miércoles, 28 de abril de 2010

UN ABRAZO DELATADOR.


Hoy, cuelgo en mi blog otro relato de mi primo Jerónimo Lluch, el cual, unos años mayor que yo, siente la misma pasión por la caza de la perdiz con reclamo y, además, es pàra mí un maestro en esto de la "pluma". Por ello, y dado que lleva muchos años con las historias de la "jaula", mensualmente, colgaré un relato suyo.

La finca la Atalaya distaba varios kilómetros del pueblo. Sus dueños Rita y Vicente, aunque tenían casa en la ciudad, pasaban largas temporadas en el campo, pues Rita, que había heredado la Atalaya de sus padres, le tenía a la finca muchísimo apego y cariño.

Vicente, su esposo, que en su juventud fue comerciante de tejidos, regentaba ahora esta propiedad que era agrícola y ganadera porque aparte del olivar y el castañar; el encinar y los pastos proporcionaban el sustento a una piara de ovejas y cabras y a los cochinos en época de montanera.

Vicente se manifestaba un apasionado de los toros y de la caza, ya que en sus años mozos tuvo buenos podencos que le facilitaron que matase muchos conejos y liebres; pero sería “el Maura”, un perdigón que cambió por un pollo tomatero, y que resultó de bandera, el que le haría aficionado al reclamo, siendo ésta la modalidad cinegética a la que se dedicaba últimamente con pasión y entusiasmo.

Todos los otoños sembraba cereales en alguna zona de la Atalaya, para facilitarles a las patirrojas cobertura en la época de cría y alimentos a los polluelos al nacer, debido a lo cual siempre se criaban varios bandos de perdices en su propiedad, que le posibilitarían en los meses de celo colgar el pájaro en ella, sin apenas tenerse que desplazar a otros cortijos y cazaderos.

Cuando el zagal que cuidaba las cabras se alistó voluntario en el Tercio, precisó de un sustituto y fue su amigo Valentín, con el que le unía, desde antaño, una estrecha camaradería quien le recomendara a Miguelillo, su hijo menor, que era un chaval muy avispado y desenvuelto para las faenas del campo.

El chavea se familiarizó pronto con su trabajo, no escatimando esfuerzos ni diligencias en sus quehaceres de cabrero que era la ocupación que Vicente le encomendó.

Transcurrieron dos temporadas, desde la llegada del muchacho, y en ellas los bandos de perdices, tan abundantes en otras ocasiones, se habían reducido sensiblemente, viéndose estos con apenas cuatro o cinco perdigones por collera, cuando años atrás no llevaban menos de doce o catorce cada uno.

Como los últimos años resultaron climatológicamente favorables, para la cría de las patirrojas, Vicente no se explicaba tan sensible merma en su número pensando que tal vez hubiesen proliferado zorros y tejones, que eran los depredadores más frecuentes en la finca, por lo que más de una noche, en las que la Atalaya se vestía de luna, recorrió los linderos de la misma en compañía de su collera de mastines Litri y Chamaco, para ver si localizaba o ahuyentaba a los teóricos causantes de la escasez de bandos en su propiedad.

Pero sus pesquisas resultarían inútiles, no encontrando ningún motivo aparente para esta notable disminución de perdices.

Sería en una de sus visitas al pueblo, y mientras tomaba unas copas en el bar de Casildo, cuando Curro, uno de los contertulios, le preguntó:

- ¿Vicente sabes que el hijo de Valentín, ese que creo tienes de cabrero, vende huevos de perdices a ciertos pajareros que los incuban con gallinas americanas cluecas?

A Vicente casi se le atragantó el tinto, dejó el vaso en el mostrador y meneando la cabeza masculló algo inaudible y tras carraspear, para aliviarse la garganta, se marchó sin pronunciar palabra dejando a la comparsa sorprendida y pensativa.

De vuelta a la Atalaya, escuchando tan sólo el sonido de las pisadas de la yegua en la que montaba, se sumió en una profunda reflexión motivada por el comentario de la taberna, y recordó como últimamente, también los huevos de las gallinas eran más escasos culpándose al Peralta, el podenquillo, de entrar en el gallinero al asalto de tan apetitoso manjar, y por cuyo motivo sufrió más de una azotaina como reprimenda.

¿Sería igualmente Miguelillo el autor de este desaguisado?, -se preguntó-.

Ya en la finca comenzó a vigilar al rapaz y ahora que no era tiempo de poner las perdices, serían las gallinas el objeto de su continua indagación; aunque el chaval era listo como el hambre, y no resultaría fácil “cogerlo con las manos en la masa”.

Sí observó Rita, pues las mujeres suelen ser más detallistas, que cuando el muchacho marchaba a su casa solía vérsele la ropa, en ocasiones, abultada y quizás en ella podría ocultar el producto de su maquinación, por lo cual al referírselo a su marido este ideó actuar con discreción pero con eficacia y prontitud.

Llegó el domingo, día que Miguelillo iba al pueblo, a holgar, y al despedirse del matrimonio, advirtiendo Vicente que llevaba la chupa “generosamente hinchada” le sugirió socarronamente:

- ¡Miguelillo dale a tu padre de mi parte un abrazo, un abrazo muy grande...!.

Y uniendo la acción a las palabras lo atrajo hacia él estrechándolo fuertemente contra su pecho.

De la chupa del zagal brotó un líquido amarillento y viscoso que impregnando el pantalón bajó por los perniles hasta las botas. Miguelillo rojo como un tomate giró sobre sus talones y como cuerpo que lleva el diablo, tras rauda carrera, desapareció de la vista de Rita y Vicente.

Ambos suspiraron aliviados al ver descubierto el largo motivo de su preocupación y aunque terminaron perdonado al chaval su “trastada de muchacho de poca cordura”, Miguelillo, avergonzado, nunca más volvió a poner los pies en la Atalaya.

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