viernes, 29 de enero de 2021

EL PUESTO DE LAS PEDRIZAS

 

       Sugerente imagen de un precioso macho enviada por el autor del artículo

           Hoy, en el apartado de colaboraciones traigo este preciso relato que me ha enviado el compañero y amigo Manolo Romero, autor de obras sobre nuestra afición y de numerosos artículos sobre la misma. Además,   Manolo,  desde niño, ha sido un cuquillero de pro que recibió dicho legado de sus mayores.

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Mi reclamo veterano, curtido en multitud de lances cuquilleros, lleva haciendo sobre el pulpitillo un trabajo excelente, realizando salidas intermitentes con la intención de no atosigar al campo. De vez en cuando emplea paradas sonoras de forma intencionada, siempre magistrales, a las que me tiene acostumbrado, para escuchar las posibles réplicas de las camperas a los continuos mensajes que pregona desde su atalaya…

Aún no hay respuesta… sigue el silencio del monte… y mientras, mi mejor pájaro, sigue afanado en su labor de eliminar el mutismo desesperante en el que se encuentran las perdices, tratando de obtener por todos los medios algún mensaje retador de las patirrojas. Para ello, abomba su pecho y emplea cantos y sonidos caracterizados por una gran sonoridad, engallado, expectante… rozando las plumas encrestadas de su cabeza en el techo de la jaula. Cuando canta, le gusta introducir su pico entre los alambres de su habitáculo, queriendo así que sus ecos sonoros alcancen una mayor distancia.

Otras veces, y tras algunas calladas, rompe con un curicheo tan suave y aderezados con unos piñones flojos y entrecortados… que me hacen pensar que el campo se encuentra ya muy cercano. Ya lo conozco y sé que es una táctica que emplea cuando aún no ha oído ni visto al campo, pero intuye que se aproxima en silencio a la plaza y viene tapándose entre el monte.

De vez en cuando emplea el revuelo, al que acompaña con unos golpes de saseo, intentando a toda costa romper la indiferencia y apatía que muestran sus congéneres. En otras ocasiones, cuando utiliza el embuchado ahogado y puja su plumaje, sabiendo que no existen camperas en sus inmediaciones, deduzco que con su actitud conciliadora está quizás recibiendo a algún gazapillo despistado, que ha salido de una zarza cercana, o bien al hambriento zorzal que está tratando de buscar su sustento entre las jarillas.

¡Por fin!… algo ha debido de oír a lo lejos… pues mi perdigón ha dado una enérgica vuelta en la jaula y dirige hacia una pedriza próxima su potente canto de cañón, que completa con unos poderosos piñones. Comienza un largo recital sonoro, pero aún no oigo con nitidez la voz del campo. No escucho en la lejanía nada… el paso de los años me han restado capacidad de audición, a pesar de que mi pájaro veterano sigue reclamando con insistencia y dirigiendo, hacia una dirección determinada, sus mensajes agresivos.

En esos momentos, la leve racha de aire que está soplando incrementa su intensidad y me trae el eco inconfundible del canto ronco del gallo de banda, dueño del terreno donde estamos instalados. Debe estar bregado en mil batallas y escaramuzas, a raíz de las agrias respuestas que escucho ya algo más cercanas. El intercambio de mensajes se sucede, al mismo tiempo que se acorta la distancia que separa a los dos contendientes. La entrada en plaza parece inminente…o por lo menos, ese es mi principal deseo.

Tras mantener un largo diálogo, en el que se intercalan sonoros regaños y llegado el momento de mayor irritabilidad del campero, mi reclamo enmudece a propósito para envalentonar a su adversario. Efectivamente, esta engañosa muestra de cobardía provoca el efecto deseado, y así, por un clarillo del puesto de monte, contemplo la maravillosa escena del valiente garbón afilándose el pico en una piedra, mientras piñonea con rabia y da de pie con insistencia, para dirigirse después embolado hacia la plaza.

¡El combate está planteado!… entra con aires de autoridad, enmoñado, haciendo escudos alternativos con sus alas, tembloroso ante la ira que lo domina, grilleando, riñendo, queriendo mostrar tanto con su lenguaje plumífero como sonoro su claro dominio de la situación. Y mientras, mi reclamo lo recibe con dulzura, inmóvil, ha conseguido su objetivo, que no es otro que el divisar desde su altura las muestras belicosas que le plantea su oponente campero.

Llega solo y no se escucha por el entorno ninguna otra perdiz, posiblemente será un guerrero viejo y cansado que, enviudado, ha perdido ya parte de sus fuerzas y el arrojo necesarios para buscarse nueva compañera con la que emparejarse, o bien el tratar de apropiarse de la hembra que acompaña a su vecino de territorio.

Sigue dando vueltas al arbolete, es preciso esperar antes de efectuar el disparo a que el desafío que mantienen llegue a su cénit y que, además, se encuentre en el lugar adecuado, para que posteriormente pueda ver y asociar la inmovilidad del vencido con una nueva victoria.

El campo enmudece ante el estampido, con el paso de los años cada vez me cuesta más apretar el gatillo. El suave responso del guerrero enjaulado es lo único que se escucha tras el desagradable estruendo. Unas miradas desde su púlpito al perdedor de la contienda, mientras carga el tiro, al que sigue el acto de sacudir su plumaje y emitir cantos de victoria, señalan casi la terminación del lance. Sigue buscando nuevas respuestas del campo, pero por su forma de trabajar, dada su larga experiencia, me hace comprender que hay que poner el punto final al puesto.

Salgo del tollo y me dirijo lentamente a mi pájaro, le pallileo, como gesto de saludo, aunque este detalle ya lo ignora dada su trayectoria y el aspecto de indiferencia que me muestra. Una vez tapado con el capillo inspecciono el cuerpo del aguerrido campero: es muy viejo, tiene cuatro espolones agrietados por la edad, seguro que fueron empleados en más de un enfrentamiento, siendo armas poderosas utilizadas en peleas importantes tanto para defender a su hembra, como a la querencia que lo vio nacer.

Muestra las plumas negras en la cola y en las piojeras existentes debajo de las alas, que lo encasillan teóricamente como jefe de bando, aunque estos distintivos no indican para nada que estemos ante perdices especiales. Otras camperas ofrecen también estos atributos físicos y son frías y distantes, además con escaso valor, por lo que siempre he pensado que no guardan relación directa alguna con su valentía.

Camino entre las jaras con mi perdigón alojado en mi espalda, del gancho de la jaula llevo colgado el machaco viudo que plantó cara a mi campeón. Me acompañan también los agradables olores que emanan de la vegetación del monte que existe en el trayecto de vuelta. Así mismo voy repasando, mentalmente, todos los detalles del emocionante lance perdigonero que he experimentado, seguro que quedarán almacenados en mi memoria cuquillera.

Esta modalidad cinegética está llena de matices, de sinsabores, de frustraciones y alegrías, de claros y oscuros, pero ante todo irradia una enorme ilusión, la cual nos acompaña afortunadamente durante todo el año.

                                  MANUEL ROMERO PEREA

 

lunes, 25 de enero de 2021

LA CARAMBOLA, UNA SITUACIÓN TAN ESPECTACULAR COMO COMPLICADA

     

         Instantánea de una carambola perfecta
 

  Para empezar decir que, en estos momentos, no dispongo de  internet en el ordenador. Por tanto  no puedo subir momentos de esta temporada, ni colaboraciones que han llegado a mi correo electrónico. Solo lo que tenía en "cola de impresión" pues no manejo con soltura el teléfono  para estos menesteres. De esta manera, en cuanto pueda, eguiré  con la dinámica de siempre y todo se normalizará.

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He hecho carambolas de “todos los colores” y con escopetas de distintos calibres, incluso con una Zabala Altea del calibre 410, aunque no sea un acérrimo defensor de ellas en ninguna situación. Es más, los muchos años de experiencia cuquillera en directo vienen a decirme sí, pero no. Resultan muy atractivas e impactantes, pero es mejor tiro a tiro, que sofocón tras sofocón, que es lo que casi siempre, suele ocurrir. Pero, además, no debemos olvidar que hay muchos cuquilleros que nunca se plantean la carambola porque el lance se acorta y, con ello, el disfrute del que está en el aguardo.

        Pero como el artículo va de esta controvertida circunstancia, aunque haya muchos pajariteros a los que nunca se les ocurriría, los aficionados partidarios de la misma, antes de dar un determinado puesto, sueñan con hacer una buena carambola y, si es a un pollo, mejor que mejor. No obstante, una vez en el aguardo, nos daremos cuenta que, lo que gustaría no es tarea nada fácil, sino todo lo contrario. Y esto es así porque, cuando una pareja entra en la plaza, muy pocas veces se pone de forma idónea para apretar el gatillo y, otras tantas, cuando se sitúan en condiciones, nos cogen en fuera de juego. Por consiguiente, por una cosa o por otra, cuando nos decidimos a disparar, salvo en muy contadas ocasiones, el resultado no es el esperado:

·      O salen los dos de vuelo sin tocarle una pluma.

·  O se escapa uno de los componentes del par.

·      O los dos se quedan, pero dando botes o/y aletazos.

·      O uno se queda hecho un “taco” y el otro dando botes

·     

Pero…, los dos “secos”, poquitas veces.

En base a todo lo anterior, si ocurre esto último, miel sobre hojuelas, pero si no, pueden ocurrir dos cosas:

·      Si el reclamo es un veterano, no pasará nada, siempre y cuando tal hecho no sea muy reiterativo.

·      Si el reclamo de turno es un pollo, lo más seguro es que, si no es un futuro “bandera” -dicen que los fenómenos no se estropean nunca-, nos lo cargaremos ipso facto, como seguro que nos habrá ocurrido a todos los aficionados alguna vez.

Hay una segunda circunstancia que ayudará a que el lance salga bien: la tranquilidad y pericia del que está en el tollo. Si ocurre lo contrario y el de turno se empecina en seguir haciendo carambolas, nunca tendrá un reclamo como Dios manda. De hecho, si erramos varias veces la suerte suprema con un mismo reclamo, lo normal es que se nos eche a perder.

Y, por supuesto, una tercera y fundamental: la posición de ambas patirrojas en el momento del disparo, puesto que, si no se encuentran alineadas como deben estarlo, el resultado es obvio: error total o parcial y, luego, las lamentaciones. Está claro que, de no haber cruce, normalmente no hay carambola, pero si, por el contrario, existe separación de las dos camperas, lo normal es que ambas se nos escapen de vuelo o a la carrera. Además, si una está detrás de la otra, abatiremos la primera, pero no la segunda, que se quedará herida o sin tocarle una pluma.

Por todo ello, para que este lance salga a pedir de boca, hace falta, aparte de un buen reclamo en el repostero, tranquilidad y veteranía para saber esperar el momento idóneo en el que ambas patirrojas estén bien situadas y visibles la dos. Como no es fácil la conjunción de ambas situaciones, si no se está seguro, nunca se debe apretar el gatillo, puesto que, después, sólo habrá lamentaciones y la peor de ellas es que, para hacer un buen reclamo, hay que echarle muchas horas, pero para estropearlo, bastan unos segundos.

Para finalizar, no se nos puede olvidar que nuestro reclamo debe estar recibiendo a la collera y, además, debemos tener muy clarito el lugar donde esta situado el par, pues nunca debe estar alineado con nosotros y el que está en el pulpitillo. Si no es así, puede ocurrir y de hecho ha sucedido más veces de la cuenta que en vez de abatir a la pareja de un solo disparo, nos carguemos a tres y, encima, tengamos que deshacernos de una buena jaula, pues la dejaremos hecha mistos. Por tanto, si no somos unos expertos y no hay seguridad a la hora de apretar el gatillo, el tiro a tiro es más positivo y, cómo no, se disfruta más del lance.

jueves, 21 de enero de 2021

LA DUALIDAD MUCHO TIEMPO-UN SEGUNDO

 La paciencia es la madre de las carambolas. Lo contrario puede ser fatal para el reclamo, máxime si se trata de un novel.


    Aunque todos conocemos perfectamente el tema, hablamos de él con propiedad y nunca somos de los que comenten tal error, la dura y cruda realidad viene a confirmarnos que, a veces, aunque sepamos de sobra lo que suele acontecer cuando no actuamos como deberíamos, caemos en la tentación y, en un pispás, tiramos por tierra lo que cuesta mucho trabajo llegar a conseguir: un buen reclamo. Por tanto, ahora que se ha iniciado la nueva temporada, aunque muchos compañeros  no puedan por el Covid, tengámoslo en cuenta, pues de nosotros depende.

        Aun partiendo de la base de que el que tiene madera de pájaro puntero, en una gran mayoría de las ocasiones, suele salir adelante, aunque su dueño le haga más de una perrería, lo normal es que, durante el periodo de aprendizaje de los pollos, debemos extremar el buen hacer en nuestras actuaciones, para, con ello,  evitar que lo que tiene muy buena pinta, termine siendo un mochuelo más, por nuestro mal y torpe proceder en el momento más importante de la faena de un reclamo: el disparo.

      Si bien, muchas veces, la mala suerte acompaña en un determinado lance: yerro en el disparo, plomo de cabeza y correspondientes botes del campero ante los ojos del reclamo, ataque de una rapaz o alimaña, herida por plomo rebotado…, también es verdad que existen situaciones en las que el que está en el aguardo, bien por inexperiencia, por nerviosismo, por ansias de llegar al cortijo con una buena percha de patirrojas…, no se obra como se debiera hacerlo y, en un segundo, lo que se tarda en apretar el gatillo, estropeamos un buena promesa de pájaro de jaula. Por tanto, si la paciencia es uno de los grandes talantes que todo cuquillero, que se precie de ello, debe poseer, la celeridad en la suerte suprema suele ser fatal. Debido a ello, disparar sin que se cumplan las condiciones que se deben dar en tal primordial momento es sinónimo de fracaso. Si se dispara, sin que el neófito que está atalayado en el repostero esté cumpliendo una serie de pautas que se supone que debe llevar a cabo, o nos precipitamos en el disparo, antes o después, nuestro proyecto de reclamo nos la jugará.

        Sobre el tema, puedo decir, con la mano en el corazón, que alguna vez no he tenido la paciencia suficiente, me he ido de ligero y, por consiguiente, he metido la "pata". Es más, creo que no he sido el único que ha actuado de dicha forma y, al igual que yo, quien haya tenido poca paciencia, habrá echado a perder algún que otro pollo en el que se tenía puestas muchas ilusiones. De esta forma, el disparar sin que haya recibo o este no sea de pico, el hacerlo sin la total certeza de que el novel de turno estuviera viendo perfectamente a la patirroja que andaba por la plaza, el intentar una carambola sin la seguridad total de éxito, el tirar cuando las montesinas hayan iniciado la salida de plaza a toda velocidad por extrañar algo… son situaciones que suelen darse y en las que más de una vez hemos caído, puesto que, en lugar de quedarnos quietecitos esperando mejor ocasión, hemos disparado. En una palabra, en pocos segundos habremos acabado, con casi total seguridad, con lo que se tarda mucho tiempo en conseguir, si es que se consigue.

El reclamo de la imagen no sirvió aunque era una estampa, pero en esas condiciones no se podía apretar el gatillo, pues no había recibo.

Por tal motivo, la falta de paciencia a la hora del disparo y la avaricia no deben formar parte de nuestro proceder, si queremos que el pollo que nos está dando un buen puesto pueda llegar a ser un pájaro de campanillas en el futuro. Es una máxima que nunca podemos olvidar, aunque la temporada nos vaya mal y el compañero que da el puesto en los alrededores del nuestro, situación que a veces es un hecho, haya disparado varias veces. Si no la cumplimos y optamos por quitar de en medio al que está en plaza, para llegar al cortijo diciendo que hemos tirado, sin que el del pulpitillo esté dando el do de pecho o se reúnan las condiciones óptimas, en un instante, acabaremos con lo que cuesta mucho tiempo y trabajo que llegue a nuestro jaulero, siempre que tengamos la suerte de tropezar con él.

        Es más, casi me atrevería a decir que nuestros campos han visto deambular por sus parajes a muchos pájaros de jaula que, si no hubiera sido por la poca paciencia o la avaricia del perdigonero de turno, en vez de haber sido presa fácil del más torpe de sus depredadores, habrían llegado, al menos, a ser reclamos medianos, de los que uno se divierte con ellos sin ser pájaros punteros. Y todo ello, por el ínfimo tiempo, cuestión de décimas de segundo, que se tarda en apretar el gatillo.


lunes, 18 de enero de 2021

EL CARLOTO, UN RECLAMO DE CAPRICHO

                           El Carloto con un buen garbón a sus "pies"


En el día de hoy, comienzo para muchos del periodo hábil de la caza de la perdiz con reclamo, traigo al blog este relato/historia de Nacho Palomo, seguidor de este blog casi desde el principio, sobre un pájaro de los que no se olvidan: El Carloto 

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Un día de estos que todos pasamos con poca faena me dio por ponerme a ordenar una serie de papelotes de todo tipo y de la más diversa procedencia que tenía en una abultada carpeta, y que, desde  muchos años atrás, había ido guardando en ella. Lógico pues que, en tan descuidado "arrebujo", uno se fuera a topar con cosas tan dispares y diferentes, como podrían ser - por poner algún ejemplo – artículos sobre perdiz con reclamo, monterías, armas y munición, algún que otro trabajo relacionado con mi profesión y fotografías, muchas fotografías- casi todas relacionadas con el campo y la Caza- que daban fe del paso del tiempo, haciéndome rememorar acontecimientos cinegéticos vividos con mi padre y sus amigos.

Siendo yo un coleccionista en este sentido, siempre fui, a la vez, algo descuidado, bastante olvidadizo y desordenado. Algo así a lo que, por ejemplo, suelen ser adictas las urracas que viven domesticadas  junto a sus dueños en el hogar familiar, que todo lo guardan o esconden.

Sin embargo, lo que yo venía a decir en definitiva, era que lo que realmente me impactó y, de momento, acaparó toda mi atención fue una fotografía, allí traspapelada, -¿cómo no?- de uno de los mejores perdigones- si no el mejor- de cuantos hemos tenido en casa, con el que yo conviviera y al que cazara, en la compañía de mi “maestro”, durante los once años que con nosotros estuvo (llegó a manos de mi padre, ya con tres celos y murió con catorce). Por cierto que, ya van para veinticinco los que falta, por morir de viejo, que no de “blanquilla” ni de ninguna otra enfermedad de las muchas que hoy día acechan. ¡Cuántos y qué entrañables recuerdos todos los que fueron acudiendo a mi memoria, en tanto miraba, en el tembloroso pedestal de mi mano, aquella traspapelada foto! Tanto fue así, que no pude retraerme a echarle mano al primer bolígrafo que se me puso a tiro, y ponerme a desahogar sobre unas cuartillas, tan emotivos y evocadores recuerdos. Porque, ¿qué duda cabe que detrás de cada perdigón enjaulado, hay un "Quijote" enamorado? Y es que un buen reclamo es una fantasía, un orgullo, un anhelo, en definitiva, un capricho, y, como bien sabemos todos, los caprichos sólo pueden pertenecer al mundo de los sueños.

Nuestro biografiado reclamo llevó por nombre “Carloto"- por descontado que explicaré el porqué- y por tal apodo fue conocido y reconocido e, incluso, hasta venerado por propios y extraños, allí por donde pasó en este nuestro peculiar mundillo perdigonero aunque de forma muy particular en el corazón de Sierra Morena, por haber sido el principal y más asiduo escenario de nuestras andanzas pajareras.

Este auténtico y admirado campeón de campeones, durante los once años que estuvo en activo, dispuso de un físico envidiable. Era un pájaro grande, altivo, gordo, cabezón, de mirada triste, siempre con un plumaje que se metía por los ojos, pequeños espolones- estaba casi sin “señalar”- y “patúo”. En su décimo celo acusó una moderada cojera debido a los tan nefastos callos plantares, que le produjeron el retrotaimiento de los dedos de la pata izquierda y, por tanto, la imposibilidad de apoyarla debidamente, no siendo un impedimento para él a la hora de cazar, pues apoyaba su cuerpo en el lateral de la jaula y el resto solo era coser y cantar, nunca mejor dicho.

El Carloto nació en 1978, en unos trigales próximos a La Carlota, municipio de la campiña cordobesa fundado por el rey Carlos III en el año 1767 y que junto a La Carolina (Jaén) y La Luisiana (Sevilla) conformaron las tres grandes zonas de colonización en Andalucía.

Encontrándose mi padre en el año 1982 de expedición en “Los Jesús”, finca tradicionalmente perdigonera y conejera ubicada en Sierra Morena (Villaviciosa de Córdoba), recibió recado del guarda para que se pusiese en contacto con Rafael Niza, mecánico de coches de La Carlota, muy aficionado al conejo y a los podencos. Este le comentó que tenía un pájaro que estando sin cazar atraía continuamente a las montaraces desde la puntilla donde lo tenía colgado, encontrándose el taller de reparación a unos dos kilómetros del pueblo, en plena campiña. Mi padre, que nunca hizo ascos a este tipo de regalos, acordó que pasaría a recogerlo. Desde la finca a La Carlota había, y hay, cuarenta y dos kilómetros de distancia la mitad de los cuales son un auténtico “calvario” por discurrir en plena sierra, con muchísimas y malas curvas y defectuoso pavimento.

Lo recogió y, sin parar en Córdoba, regresó a la finca “comiéndose” el pájaro las miles de curvas que he referido anteriormente. Ya en el cortijo, y sin destaparlo ni procurarle descanso, se hizo un bocadillo, se echó el pájaro a la espalda y escopeta en mano enfiló hacia el aguardo del “camino de Escobar”, puesto de monte ideal para la tarde, donde días antes mi padre estuvo comido de pájaros no pudiendo tirar ni uno por estar éstos malos y “perros”.

Lo desenfundó y salió El Carloto de momento. En veinte minutos le tiró una collera y otro macho, no cortando los tiros (era su primer aguardo como reclamo) y dando un puesto de “libro”.

Si mi padre, tal vez, hubiera sospechado, aunque sólo hubiera sido remotamente, que iba a ser la eminente figura que llegó a ser en el mundo del “Reclamo”, seguro que se hubiese preocupado de buscarle, cuanto menos, otro nombre que hiciera referencia a lo que realmente fue, uno de los más bellos sueños hechos realidad. Tal vez le hubieran venido mejor nombres como “Quitapenas” o “Quitapesares”. Yo, aún, sigo esperando al mirlo blanco para así bautizarlo. Puede que finalice mis días y que tan deseado trovador no llegue a mis manos pero ya sabemos que los perdigoneros somos unos incansables soñadores y, por tanto, no pierdo la esperanza que un día, ya no muy lejano, me toque la lotería.

El Carloto, al principio, se mostró como un pájaro serio y, sobre todo, huraño, desabrido y algo bronco sin duda “virtudes” todas que suelen atesorar los pájaros autóctonos que nacieron y se criaron en el campo. Todo esto que, en cuanto a su comportamiento acabo de relatar, si bien es cierto que pudiera dejar algo que desear no puede pasar, sin embargo, de ser casi una nimiedad, pues no hay que olvidar que lo que, en realidad da la verdadera medida de la valía de un reclamo son sus actitudes, sus virtudes y sus obras, y hablar del “Carloto” ya era otro cantar muy distinto.

No obstante baste decir que El Carloto siempre fue todo un guerrero con el macho peleón; que, ante el cobarde, fue sereno y siempre suave; y que, con las coquetas y delicadas damas, siempre resultó mimoso y galante.

Recuerdo el siguiente aguardo se lo dimos, un puesto de tarde en el “Cerro de la tormenta”. No importaba que el cazadero elegido se encontrara a un buen tirón del cortijo, ni aún menos que fuera un paraje recóndito, apenas transitado y en el que  solo existían las veredas de las reses y un descarnado camino de bestias porque sencillamente, lo que una semana antes descubrimos en nuestros andurreos, era un paraje idílico. Trasteando por allí nos cogió una descomunal tormenta que duró algo más de una hora, llegando al cortijo totalmente calados hasta los huesos. Desde ese día, ese cerro quedó bautizado como “el de la tormenta”. Tenía este cerro una amplia y afable costana, con varias subidas de pájaros hacia sus dormitorios, en la que se encontraba un collado de ensueño y, en el mismo, clareaba una calvera que parecía estar solamente allí para dar un puesto de Perdiz con Reclamo, abundando un prieto matorral, varios farallones de piedra y algún que otro chaparro aunque lo que más abundaban eran los tomillos.

En uno de los extremos del collado y, aprovechando como trasera del aguardo los farallones de piedras, levantamos mi padre y yo (el día de la tormenta) un precioso puesto de monte, situando el repostero en el extremo opuesto, en una frondosa jara que hacía de “asomadilla” desde el monte y tras la cual nacían dos corrientes. Al quitarle la sayuela, permaneció, durante unos minutos, como momificado y sin reaccionar, escudriñando el campo de batalla. Por fin se espolvoreó y, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, salió decidido por alto, sonándome a divinidad aquellos animosos reclamos en el misterioso mutismo y soledad de aquel cerro impresionante.

Al instante se le "puso al aparato" una pajarita. Por la cantidad de reclamos que echaba parecía estar ardiente, sola y enamoradiza. Se vino a todo correr, pues la sentimos ya bastante arriba. El “Carloto”, entre tanto, y sin inmutarse solo la guarreaba cada vez que ésta quería cantar. Con impresionante elegancia y maestría, se arrancó con embuchadas, un suave curicheo y dulces piñones. Hubo, incluso, un momento en que viendo que la dama no avanzaba al ritmo que le iban marcando sus requiebros, entreteniéndose en continuas paradas para lanzar sus "chacharás" y más "chacharás", procuraba interrumpírselos llamándola a comedero. Y entonces, los que no cabíamos  en el puesto éramos nosotros. ¡Qué sabiduría, qué maestría y qué talento tan impresionantes los de  el “trovador”! Hasta lo indecible e insospechado llegaron a parecerme que comencé a tiritar, erizándoseme literalmente el vello.

En esas estábamos cuando por la derecha, y ya muy próxima, cantó otra dama más………….y otra más por detrás¡¡. A mi padre no le gustaba lo más mínimo el percal, pues teníamos a tres “locas” casi juntándose y ello, como casi siempre ocurre, acaba por echar a bregar al del repostero.

Nada más lejos de la realidad. Dulce y enternecedor, el “Carloto”, después de lanzar dos o tres embuchadas y unas seguidas tandas de piñones, fue colocando a las tres hembras en plaza simultáneamente, sin inmutarse lo más mínimo, tan solo moviendo la cabeza para seguirlas por su discurrir y su babero durante el delicado acto del recibo, engallado, precioso. El pajarero que sepa de lo que hablo estará conmigo que es el “sumum”, el no va más, la representación sobresaliente de la obra de un pájaro de bandera.

Una a una entregó la cuchara, rendidas a las mañas y al arte del “Carloto”, que pasaba de tapar un tiro a seguir recibiendo como solo algunos pájaros son capaces de hacerlo. Para finalizar la tarde, y a última hora, metió un par al que mi padre le hizo la carambola, para comprobar la reacción de este fenómeno, volviendo a no cortar al tiro y continuar cazando.

En nuestros múltiples andurriales por Sierra Morena hemos cazado infinidad de fincas. La Alcaidía, a veinte minutos de la ciudad califal, fue una de ellas. Por aquellos años la llevaban en arrendamiento completo (no solamente para la Perdiz con Reclamo) Benigno Calero y otros amigos. Benigno, médico especialista de Aparato Digestivo, es montero pero ante todo, un gran aficionado a la “jaula”. Todos los años invitaba a mi padre a echar un día por aquellos majestuosos collados, invitación por supuesto que de muy buen agrado aceptaba mi padre pues el cazadero es una maravilla y la “compaña” no podía ser mejor, estando asegurada la tertulia y las consabidas risas.

La Alcaidía es una finca ubicada en una sierra abrupta y quebrada, cuyas laderas caen impetuosas a la campiña cordobesa, casi a las mismas puertas del Campus Universitario de Rabanales. En su parte más alta, en cambio, hay unas mesas con suaves morras en las que abunda el lentisco, el acebuche, la jara y el tomillo, y donde, por supuesto, abundaba antaño la perdiz. Si bien, como digo, no escaseaban, eran conocidas por ser muy malas y perras a la hora de correrse a la plaza. No pasaba mucho tiempo hasta que llegaban a la zona de aguardo pero que se colaran hasta la “salita de estar” era ya harina de otro costal, echando a bregar a no pocos reclamos y haciéndolos exasperar hasta el aburrimiento.

Uno de esos años que mi padre y yo asistimos a una de las típicas jornadas pajareras en La Alcaidía y, creyendo Benigno que por no pasar de los 15 años mi padre me iba a endilgar una media cucharita para dar el puesto de sol-por aquello de que “el niño siguiera haciendo culo”- me llevaron a una zona próxima a la “Huerta Vieja”, donde contaba Benigno que los pájaros estaban amontonados pero que no se corrían así les ofrecieras billetes de mil duros.

Cuando llegué al puesto de monte lo encontré lleno de colillas, pateado en su interior y con dos reposteros en sus proximidades. Vamos, lo que los pajareros solemos llamar “cagao y meao” pero bueno, al niño había que colocarlo para que matara el gusanillo y respirara el aire puro de la sierra.

El Carloto, que ya cazaba su séptimo celo, se encontraba enarbolado en una chaparrita que le adapté como pulpitillo y a la espera de quitarle la sayuela para meterse en faena. Una vez desposeído de la funda no tardó en salir, como los buenos, buscando guerra con pus poderosos y timbrados reclamos. Rápidamente cogió el teléfono el que, por su cascado vozarrón debía ser un “cácarro” de padre y muy señor mío, si no el señor de aquellas querencias. En sólo unos instantes, pude ver recortarse su figura de semental en la cúspide de un gran cancho que sobresalía entre el monte a no mucha distancia de la chaparra que hacía de pulpitillo. Como con jactanciosa desvergüenza y un tanto socarrón comenzó a contestar al “Carloto”, entrelazando curicheos, piñones y reclamos, pero con tan manifiesta apatía y falto de expresividad, que ya, desde los primeros instantes, me pude apercibir que se trataba de un “retrancón” de tomo y lomo que solo pretendía cubrir el expediente sin manifestar el más mínimo atisbo de casta y bravura. Era como una fría, inexpresiva e inmóvil momia, como si estuviera naturalizado.

No dejaba de observarle, pensando que aquella extraña actitud podría venir provocada por muchas causas. Quizás las llamadas que, a no más de cien metros y en tono de regañina y amenaza, le estaba haciendo “la parienta”, llamándolo al orden. Tal vez, porque avezado en mil y una batallas en su ya larga vida, y habiendo conocido circunstancias similares, estaba más que escarmentado de aquella “engañifa” de nosotros los pajareros. Esa actitud también podría ser consecuencia de que, en alguno de sus muchos celos, viera morir a la que en esos momentos, era su esposa. De todas formas y viendo el “jechío” que presentaba el aguardo, seguro que era la causa de su extrema cobardía.

El caso era que, fuere por lo que fuere, el apático morlaco  daba la impresión de estar como clavado con no sabría decir cuántos tornillos en la cúspide de aquella piedra, porque de darle al pico no paraba, pero al muy jodío no se le veía la menor intención de mover una pata y como diciendo a su vez, que “a aquel trapo iba a entrar tu puta abuela, señor “Carloto”, quien le guarreaba y reñía repetidamente para envalentonarlo. Reclamó la hembra muy cerca, desentendiéndose el reclamo del cobarde macho y, cambiando completamente su actitud y el repertorio, se arrancó con dulces embuchadas y excelsos piñoncitos, a la vez que la guteaba.

Sin previo aviso y de vuelo, se arrancó de detrás de esos canchos donde se apostaba el timorato perdigón la que parecía ser su amada, desesperada y ardiendo de deseo, en busca del inesperado y sorprendente galán para ponerle los cuernos a su marido. Mientras la dama estuvo allí, dando vueltas en su entorno, el “Carloto” se lució con tal arte, con tal maestría y con tal galantería, que obligó al incrédulo “embalsamado” a bajarse, por fin, del cancho pedestal viniéndose como un auténtico “Santacoloma”, recibiéndolo el “Carloto” a portagayola, sin perderle la cara y retándolo con un suave grilleo.

Una vez saciado de tan bella y tensa escena, abatí al macho quedando con la baba caída al ver el aplomo, la delicadeza y el señorío con que mi trovador quedó al humo. Que la hembra acabara rendida a sus pies fue cuestión de breve espacio de tiempo, pues ésta se encontraba totalmente enamorada y entregada al nuevo galán.

Como a los diez minutos decidí levantarme, pues tenía frio y me encontraba en tal estado de nervios que temblaba hasta el catrecillo. De buenas a primeras el “Carloto” se metió en recibo, colándose un imponente “verraco” acompañado de su hembra. La “jaula” se rebajó lo indecible, en casi imperceptibles curicheos y llamándolos a comedero, a la vez que aquel macho, embolado y beligerante, dejó caer una de sus alas. El recibo que entonces les hizo “El Carloto” no soy capaz de describirlo ahora, por lo que me limitaré a contar que fue como para quitarse el sombrero y hacerle una reverencia. Allí estuvieron, en franca batalla, un largo espacio de tiempo, tras el cual tiré el macho. La hembra, una vez que viera morir a su amante, prácticamente, a sus pies, se voló y por allí anduvo merodeando, astuta y recelosa, durante un rato, en tanto que el reclamo hacía verdaderos malabares, intentando conquistársela, sin tocar un alambre y mostrando total serenidad y paciencia ante la idas y venidas de la resabiada perdiz. A última hora la pude tirar, por fin, cuando en una de sus múltiples y alocadas visitas a la plaza quedó parada en un pequeño claro que ofrecían dos tomillos a escaso metro y medio del repostero, viéndola el pájaro perfectamente.

Pude haberle tirado más perdices pues las tenía bien cerca, pero el sonido del claxon del coche, reclamando mi presencia, hizo que definitivamente diera por finalizada la mata.

Relato este aguardo primero, para dar fe como si un notario fuera, de que solo unos pocos pájaros son capaces de meter en plaza perdices que se encuentran ya muy cazadas y jauleadas y, en segundo lugar, porque es un estupendo ejemplo de cómo se debe comportar un reclamo catalogado como de bandera.

Eso de tirarle a un reclamo una perdiz que esté fuera de plaza -sea macho o hembra, para el caso da igual- es algo que debe repatear las entrañas (imagino, ya que jamás incurrí en tan deshonroso delito). Siendo esto tan grave, no es menos cierto que el fallarle las perdices a un pájaro de reclamo causa a éste tal desazón y humillación que pudiera quedar éste para el arrastre durante toda su vida, más aún si el afectado es un catecumenado o incipiente reclamo de perdiz.

Por eso nosotros-sabiendo esto y, además, por propia experiencia- estábamos que no vivíamos cuando mi padre, cierto día, prestó el “Carloto” a un compañero de expedición que, carente de reclamos de clase y, ya avanzada la temporada, aún no había gastado ni un mísero cartucho. No fueron una, ni dos las perdices que le voló…….sino seis. ¡Qué fracaso tan descomunal, Santo Dios! Y es que volar seis perdices en un mismo puesto, manda cojones.

Por otro lado, mi padre pensaba que el tremendo castigo al que fue condenado, tal vez, no hubiera podido hacer demasiada mella en El Carloto por una parte, ya a esas alturas, por las muchas y muy memorables batallas que llevaba libradas, y, por otra, sabiendo de la categoría del Carloto, estaba casi seguro que no se debería haber resentido ante tales “fallos”. No obstante, como esa noche apenas si pudo conciliar el sueño y para quitarse de golpe las dudas y temores que le albergaban, al día siguiente del día de autos decidió enfundar al Carloto y enfilamos los dos hacia “los Olivos de José Escobar”.  Salió el pájaro como de costumbre, de reclamos, no tardando mucho en contestarle un buen “elemento” en aquel serreño olivar, pero que se encontraba al otro lado de un arroyo.

El Carloto, presintiéndolo, que no viéndolo, se lio con él, con el poderío y el talento que atesoraba, pero el del campo no cruzaba el arroyo ni a la de tres. Todos sabemos que las perdices tienen delimitado su territorio y, quizás, esa imaginaria línea roja fuera el arroyo y, si el garbón carecía de pasaporte, aún menos.

Sangre, sudor y lágrimas le costó al que, intacto de todo resabio, seguía siendo el insuperable artista que siempre fuera, para que el dueño del terreno anexo traspasase aquella prohibitiva frontera de tupidas adelfas por una especie de portillo que se abría, unos metros más abajo de donde nosotros nos encontrábamos, y desde donde entró directamente acompañado de su hembra, embolado y meciéndose al tiempo que, arrastrando el ala y emitiendo un amenazante curicheo presentaba credenciales al que, con la cabeza literalmente pegada a la copa de la jaula, le estaba dando la bienvenida mediante todo un insuperable movimiento de babero…..

Nuestro gozo era manifiesto si bien a mi padre comenzaron a surgirle las dudas sobre a cual tirar primero. No hay que olvidar que este reclamo venía, el día anterior, de ver volar seis perdices de la plaza, una tras otra y, por tanto, mi padre lo que menos deseaba es que el pájaro lo experimentara de nuevo, aunque simplemente fuera al tirar a uno de los componentes del par. La situación, como podéis imaginaros, la solventó mi padre haciéndole la carambola y Santas Pascuas. El Carloto tapó el tiro y luego le tiramos una hembrita más, de propina.

Por increíble que parezca hay pájaros a los que nada les afecta. Es tal la clase, maestría y afición que atesoran que es imposible que algo pueda desviarles de la senda de gloria por la que “caminan”.

                                   Ignacio Palomo Izquierdo


viernes, 15 de enero de 2021

LA GRANDEZA DE LA AFICIÓN CUQUILLERA

 

                 Imagen de Chimenea al acercarle un valiente garbón abatido.

Nos podríamos imaginar lo qué ocurriría si en las temporadas de reclamo, las condiciones meteorológicas fueran en todo momento las idóneas, si no hubiera la más mínima señal de alimañas y/o rapaces, si los dueños de los acotados no realizaran labores ni con la tierra ni con el ganado en época de veda, que nuestros pájaros cada vez que salieran al campo dieran puesto de diez, que las campesinas siempre estuvieran en su sazón... Pues, sin lugar a equivocaciones, creo que la respuesta es clara: no quedaría una perdiz en el campo.

Afortunadamente, aunque pueda fastidiar bastante, existen una gran cantidad de inconvenientes a la hora de colgar y, gracias a ellos, año tras año, llegamos al comienzo de la nueva temporada cargados de una indescriptible ilusión. Si no los hubiera, esta modalidad de caza sería tan anodina que la afición de verdad, la de sentimiento y corazón, no existiría. Habría quien saliera al campo a matar perdices, pero cuquilleros de solera, no. La afición a la caza de la perdiz con reclamo persiste en el tiempo, porque su hechizo y el qué pasará la temporada siguiente o en el puesto próximo nos tiene siempre con el alma en vilo y es lo que engancha. Huelga decir que, por lo tanto, aquí la aritmética casi nunca acierta y ahí reside el enorme tirón que tiene esta ancestral y más que controvertida modalidad cinegética.

Si supiéramos que cada vez que saliésemos al campo, nuestro reclamo va a dar un gran recital y en todos los puestos vamos a abatir dos o cuatro patirrojas, llegaría el momento que ni siquiera se nos apetecería salir a colgar. La grandeza de este arte milenario, como lo han definido algunos autores, está en no saber cuál será el puesto de diez. La experiencia nos dice que puede ser cualquiera de los muchos que damos, pero nunca sabemos cuál será, por muchos condicionantes que se den para mal o para bien. ¿Cuántas veces salimos con el "figura" a un lugar de ensueño y volvemos con las orejas gachas?, o ¿cuántas vamos a sitios que no tienen nuestra bendición con un “mediacuchara” o con un pollo y volvemos embelesados?

Frases que todos decimos, escuchamos o leemos como: “ya empezamos”, “ya estamos igual que todos los años”, “el campo está fatal”, “de tres años, dos malos y uno regular"..., en el fondo, para mi personal entender, lo que hacen es reforzar nuestra afición y no lo contrario. Seguimos año tras año con nuestra "locura" porque lo que ocurrirá en el futuro es enigmático y esto es algo que siempre atrae al hombre.

Pero aparte de todo lo expuesto, que ya de por sí hace que esta modalidad cinegética llegue al alma de quien la practica, la caza de la perdiz con reclamo desde tiempo antiquísimos ha sido vista como una afición señorial y llevada a cabo siguiendo un ritual que raya en la devoción más que en lo venatorio. Tan es así que, hasta hace unos años, cuando en nuestro país comenzó el declive de la mayoría de las especies cazables, los cuquilleros eran minoritarios comparados con el resto de cazadores, pues muy pocos eran capaces de echarse a las espaldas la cantidad de inconvenientes y sinsabores, con la que siempre se ha encontrado dicha forma de caza. De hecho, en los núcleos rurales, que era donde tenía su mayor arraigo, los pajariteros lugareños no pasaban de ser unos cuantos que, normalmente, por tradición familiar, continuaban con la afición de sus ancestros. Y ellos, al igual que sus padres y sus abuelos, transmitían a sus hijos la grandeza, pasión y los rituales que formaban parte de esta emblemática modalidad de caza.

 En esta línea, el que se sienta cuquillero, pajarero, pajaritero, perdigonero, reclamista..., porque sus mayores se lo dejaron como legado, siempre ha debido tener y debe seguir teniendo bien clarito que salir al campo a cazar el reclamo conlleva, una serie de planteamientos éticos/morales y tradicionales, que solo pueden ser llevados a cabo por quienes valoran mucho más el encanto y calidad de los lances, que el número de patirrojas abatidas en unos determinados días o en la temporada. Es decir, se pueden tirar muchas perdices en un puesto, pero si no es con el esfuerzo del que está atalayado en el repostero, ni con la lucha denodada y valiente de las camperas, puede ocurrir, si se es cuquillero de pro, que no se llegue contento y satisfecho al cortijo. Por el contrario, cuando se abate un solo ejemplar, uno solo -como fue el caso de la imagen de entrada-, pero en donde existen momentos para el recuerdo por la grandeza el lance, entonces sí se da por terminado el puesto con un inmenso regocijo y se llega a la vivienda de la finca que no cabe uno por la puerta.

Para concluir, quiero transmitir, con pocas palabras, las sensaciones personales que me embargan en estos momentos tan difíciles en los que nos vemos inmersos y en la antesala de la apertura del periodo hábil en la zona A de Andalucía: indescriptible ilusión como si fuera un niño con juguetes de Reyes y, a la vez, enorme desasosiego por la posibilidad de no poder llevar a cabo nuestra modalidad cinegética como ya ocurre en otras Comunidades de nuestra querida España.

martes, 12 de enero de 2021

SOBRE LA PERDIZ DE REPOBLACIÓN

              Imagen de un reclamo atento a lo que hace una hembra encaramada en un olivo.

Es cierto que hace cuarenta/cincuenta años había muy pocos cazadores de pájaro en los pueblos, los motivos podrían ser muy variados, pero se me ocurren como principales la enorme dificultad que tenían las perdices del campo para acudir a la jaula, la mala economía para mantener muchos reclamos, cartuchos, licencias, etc., y la situación de ilegalidad que conllevó la práctica de la modalidad hasta que se reconoció como tal en la ley de caza de 1970.

Dicho esto, también es cierto que, como contrapartida, nuestros campos gozaban de una inmensa cantidad de perdices, pues el modelo agrícola y “los apaños” que usaban los agricultores en aquellos tiempos tenían la capacidad justa para arañar la tierra y poco más; gracias a eso teníamos lindazos y eriales por doquier, lugares en los que nuestra querida patirroja criaba sin ningún problema.

Llegó el progreso, con él los grandes tractores y los productos fitosanitarios que, en un abrir y cerrar de ojo, envenenaron todo el campo, de tal manera que desaparecieron los lindazos, los eriales, las tierras de calma…todo se volvió un mar de olivos en el que -como si hubieran pasado Atila y su caballo Othar-, no crecía ninguna hierba. Esto acarreó  que, en pocos años, las perdices del olivar viesen mermadas sus poblaciones y, en algunos territorios, estuvieron muy cerca de la desaparición.

¿Qué se pudo hacer ante esta situación?: echar mano de las granjas y repoblar los campos con perdices, ponerles comederos y agua limpia por doquier, para esperar que -con el paso de algunos años-, aprendieran a buscarse la vida en estos campos donde sólo habita el olivo.

Hecha esta breve introducción, entro en el tema que me interesa proponer hoy.

Nuestros olivares, los de Encinas Reales, veinticinco años después de soltar la primera perdiz,  han vuelto a tener una buena densidad de perdices  nacidas y criadas en ellos, ninguno nos explicamos cómo lo hacen las pájaras para sacar adelante a sus pollos en este mar de tierra yerma, pero lo cierto y verdad es que, muchas, lo consiguen; eso sólo puede venir motivado por el altísimo nivel de pureza que existe en los criaderos actuales. También es cierto que, año tras año, tenemos que reforzar con un buen número de ejemplares, pues la agricultura del olivar (aunque más suave que hace unos años), sigue siendo excesivamente agresiva para ellas.

Y llegamos, un año detrás de otro, al tiempo de meter los pájaros en la jaula y empezar los campeos.

Es aquí cuando empiezo a alucinar comprobando cómo los bandos de pájaros, después de haber atravesado la temporada de caza a la mano (aquí se dan doce días de perdiz al salto con un cupo de tres perdices por cazador), están enteros.

Qué sabias son las perdices!!!

A mí me gusta muchísimo campear los pájaros (lo vengo haciendo desde siempre), los jóvenes y los no tan jóvenes. En mi experiencia estoy convencido de que no les pasa nada porque vean el campo y no se les tire (cuando voy con la escopeta tampoco les tiro cada vez que los ven). La realidad es que si conoces el campo (tu cazadero habitual de toda la vida), es muy probable que las perdices acudan al canto del reclamo, con lo que -si su comportamiento es el adecuado-, se le deja para la escopeta y, si no lo es tanto, se le abre la puerta y se le regala  la libertad.

Antes, cuando yo era un mozalbete, esto era impensable porque la raza de pájaros que tenían nuestros olivares era de un nivel de frialdad y cobardía enorme, era casi imposible lidiar con ellos, de tal manera que podías darle a un pollo treinta puestos sin que escuchara ni una pitá, por lo que tardabas en salir de dudas un montón de tiempo, mientras que ahora, además de oírlos, si tienes jaula medianamente decente, los verás en plaza.

Hace unos días, a primero de diciembre, salimos a campear un amigo y yo juntos. Sacamos nueve pájaros en todo el día, seis de ellos de segundo celo, de los que cinco tienen algún tiro hecho y uno está sin tirar; los otros tres son pollos del año. Pues bien, todos tuvieron campo y lo vieron en plaza.

Como es lógico, los pájaros tirados, una vez que les das una “colgailla” y compruebas que han salido bien del pelecho, los dejas en su casillero tranquilos, hasta que vayan acompañados de la “humosa”; sin embargo para  los pollos este trajín de sayuela, coche, caminos, olivos, etc., etc., resulta ser una escuela estupenda puesto que se acostumbran al manoseo y, en muy poco tiempo, el que vaya a ser un proyecto interesante de reclamo, te lo estará diciendo con bastante rapidez y contundencia.

¿Les pasa algo a los reclamos por ver el campo y que no suene el tiro? Rotundamente no, no les pasa nada y, si les pasa, es que no eran buenos a carta cabal. En estos olivares se da mucho la situación de venir el campo, subirse en la pata del olivo, darle al reclamo un calentón de ole y, sin entrar en plaza, volverse por donde vino, dejando a jaula y jaulero con dos palmos de narices, sin que por ello el reclamo deba estropearse.

Así pues, estos días de campeo nos permitirán entrar en temporada con pájaros que sabemos van a cantar en el campo y, llegadas las camperas a su sitio, las van a tomar bien. Como consecuencia entiendo que esto es ventajoso, cuando menos nos ahorra bastantes mochueladas.

Una vez empieza la temporada, al tener la perdiz del campo (descendiente de perdiz de granja), una predisposición para la pelea muy superior a la que tenían los antiguos pobladores de estos olivares, es habitual que se tiren un buen número de perdices por socio.

Tenemos calculada la media en quince capturas que, para treinta y seis puestos que podemos dar en la temporada, está bastante bien.

 A título comparativo, en el año 1984 cacé toda la temporada en mi pueblo con Ecijano y Rondano  de cuarto y tercer celo  (dos reclamos de muy alto nivel), cazándolos todos los días y habiendo una enorme densidad de perdices en estos campos, conseguí tirar dieciocho pájaros.

Evidentemente, esa mayor facilidad para disfrutar de lances en los puestos conlleva el que haya un buen número de socios que practiquen el reclamo, por lo que se hace necesario poner una serie de normas restrictivas que permiten disfrutar de la temporada sin esquilmar el cazadero.

Así pues, en base a la facilidad para adquirir reclamos y para poder verlos con el campo, existe un grupo de aficionados que, temporada tras temporada, viven ilusionados pendientes de sus reclamos, con la seguridad de que los van a ver con campo en plaza.

Esta situación qué es buena o mala?

A mí, tal como está aquí el campo y la agricultura del olivar, me parece que es la única posible, porque la otra consiste en “soltar los trastes” y esa salida hay mucha gente que no la contempla.

También es cierto que esta perdiz actual, pasados los diez o doce primeros días de caza de jaula, apaña unos resabios bastante importantes, por lo que como no tengas un pajarito gracioso y con recursos, es muy habitual salirse del puesto sin haber tirado.

Así pues, considero que la perdiz de granja ha venido a quitar dificultad/romanticismo a la modalidad (lo mismo que el todoterreno o el puesto de tela), pero ha contribuido a que la afición de los pueblos aumente y los aficionados de clase social media baja, disfruten de algo que siempre les gustó, porque lo de pagar un importante puñado de euros para poder cazar el pájaro en un coto privado, no está al alcance de todos los bolsillos.

 

                                          Vicente Hurtado Navarro

domingo, 10 de enero de 2021

EL BUEN RECLAMO, DESDE EL PRIMER DÍA

 

        Este artículo ya ha sido tratado ampliamente en este blog en diferentes posts, pero dada su importancia y la diversidad de opiniones que existen sobre el tema quiero exponer, una vez más, lo que yo pienso al respecto, tras vivir formas de actuar o proceder de todo tipo de aspirantes a reclamos que han pasado por mi jaulero. Es más, hace poco, en un comentario llegado al blog, decía un aficionado y amigo que el “culo” es el que hacía a los pájaros de jaula, circunstancia que, como se comprobará al leer este artículo, no comparto, aunque bien es verdad que la paciencia con los reclamos es una de las principales virtudes del cuquillero.                                  

                                       oooooo O oooooo


     Este tema, lo tengo tan claro, que creo no equivocarme al afirmar rotundamente -aunque, como dice un amigo, las matemáticas no existan en esta modalidad de caza- que el buen reclamo, el pájaro de bandera, aprueba con nota desde su primer contacto con el campo, incluso no siendo el mejor día para el debut. De hecho, Chimenea, mi mejor reclamo de mis casi setenta años, debutó, por un error mío, en una mañana infernal de viento y agua y, tras dar un puesto inolvidable, conseguí abatirle una hembra de esas que no se le tira a cualquier pájaro de jaula.

        Aunque teorías sobre el tema las hay de lo más diverso, y todas muy respetables, mi experiencia personal cimenta la afirmación del párrafo anterior. Sea el más vistoso, el más feo, el más fuerte, el más canijo..., en cuanto lo destapamos por primera vez, y para satisfacción nuestra, saldrá cantando como si estuviera curtido en mil batallas. No le importará si hace frío o calor, si hace sol o llueve, si es por la mañana o por la tarde... Luego, con ese encanto especial que le acompañará toda su vida y que irá acrecentando día tras día, atraerá a las camperas con una facilidad pasmosa. Esté la temporada buena o mala o el campo virgen o resabiado, pocas patirrojas se resistirán a su llamada. Más tarde, una vez las montaraces en plaza, las “tomará” como si fuera un veterano y, tras el tiro, hará un entierro en toda regla, independientemente que la campera de turno haya quedado seca, aleteando, botando e, incluso, volando por estar sólo herida o no haber recibido ni un plomazo.

        Está claro que, de los anteriores, rompen pocos e, incluso, es posible que algunos aficionados no lleguen nunca a tenerlos en sus manos. Por lo tanto, cuando muchos de ellos hablan de fenómenos o reclamos de campanillas, lo que están haciendo es sobrevalorar a pájaros trabajadores que, cuando llegan los momentos difíciles, no dan la talla. Pájaros a los que se les tira cacería, pero cuando ésta entra bien y no da mucho la lata. Si así ocurriera, entonces la cosa cambia: nerviosismo e inquietud, pechazos a la jaula, patita “parriba y pabajo”, cantes a destiempo, alambreos y guitarreos...

        Lo del párrafo anterior es el pan nuestro de cada día en cualquier casa de vecino y, en la mía, para no ser menos, también. La ilusión llega a nuestro cuerpo en el mes de octubre/noviembre con la adquisición de pollos y el correspondiente recorte de los mismos. Poco a poco, con sus primeros cantes, bulanas... e incluso titeos al comer algunas golosinas, nos van haciéndonos pensar que a nuestras manos ha llegado la “joya de la corona”. Pero esa joya, no está al alcance de todas las manos. Lo normal es que, una vez en el farolillo, no abra el pico o, si lo abre, tras unos cuantos reclamos, comenzará el alambreo o los botes. Si hay más suerte, puede que incluso atraigan al campo, pero cuando este se le acerque, o silencio o aplastamiento.

      Pues bien, muchos de esos pollos seguirán en nuestro jaulero ante la esperanza de que el año próximo la cosa cambie e, incluso, muchas veces, nos acompañará varios años. Pero al final, jaulazo tras jaulazo, y enfado tras enfado, nos daremos cuenta que el pájaro de turno no sirve y, por lo tanto, hemos estado perdiendo el tiempo durante varios años.

        Resumiendo: creo y casi setenta años avalan mi opinión que, el reclamo puntero, el que luego se transforma en el líder de nuestro jaulero y personaje principal de nuestras historias, trae en sus genes la clase. Por tanto, desde el primer puesto, la da a conocer y la pondrá en práctica. Es más, incluso haciéndole una barbaridad en ese estreno, seguirá siendo un primer espada. Obviamente, el buen proceder de su dueño reforzará su calidad y, lo contrario, puede, sólo puede, estropearlo. En mi caso particular, dos de los tres pájaros de primer nivel que he tenido en mi vida -el de Manué y D. Benito-, presenciaron, el día de su debut, cómo las camperas les botaban en sus narices después del disparo por plomos de cabeza y no ocurrió nada.

        Todo lo demás: que si tiene poco celo, que el campo no está bueno, que el tiempo no acompaña, que el campo se quedó botando, que no le ha gustado el tiro..., son paños calientes, mentiras piadosas que nos contamos a nosotros mismos para no ver lo que un ciego sí lo hace: el reclamo de turno, que posiblemente nos tenía enamorado por las cosas que en casa le observábamos, no sirve; es decir, es un auténtico mochuelo.

          Por tanto, el manido debate de si el pájaro nace o se hace, para mí no existe -aunque pueda haber excepciones y, por lo tanto, grandes errores al no darnos cuenta de la valía de un determinado neófito-, ya que tengo muy clarito que, como dije al principio, el reclamo es como el pintor: artista desde que coge el primer lápiz en sus manos.