sus múltiples y alocadas visitas a la plaza
quedó parada en un pequeño claro que ofrecían dos tomillos a escaso metro y
medio del repostero, viéndola el pájaro perfectamente.
Pude haberle tirado más perdices pues las tenía
bien cerca, pero el sonido del claxon del coche, reclamando mi presencia, hizo
que definitivamente diera por finalizada la mata.
Relato este aguardo primero, para dar fe como si un
notario fuera, de que solo unos pocos pájaros son capaces de meter en plaza
perdices que se encuentran ya muy cazadas y jauleadas y, en segundo lugar,
porque es un estupendo ejemplo de cómo se debe comportar un reclamo catalogado
como de bandera.
Eso de tirarle a un reclamo una perdiz que esté
fuera de plaza -sea macho o hembra, para el caso da igual- es algo que debe
repatear las entrañas (imagino, ya que jamás incurrí en tan deshonroso delito).
Siendo esto tan grave, no es menos cierto que el fallarle las perdices a un
pájaro de reclamo causa a éste tal desazón y humillación que pudiera quedar
éste para el arrastre durante toda su vida, más aún si el afectado es un
catecumenado o incipiente reclamo de perdiz.
Por eso nosotros-sabiendo esto y, además, por
propia experiencia- estábamos que no vivíamos cuando mi padre, cierto día,
prestó el “Carloto” a un compañero de expedición que, carente de
reclamos de clase y, ya avanzada la temporada, aún no había gastado ni un
mísero cartucho. No fueron una, ni dos las perdices que le voló…….sino seis.
¡Qué fracaso tan descomunal, Santo Dios! Y es que volar seis perdices en un
mismo puesto, manda cojones.
Por otro lado, mi padre pensaba que el tremendo
castigo al que fue condenado, tal vez, no hubiera podido hacer demasiada mella
en El Carloto por una parte, ya a esas alturas, por las muchas y
muy memorables batallas que llevaba libradas, y, por otra, sabiendo de la
categoría del Carloto, estaba casi seguro que no se debería haber
resentido ante tales “fallos”. No obstante, como esa noche apenas si pudo
conciliar el sueño y para quitarse de golpe las dudas y temores que le
albergaban, al día siguiente del día de autos decidió enfundar al Carloto y
enfilamos los dos hacia “los
Olivos de José Escobar”. Salió el pájaro como de costumbre, de
reclamos, no tardando mucho en contestarle un buen “elemento” en aquel serreño
olivar, pero que se encontraba al otro lado de un arroyo.
El Carloto,
presintiéndolo, que no viéndolo, se lio con él, con el poderío y el talento que
atesoraba, pero el del campo no cruzaba el arroyo ni a la de tres. Todos
sabemos que las perdices tienen delimitado su territorio y, quizás, esa
imaginaria línea roja fuera el arroyo y, si el garbón carecía de pasaporte, aún
menos.
Sangre, sudor y lágrimas le costó al que, intacto
de todo resabio, seguía siendo el insuperable artista que siempre fuera, para
que el dueño del terreno anexo traspasase aquella prohibitiva frontera de
tupidas adelfas por una especie de portillo que se abría, unos metros más abajo
de donde nosotros nos encontrábamos, y desde donde entró directamente
acompañado de su hembra, embolado y meciéndose al tiempo que, arrastrando el
ala y emitiendo un amenazante curicheo presentaba credenciales al que, con la
cabeza literalmente pegada a la copa de la jaula, le estaba dando la bienvenida
mediante todo un insuperable movimiento de babero…..
Nuestro gozo era manifiesto si bien a mi padre
comenzaron a surgirle las dudas sobre a cual tirar primero. No hay que olvidar
que este reclamo venía, el día anterior, de ver volar seis perdices de la
plaza, una tras otra y, por tanto, mi padre lo que menos deseaba es que el
pájaro lo experimentara de nuevo, aunque simplemente fuera al tirar a uno de
los componentes del par. La situación, como podéis imaginaros, la solventó mi
padre haciéndole la carambola y Santas Pascuas.
El Carloto tapó el tiro y luego le tiramos
una hembrita más, de propina.
Por increíble que parezca hay pájaros a los que
nada les afecta. Es tal la clase, maestría y afición que atesoran que es
imposible que algo pueda desviarles de la senda de gloria por la que “caminan”.
Ignacio
Palomo Izquierdo
Gracias por compartir ese magnifico relato y enhorabuena por haber disfrutado de ese "Carloto " que todos soñamos con tener en nuestro jaulero.
ResponderEliminarGracias Miguel. Fue un lujo poderlo compartir con mi padre, mi maestro en estas lides desde que cumplí 10 años. Aunque aún vive ya lleva 15 años que su enfermedad no le permite meterse en los aguardos. Me alegro que te haya gustado
EliminarREALMENTE MAGISTRAL EL RELATO DE CARLOTO, TE LO ZAMPAS EN U N SANTIAMEN Y SIN RESPIRAR CASI,GRACIAS POR ESTOS MINUTOS TAN APASIONANTES.SALUDOS DESDE MALLORCA DE TOMEU.
ResponderEliminarB días desde el puesto. Y desde aquí quiero agradeceros a todos los que participas en esta causa vuestra colaboración. Luego decir que El Carloto res un precioso relato de vivencias pasada que son las que nunca se olvidan.Saludos y a cuidarse
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