miércoles, 30 de diciembre de 2020

NO TODO SE HACE BIEN DENTRO DEL TANTO O AGUARDO

...Que en esto de la caza de la perdiz con reclamo nadie está exento de haber "metido la pata" en un momento determinado y, por tanto, pocos pueden lanzar la primera piedra es una verdad irrefutable e incontestable. Alardear de estar libre de culpa cuando se trata el tema, es no decir la verdad por muy honesto que se sea. De hecho, los que ya llevamos unos años en esta controvertida y milenaria afición cinegética hemos pasado por multitud de situaciones complicadas por motivos diferentes y, al final, la hemos finiquitado haciendo lo que no se debería, pero como ocurre en los confesionarios de las iglesias, allí se queda.

 

Por todo lo anterior, quiero hacer constar que cuando sacamos los “pies del tiesto”-que se suelen sacar- realizando una crítica exacerbada y dura contra quien ha podido consciente o inconscientemente cometer un error, primero deberíamos mirarnos por dentro y hace examen de conciencia o, al menos yo, así lo pienso porque, si tengo que decir la verdad, en los muchos puestos que he dado a lo largo de mi vida cuquillera he cometido errores de bulto y creo que, como quien escribe, le habrá pasado a más de uno y más de dos. Por ello, demonizar a quien, en un momento determinado no procede como se debiera, es entrar en el mundo del “fariseísmo”, pues habría que ver qué hemos hecho cada uno, una vez que nos hemos encontrado solo dentro del aguardo.


Con ello no quiero generalizar, Dios me libre, pues siempre habrá quien se salve de la quema y haya sido el más íntegro del mundo, siguiendo una forma de actuar acorde con el decálogo del buen proceder que engrandece a la milenaria caza de la perdiz con reclamo. Aun así, pienso que no todos hemos actuado de tal forma, por lo que tirar por tierra a aficionados que no obran bien, en un momento determinado, incluso a jóvenes que dan sus primeros pasos en la modalidad, es no ser justos, pues si los aguardos hablaran, seguramente, no actuaríamos a la ligera haciendo comentarios atrevidos.


En esta línea, no quiero dejar pasar por alto algunas situaciones en las que muchos hemos participado o hemos escuchado a amigos aficionados o hemos vistos en vídeos que comparten compañeros y que, más de una vez, no hemos actuado como se debiera una vez dentro del aguardo, aunque por  distintas razones, en aquel momento, creíamos que eran las mejores, aunque nos pasáramos de la raya:


- Abatir una patirroja nada más aparecer en plaza.

- Disparar al macho o hembra, sin esperar a que entrara el otro, para así no irnos de vacío.

- Disparar sobre camperas sin la seguridad que las veía el reclamo.

-Disparar sobre machos o hembras a bastante distancia del repostero.

-Intentar carambolas cuando, ni era el momento, ni ambas montesinas estaban en el lugar adecuado para ello.

- Disparar sobre camperas en la línea del que está en el  pulpitillo.

- Disparar sin que exista un recibo adecuado.

-  Salir del puesto a buscar una perdiz herida.

-  No tocar una pluma del ejemplar al que se dispara.

-  Dejar a las patirrojas pataleando o dando botes tras el disparo

-  Abatir, y no por rebote de plomo, sino por nerviosismo o precipitación, al reclamo de turno.

-  Tratar al reclamo que ese día habíamos sacado como si fuera un muñeco de feria, con todo tipo de improperios incluidos, tras una faena no muy acorde con lo que se esperaba del él.

-      

 

Pues bien, dicho lo dicho y para no alargar más el artículo, aunque se podrían citar otras muchas situaciones que rodean a nuestra modalidad cinegética, solo puntualizar a modo de resumen que antes de criticar negativamente a otros cuquilleros por llevar a cabo actuaciones que no se debieran, tendríamos que repasar la historia de nuestros comportamientos en el campo. Si así lo hacemos, posiblemente, las críticas negativas se reduzcan o se trate con más indulgencia o benevolencia a quien, al igual que cada uno de nosotros, en alguna ocasión -incluso en más de una-, no hemos actuado como marca el correcto proceder cuquillero. Y cuidado, yo no estoy exento de culpa pues, como he dicho con anterioridad, también “he pinchado en hueso” más de una vez y no he estado acertado en algún que otro comentario. Por tanto, si los aguardos hablaran….

 

sábado, 26 de diciembre de 2020

EL PLACER DE NO SABER NADA

 En el día dia de hoy, dentro del apartado de colaboraciones,  traigo al blog este  relato del cuquillero y fecundo escritor Miguel Bulnes.

ooo O ooo

        Cada vez sé menos. A pesar de la experiencia. Tal vez sea como los huevos cocidos que cuanto más cuecen más duros se ponen. El caso es que un reclamo me ha vuelto recordar que tantos años estudiando sus comportamientos no me han doctorado, más bien al contrario, me ha vuelto a llevar al cajón de salida.

        Se trata de Rinconete, un perdigón que llegó a mi jaulero por accidente. No estaba destinado a tal fin. Su cometido era el de servir de señuelo en la jaula especial diseñada para atrapar campesinas para su posterior estudio fenotípico, anillamiento y posterior suelta. En ella se debatió con los alambres hasta casi abrirse la cabeza. Después de un tiempo de recuperación, lo cuento más detalladamente en mi libro Los Pollos de la Redondilla, mi padre observó que no perdíamos nada si lo adecuábamos en una jaula y lo incorporábamos al elenco de reclamos de esa temporada. El pollo no decía nada en casa: ni lo decía con su pico ni con su estampa. Su comportamiento era retraído y desconfiado. Con todo y de mala gana, una tarde radiante de sol y sin viento lo saqué. En esa salida y en las posteriores pude comprobar que el animal me tenía miedo y mi presencia lo empujaba a aplastarse en la jaula, incluso tardaba un buen rato en incorporarse cuando me escondía en el aguardo y desaparecía de su vista. Pero también constaté que era un virtuoso tratando a las campesinas y en todos los puestos de ese primer celo logró emocionarme al comprobar que sus flirteos resultaban irresistibles para sus congéneres. Tenía el don de los elegidos para convencer a las perdices y dirimir sus desavenencias en las cercanías de la moña. Pero el embrujo se terminaba en cuanto me descubría. El miedo que yo le infringía lo obligaba a enmudecer y a esconder su figura contra el suelo de la jaula hasta enfundarlo. Me tenía intrigado y hacerme su amigo era el primer objetivo para enderezar esa actitud. Estaba convencido de que si lo conseguía, Rinconete desembocaría en un gran reclamo. No lo logré en esa temporada pero mis ilusiones siguieron intactas para la siguiente.

        Esperanzado, muy esperanzado, tanto que el choque con las cinco mediocres actuaciones que me brindó, en ese segundo celo, lo digerí mal y lo castigué sin salir y pensando en deshacerme de sus desesperantes servicios. No sé el motivo exacto por el que decidí darle otra oportunidad, más teniendo en cuenta que ya había desperdiciado mucho tiempo con él, desde luego su comportamiento en el jaulero no fue el detonante: continuaba igual de apático. Sea como fuere, la última semana de esa campaña me lo llevé al campo. Era la semana previa al Estado de Alarma provocado por el siniestro coronavirus y aunque con la incertidumbre lógica por la situación, llegamos al cazadero, mi hermano Pepe y yo, el miércoles a mediodía. Salimos aquella tarde sin noticias del Decreto y también con la misma ausencia de ellas preparamos la salida del jueves por la mañana.

        La amanecida del jueves se presentó espléndida: cielo limpio, sin viento, temperatura fresca pero muy lejos de ser fría. Se auguraba uno de esos días en los que el mes de marzo va adecuando las desavenencias invernales en su camino hacia la primavera. Pepe, mientras desayunábamos, me preguntó con cierta sorna, sabiendo de mis recelos, por el pájaro  que iba a sacar. Luego de darle razones a favor y en contra para elegir éste o aquél reclamo, que sólo evidenciaban las pocas ganas que tenía de sacar a Rinconete, decidí que fuera él porque de no ser en esa ideal mañana, lo más probable es que no lo hiciera nunca. Tan desganado que le dije a mi hermano que no me alejaría mucho. Así que me quedé al lado del camino. El coche se perdió sendero abajo mientras yo ideaba la colocación del aguardo y de la moña. Enseguida encontré la ubicación. El lugar es un valle que se precipita suavemente hacia una charca y su belleza se ve adornada, a un lado y a otro, por escobas que crecen a la vera de grandes rocas de berrocal. Al abrigo de uno de aquellos canchos y camuflado por las escobas instalé el portátil, direccionando la mirilla hacia la cañada. Al lado de unos juncos confeccioné el pulpitillo. Una campesina se pronunció a la derecha y como cuando lo hizo ya estaba todo preparado, cogí a Rinconete y lo destapé con mucho cuidado. Mientras lo ajustaba al pulpitillo, otra perdiz anunció su ubicación de frente, no demasiado lejos. Pero ni ésa ni la anterior lograron despegarlo del suelo de la jaula. Y aunque me dije que seguíamos lo mismo, sí aprecié o me imaginé un cambio en su mirada, veía en sus ojos cierto relajamiento o eso me parecía. Me despedí de él con la creencia de que estábamos más cerca del entendimiento que tanto yo ansiaba y me senté en el aguardo con renovada ilusión. Se fue incorporando lentamente hasta llegar a media jaula. En esa posición estuvo poco tiempo, no más de un par de minutos, aunque a mí me pareciera larguísimo. Por fin irguió su figura y decidió pregonar su presencia con cuatro o cinco reclamos sin miedo a los que adornó con unos pitos. Una campesina le contestó cuando él estaba en medio de otra tanda y la abortó de inmediato. En cuanto aquella terminó, Rinconete inició una nueva con pitos seguidos de curicheo para terminarla con redondeados y graves reclamos. Surtió efecto y desde distintos sitios respondieron varias contrincantes. Lo hacían a un lado y a otro del aguardo y también, de frente, un macho, más cercano, lanzó sus endechas. Un rabilargo pasó por encima del pájaro y detrás lo siguieron varios vociferando su trayectoria por ambos lados de la moña. Rinconete enmudeció. Maldije a tan alcahuete algarabía multitud de veces, sobre todo cuando pasaba el tiempo y el pájaro no salía de su mutismo. Pero los rabilargos desaparecieron y luego de una espera más que prudencial, maldije la sangre de Rinconete y la comparé con la de un mochuelo, que por sus venas corría sangre de ave nocturna. Más aún cuando las campesinas preguntaban una y otra vez y el intruso  no respondía.

Me fui calmando a medida que pasaba el tiempo y su mudez me daba la razón. La conclusión de que no valía como reclamo y a la que había llegado con anterioridad, no había sido errónea y salvo por los pinchazos que de vez en cuando sufría por haber despilfarrado tan deliciosa mañana, mi pulso derivó hacia el ritmo habitual y dejé de prestar atención al pájaro y a las campesinas que también habían dejado de cantar. Enseguida el ascenso del sol iluminó el valle y sus rayos fueron desaguando y descubriendo el verde de la hierba antes de hacerla brillar. En aquella mañana brillaba todo, todo menos la jaula y su morador, hasta un pato que se dirigía hacia la charca dejó destellos verdosos rebotados de su cuello. Los sonidos también se alargaban y oí el amerizaje de la acuática en la charca. La estela de un avión se quedó reflejada en el cielo y el humo de mi cigarro parecía querer alcanzarla. Pero pese a tanto deleite obsequiado gratuitamente, mi cuerpo empezó a echar de menos el placer que había venido a buscar, y la silla empezó a notar que mis posaderas no habían recibido la anestesia que el goce buscado suministraba y en ninguna posición me encontraba a gusto. En una de aquellos cambios de posición estuve tentado de levantarme. No lo hice porque convine que la espera a Pepe sería más pesada. Me entretuve ensayando con los personajes de una nueva novela que por entonces estaba principiando y el tiempo voló sin darme cuenta hasta que el reloj me señaló que ya llevaba casi una hora apostado.

Encendí un último cigarro, eso creía yo, y mientras me lo fumaba ideé que la mejor manera de deshacerme de Rinconete era que Pepe cumpliera con alguien que le había pedido un perdigón de los que cada temporada desechábamos. A la par que restregaba la colilla sobre el suelo o casi, percibí un curicheo muy bajito, casi inaudible. Era Rinconete que había engalanado sus plumas y terciado su figura para soltar tan delicada voz. Sin duda estaba viendo adversario o adversarios. ¿Dónde? Ni yo veía nada ni nadie se delataba, pero el desechado continuaba timbrando, con la quietud de una gárgola, sus mejores repiques. Como nadie acudía, al menos visiblemente, a su intrigante llamada, pensé en una farsa alarma, que algún zorzal charlo o alguna otra ave de similar tamaño lo había confundido. Pitos al ladito de las escobas que encubrían el aguardo, socorrieron mi ansiedad y descubrieron al dueño de aquel terreno. Vi su cabeza a través de la escoba que protegía la parte frontal del aguardo, un poquito por delante del caño de la escopeta. De seguida, aprecié en su andar dos soberbios espolones. Con una desafiante propuesta se acercó a la moña. Una carta de presentación que Rinconete aceptó con el mejor de los protocolos y dirigió sus vueltas al ritmo de la mejor batuta. El enfado del campesino aumentaba en cada giro y no hacía falta ser muy experimentado para augurar que no tardaría en subirse a la jaula. Lo tenía encañonado y debatía si dejar que lo hiciera sería la mejor solución. Fue entonces cuando divisé a la hembra en la otra falda del valle y decidí esperar. Con el campesino arrastrando el ala, Rinconete lanzó un reclamo recortado de dos o tres golpes dirigido a la señora. Digo dirigido a la señora porque provocó en ella un acercamiento rapidísimo y un enfado mayúsculo en su pareja. De tal modo que el gladiador, con un ostentoso estiramiento de su ala izquierda a lo largo de la pata, advirtió a su distinguida, al unísono o casi mediante un volatín intentó subirse a la jaula. No logró quedarse y cuando iba a tomar impulso para una nueva tentativa, se alejó hacia la parte derecha y en la parte izquierda quedé fulminada a su dama. A la explosión reaccionó con un vuelecillo corto, tanto que apareció de nuevo en la plaza a la par que yo cargaba de nuevo el arma.

Rinconete ni siquiera apreció el estallido ni el amago de huida, y picando en el suelo le ofrecía la mejor de sus viandas. Justo en ese momento lo disparé. Quedó laxo al otro lado del pulpitillo y el desechado tampoco oyó el estruendo. No tardó en cambiar la tonalidad empleada en la reñida disputa por la de un educado responso. Despacio fue subiendo el matiz de su voz y después de unos pitos lanzó un portentoso y relajado reclamo que anunciaba la nueva propiedad de aquellos pagos. Yo estaba sorprendido, no tanto por su extraordinario trato con las perdices porque ya lo había visto otras veces, sobre todo en su etapa de pollo, sino por su apatía en esta primera hora cuando las campesinas no dejaron de incitarlo. De modo que aunque contento no estaba exultante y el cigarro que prendí no fue producto del automatismo que una situación parecida provoca en mi cuerpo, sino que lo hice con parsimonia y sin necesidad, creo que lo hice simplemente para que Rinconete apreciara a través de las señales de humo los primeros síntomas de cierta reconciliación. Enseguida otro macho preguntó y fue contestado con altanería y rapidez por Rinconete, le dijo que aquel terreno había sido recientemente adquirido y que ya pertenecía a sus dominios. No obstante el lugareño quiso discutirlo desde un cancho cercano y también su pareja se añadió a la discusión. Estuvieron un rato exhibiéndose y departiendo; aceptaron al nuevo inquilino como señor de aquel feudo, desistieron y los vi abandonar y perderse proclamando su querencia de vez en cuando hasta callar por completo. Mientras Rinconete saboreaba la despedida proclamándola a todo el territorio recién adquirido, una solicitante apareció en escena, lo hizo toda empingorotada encima de una piedra a no más de cincuenta metros en dirección de la tronera, circunstancia que me permitió observar primero como se bajaba del promontorio y luego, tras unos segundos escuchando la propuesta de cortejo, la vi exhibir su figura en una elegante carrera hasta la plaza. Fue recibida con exquisita delicadeza, a la que ella respondió con sus mejores galas: terciaba su cuerpo, ahuecaba las plumas, encopetaba los pasos. Un alarde que fue correspondido con similar garbo por el de la jaula. Dejé que intimidaran hasta instantes después de que ella reparara en la hembra abatida y amagara con romper el coqueteo: alisó las plumas y estiró su estampa. No podía tolerar que Rinconete sufriera semejante desengaño y apreté el gatillo. Desde ese momento apenas reparé en el júbilo taimado del pájaro,  sólo pensaba en lo que pasaría cuando me levantase y esa obsesión no me dejaba disfrutar del delicado repertorio que ya como vencedor explayaba. Cómo estaba convencido de que en cuanto me viera acabaría con su elocuencia, la sorpresa fue brutal al comprobar que mi presencia fue recibida con dos hermosos reclamos de buche. La incredulidad me llevó al atontamiento y luego de un tiempo pasmado decidí salir del aguardo sin que Rinconete ni siquiera amagara con esconderse en el suelo de la jaula. Y la incredulidad me acompañó hasta la plaza sin saber muy bien qué hacer con su erguida estampa. Opté por coger una de las hembras y enseñársela. Una tenue voz junto a sugerentes posturas anularon las reticencias. Acto seguido me subí a la nube rara, esa que te hace frágil y descuidado, en ella, en la nube, discutimos con las otras dos perdices abatidas y luego hablamos como dos amigos y alargamos la situación hasta dónde no se podía estirar más.

       A la mañana siguiente, la del viernes, logró convencer a dos feroces competidores y a una de sus damas con la sutilidad del embaucador empedernido y volví a subirme a la nube rara para discutir la usurpación del nuevo feudo con las perdices derrotadas, lo hicimos igualmente en la del sábado donde consiguió atraer a un remolón campesino y también el domingo por la mañana, rodeado de vacas, al desengañar a una viuda que preguntó mucho.

        Ahora, cada vez que me ve, me saluda picando en el suelo del terrero ofreciéndome su casa. No es que cada vez sepa menos, es que no sé nada.

 

                                             Miguel Bulnes Cercas.

jueves, 24 de diciembre de 2020

FELICITACIONES NAVIDEÑAS

En estos momentos tan difíciles que nos ha tocado vivir, quiero desearos, principalmente, SALUD a todos los que colaboráis, participáis o visitáis este blog  y, como no, FELICES FIESTAS.  Para ello, nunca mejor que hacerlo con un motivo representativo de nuestra ancestral, incomprendida y maltratada afición.





martes, 22 de diciembre de 2020

LOS PIENSOS COMPUESTOS EN LA ALIMENTACIÓN DE LOS RECLAMOS

Cartel anunciador de piensos Catyd en 1960

En esta exposición personal, como en todas las que traigo al blog -como no puede , ni debe ser de otra forma, comparto una idea personal que en ningún momento se puede ver como una forma de imponer criterios personales, pues como no me canso de repetir y de escuchar, en todo lo concerniente al reclamo, el qué más, entre los que me incluyo, y el que menos es alumno de preescolar, pues el día a día nos demuestra, como dice el amigo Juan Luis: "aquí, las matemáticas fallan". Eso sí, al llevar en esta afición muchos años y después de haberle echado a mis reclamos durante ese tiempo bastantes marcas de piensos compuestos, creo que estoy en posesión de dar mi opinión, que no es otra que el resumen de mi apreciación personal.

ooo  O  ooo
 
     Desde siempre, hasta los años sesenta del siglo anterior, la comida de los reclamos de perdiz se limitaba a algún tipo de cereal, principalmente trigo, verde y, en el otoño, bellotas, castañas, habas y garbanzos remojados… Luego, con el paso de los años, aparecieron los primeros piensos compuestos o "Cati", nombre genérico con el que se les nombraban a todos los piensos debido a uno de ellos, muy conocido y utilizado, como era Catyd, elaborado por una empresa de Sevilla. Más tarde, llegaron otras marcas como Sanders, Hens, Purina, Biona, Nanta… que también fabricaron piensos específicos para nuestros perdigones. Por último, sobre finales de los años setenta, el grupo Altube Garmendia lanzó al mercado un pienso específico para perdices que supuso una verdadera revolución en la alimentación de las mismas, una vez enjauladas. Además, en los últimos años, unan gran número de empresas han puesto a la venta nuevos piensos compuestos con variedad de productos y composición, dígase Camposano, Super-Feed, Legazín, Ortín, Nagsa, Thurma, IFS...

Pues bien, en un principio, los piensos compuestos fuesen de la marca que fuesen, implicaban una nueva forma de alimentación para reclamos y solo supusieron un cambio radical en la nutrición de las perdices enjauladas, pues se cambió el grano natural -trigo, cebada, maíz, guisantes, pipas...- por un tipo de producto elaborado. Sin embargo, desde hace unos años, cada casa comercial tiene distintas variedades, según edad y época del año, lo que supone, a veces, un verdadero rompedero de cabeza a la hora de elegir, máxime cuando el aficionado cuquillero se mueve por el conocido “me han dicho o he escuchado” o “tal pienso u este otro va de maravilla”. De hecho, casi todas las empresas que los fabrican ofertan las variantes de Mantenimiento y, cómo no, Alta energía o de celo, que se diferencia de la citada en primer lugar en algunas modificaciones en los ingredientes que entran a formar parte de la composición del mismo, principalmente, en el apartado proteínico. Así, este componente nutricional pasa del 16/20% que es, por término medio, la proporción que llevan la mayoría de las marcas en la variedad normal, al 22/25% que es el porcentaje de proteínas que contiene el de alta energía.

    Al mismo tiempo, las casas fabricantes de piensos de perdices anteriormente citadas y otras muchas que circulan por nuestro país, recomiendan que, a partir de mediados del otoño, se les suministre a nuestros reclamos la variedad “milagrosa” de alta energía, con el fin de que los componentes de nuestros jauleros adquieran esa fortaleza y vigor necesarios para que, una vez en el campo, sepan imponerse y ganen la batalla a sus congéneres salvajes.

    Ahora bien, desde mi humilde punto de vista, creo que, con ello, aparte de pagar unos euros más, aunque en esto del reclamo nunca se escatime lo más mínimo, no conseguimos prácticamente nada en cuanto al aspecto positivo -aunque a veces, dígase muda, sea necesario mayor aporte energético- y sí mucho en sentido contrario, siempre y cuando hablemos de aficionados que están los trescientos sesenta y cinco días del año “encima” de sus reclamos. No obstante, si lo que queremos es poner a nuestros pájaros de jaula en marcha en veinte días o poco más, a lo mejor -circunstancia que ocurre con más frecuencia de la debida-, el alta energía más otros recursos que se suelen utilizar -luz, golosinas, vitaminas…- sea un buen remedio para quien no mira para los integrantes de su jaulero, nada más que cuando se acerca su periodo hábil de caza. De esta forma, posiblemente, cuando estén en el tanto o repostero, serán unas máquinas que permanecerán dos horas cantando y utilizando todo el repertorio musical que llevan en sus códigos genéticos. Sin embargo, estarán faltos del encanto, galantería y zalamería que debe acompañar a todo buen reclamo y, con estos condicionantes, las patirrojas camperas, en vez de acercarse, se quitarán de en medio o se atrancarán y no darán la cara. Aun así, dichos reclamos habrán dado un gran puesto, siempre hablando, por supuesto, de los pajaritero de turno a los que tanto les gusta este tipo de perdigones cantarines.

    Del mismo modo, a veces -más de la cuenta-, si nos pasamos en las proteínas, las temidas mudas extemporáneas pueden surgir, con lo que la temporada del reclamo habrá finalizado para el aficionado correspondiente y aparecerá el sofocón irremediable, sin olvidar las muertes repentinas por sobrealimentación.

    Por consiguiente, y por todo lo anteriormente expuesto, soy de los que opino que un reclamo de los de “andar por casa” que es lo que hay en la mayoría de los jauleros, pues los mochuelos no tienen solución por mucho que nos esforcemos con ellos, teniendo a su alcance una alimentación equilibrada durante todo el año, incluyendo cualquier pienso de mantenimiento de cierta garantía en su dieta diaria -y lo recalco: cualquiera-, el soleo y el cuido a diario, no necesita un “chute” poco antes de comenzar la temporada para demostrar lo que es, pues por sí solo se debe bastar. El día a día lo va encelando de forma natural y terminará la temporada más o menos en condiciones según su temperamento y actitudes, circunstancias que también debe conocer y no olvidar el cuquillero.

   En resumidas cuentas, podemos tener bien seguro que este pienso o aquel, dentro de una cierta calidad de las empresas fabricantes -que la gran mayoría la tienen-, será más que suficiente, sin el alta energía, para que nuestros queridos reclamos lleguen en óptima forma a la apertura del periodo hábil de su caza, sin que a los quince días y, tras cuatro o cinco perdices abatidas, se “suban por las paredes” y se pongan tan fuertes de recibo que espanten más que atraigan. Pero que tengamos bien claro que al mochuelo, al maula, al cantamañanas...., aunque le echemos "jamón pata negra" en su dieta, no dejará de ser un sinservir. Consiguientemente, no andemos cambiando cada dos por tres de pienso pensando en que, con éste o aquel -porque Fulanito o Menganito dicen que son buenísimos-, vamos a transformar a quien no da para mucho más, en un pájaro de jaula de primera fila. Por el contrario, el reclamo de nivel, con "papas a lo pobre", estará en marcha en "cuatro días".

  Para finalizar, tengo que decir que, independientemente de la marca y variedad de pienso que pongamos a los pájaros de jaula, lo que debemos saber es que quienes usamos este tipo de alimento para nuestros reclamos, según las empresas fabricantes de los mismos, no deberíamos alterar su equilibrada composición con otros "platos" para no alterar sus contenidos alimenticios. En esta línea, la cual yo no sigo, como otros muchos, no tendríamos que complementar el pienso con semillas de gramíneas diversas, bellotas, castañas, garbanzos, habas, verde... pues, según los técnicos, lo que hacemos es producir un desequilibrio en el ciclo nutritivo de los piensos compuestos, ya que ellos están diseñados para que solo tengamos que acompañarlos con agua y nada más. Por tanto, complementar cualquier pienso, sea de la empresa que sea, con otras "golosinas" y potingues o meringotes, posiblemente, según lo anteriormente expuesto, sea la causa de que nuestros espadas no lleguen a su verdadera forma cuando empiece la temporada.


sábado, 19 de diciembre de 2020

MI PRIMERA COLLERA

           Después de muchos y muchos artículos colgados en este blog, hoy quiero cambiar el tercio y publicar este entrañable relato personal que ya se pierde en el implacable paso de los años. No se puede o se debe vivir de recuerdos, pero nuestra infancia y juventud muchas veces afloran a nuestra mente casi sin quererlo. Como muestra de ello, esta vivencia de los años sesenta que no viene mal en estas fechas en donde casi se toca con la punta de los dedos la Navidad.

ooo O ooo

Ya no era capaz de recordar los años que llevaba acompañando al abuelo Vicente Lluch a dar el puesto, pues habían sido tantos, que la cabeza empezaba a divagar sin acertar de pleno. Pero, cuando los trece -mal fario para muchos, pero no para mí que nací en esa fecha- se asomaron a mi almanaque, allá por el mil novecientos sesenta y algo, ese “gusanillo” que siempre nos anima a salirnos de lo cotidiano y hacer cosas a hurtadillas, empezó a rondarme la cabeza de tal forma que, noche tras noche, me martilleaba sin cesar. Algo me decía que había llegado la hora de demostrarme a mí mismo que tenía madera de cazador de reclamo.

Aunque ya había hecho mis pinitos con la escopeta del abuelo, una Jabalí del doce de un solo cañón, y había abatido a escondidas algún palomo casero, zorzal, rabilargo, tórtola…, e incluso algún que otro conejo “encamao”, mis miras estaban puestas en cotas mucho más altas. Tenía que dar un puesto yo solito, sin ir de morralero con el abuelo, pues había ido tantas veces con él, que la película me la conocía de memoria, pero tenía que ser yo el personaje principal de la misma.

De hecho, lo había intentado varias veces, pero una vez por un motivo y otra por uno distinto, la ocasión nunca se presentaba como yo esperaba. Todo estaba calculado al milímetro: tenía escondidos algunos “Galgos recargaos” de la marca Orbea, sabía dónde estaba la escopeta y Facultades, el gran reclamo del abuelo, no me extrañaría porque me conocía más que de sobra. El puesto lo daría en lo alto del olivar, frente a Las Carniceras, en un viejo aguardo de monte que había allí de toda la vida y, además, lo suficiente retirado para que no se escucharan, si había suerte, los tiros.

Pues bien, un fin de semana, supongo que, de febrero o marzo, cuando lo pasaba en el campo con los abuelos, mientras estábamos charlando en la candela después de cenar, le escuché al tío Juan que, por la mañana, Manuel González -obrero de la finca de toda la vida-, él y el abuelo Vicente irían a la zona de Becerra a cortar una encina caída por el temporal que se había presentado por aquellas fechas. Por tanto, no tenía que darle más vueltas...., era la ocasión que tanto tiempo llevaba esperando.

En cuanto nos acostamos, y mientras se consumía aquella maravillosa y débil luz del carburo que yo mismo había puesto en una repisa de la habitación del tío Juan y mía, cuando dormía en el campo, por mi mente empezaron a desfilar aquellas fantásticas ilusiones que uno se hace cuando tiene esa edad y está a las puertas de un acontecimiento tan crucial como era para mí dar solo el primer puesto de mi vida. Sabía, demás, que me llevaría una reprimenda de mil demonios, pero mi ilusión podía más que todo lo que pudiera ocurrir. Pero, también intuía, porque conocía al abuelo casi mejor que nadie que, en el fondo, aunque me tirara de las orejas, que, seguro que lo haría, él se alegraría. Me formaría la de Dios, pero se alegraría.

Así, con esas ilusiones sobrevolando mi mente y los ronquidos del tío Juan, que había “caído muerto” en la cama, era difícil conciliar el sueño. No obstante, al final, supongo que el agotamiento terminó por rendirme, puesto que lo siguiente que escuché, fue el ruido que hizo el abuelo al abrir la puerta de la calle que siempre se hinchaba en los inviernos y, por lo tanto, el abrirla y cerrarla no era tarea fácil.

Aunque desde el primer momento tenía los ojos como platos, algo me decía que debía hacerme el dormido, pues si bien, nadie desconfiaba de mí, había que ser prudente al máximo y no despertar la más mínima sospecha. Es más, incluso si me veían despierto, me dirían que me fuera con ellos, y si me negaba, algo recelarían. Así, aunque el tío Juan entró varias veces a la habitación a coger la ropa de abrigo y el paquete de Peninsulares -tabaco que él fumaba por aquellas fechas-, fingí en todo momento estar dormido.

En cuanto tiraron de la puerta para encajarla, di un salto y, mientras me vestía, fui observando cómo cargaban en los serones de Platanero -hermoso burro del abuelo- todos los cacharros y se alejaban camino de la tarea que tenían pendiente. Tomé un poco de leche con pestiños que había hecho la abuela Rita y, con sumo cuidado, para que ella no me escuchara y enfundé a  Belmonte -otro buen reclamo del abuelo, pues no me atreví con Facultades-. Cogí la escopeta y dos cartuchos de los que yo le iba quitando al abuelo de vez en cuando y salí por la puerta de la cuadrilla para no hacer ruido.

Deberían ser las ocho de mañana, porque el sol comenzaba a despuntar por el horizonte como queriendo acompañar a los trinos y cantos de la avifauna lugareña que saludaban al nuevo día. Yo, mientras tanto, con paso rápido y el nerviosismo metido en el cuerpo, fui recorriendo el buen trecho que separaba el puesto del cortijo. La mañana era bastante húmeda y fría, pero no hacía una brizna de viento. Pero, aun así, ese maravilloso y encantador olorcillo a fragancia silvestre, no me abandonó durante la caminata.

Con el continuo vuelo de los zorzales a mi paso y el graznido alertador de alguna pareja de arrendajos que se veían sorprendidos por mi presencia, llegué al tan anhelado colgadero: un rincón en lo alto del olivar salpicado por torvisqueras, chaparreras, cantuesos, esparragueras y pequeñas mortiñeras; es decir, un lugar ideal para dar el puesto. Una vez allí, y siguiendo el ritual que tantas veces había visto, puse al reclamo en el suelo al lado del matojo tras haber dejado apoyada la escopeta sobre el vetusto puesto. Con exquisito cuidado, afiancé Belmonte en aquel más que “familiar” farolillo -que, por cierto, estaba en el perfecto estado de otras veces-. Le quité la sayuela lentamente, como lo hacía el abuelo, y con una emoción contenida que me tenía reseca la garganta, me dirigí a él, diciéndole:

- ¡Belmonte, este es un gran momento para mí, no me falles!

Con ese calorcillo nervioso que se siente cuando se está en la antesala de un gran acontecimiento, me fui retirando hacia el aguardo, pero Belmonte, como si se lo hubieran dicho, quiso satisfacerme desde el primer momento y unos atrayentes piñones y un cuchicheo cautivador, fueron la forma de empezar su actuación en mi bautismo como jaulero. El “campo” empezó también a colaborar, puesto que, al poco tiempo, cuando ya el sol empezaba a calentar aquellas gotas de rocío que con su armoniosa caída acompañaban el incansable trabajo de la jaula, en el encinar vecino, un macho empezó a intercambiar “dialogo” con Belmonte

La tensión de todo principiante empezó a hacer mella en mi organismo y un temblor creciente se iba adueñando de mi organismo. Hacía frío, pero no era ese el motivo de tan singular tiritona. El reclamo desafiante del macho campero, que se había venido apeonando de “callao” hasta el puesto, era la razón. Por lo tanto, tenía que mantener el tipo, pero no era empresa fácil y, máxime, cuando observé con el rabillo del ojo que tras aquellas rápidas embestidas, con ala a rastras incluida de tan belicoso montesino, en su afán de echar de allí a tan osado intruso, su compañera, con delicados y pausados movimientos, lo acompañaba en la disputa.

Respiré profundamente varias veces con idea de que la calma volviera a mi organismo, pero nada, “estaba como un flan”. Sabía perfectamente lo que había que hacer en aquellas situaciones, pero no tenía claro si sería capaz de llevar a la práctica lo que tantas veces había presenciado con anterioridad. Belmonte, como buen maestro de ceremonias, con la cabeza tocando el techo de la jaula y su plumaje ocupando la casi totalidad de la misma, “departía” con macho y hembra como “Pedro por su casa” y yo, sin rebajar mi tensión nerviosa, esperaba el momento idóneo de apretar el gatillo. Ahora sí que necesitaba al abuelo a mi lado, diciéndome: ¡niño, tira!, … pero no estaba allí. Tragué saliva varias veces y, al final, me decidí: tenía que quitar la hembra de en medio. Apreté el dedo índice y tras el estruendo de aquel recargado “Galgo” y la carrera del macho para buscar amparo entre la maleza, su compañera inició un rosario de botes y aleteos que acabaron con un inesperado vuelo por encima del puesto.

- ¡Joder, mal empezamos para ser el primer puesto! -pensé para mí.

Pero el bueno de Belmonte no estaba por amargarme mi debut jaulero y, como si no hubiera pasado nada, cargó el tiro con tal maestría, que aquel hermoso y valeroso garbón, falto de la compañía de su hembra, volvió a la carga para ver qué había ocurrido y se presentó nuevamente en la plaza. Y, en esta ocasión no podía errar, pues si lo hacía por segunda vez, el abuelo no me lo perdonaría. Así que apunté concienzudamente y apreté nuevamente el gatillo. Sin embargo…, los nervios me habían jugado otra mala pasada: no le había metido el nuevo cartucho a la escopeta. Ahora sí que era un manojo de nervios, pero había que hacer de tripas corazón. Abrí con máximo cuidado la escopeta, le saqué la vaina anterior, introduje el nuevo “Galgo” y, tras cerrarla con extrema cautela, volví a apuntar, respiré otra vez profundamente y, lo que antes había sido un momento angustioso al ver que la hembra se me había ido, esta vez, fue una explosión de júbilo, ya aquel gallardo y valeroso campero, tras el nuevo cartuchazo, no había dicho ni pío. 

No esperé mucho más, pues me “moría” por tener entre mis manos a mi primer trofeo. Así que, mientras Belmonte hacía el entierro, con una alegría indescriptible, salí del puesto, recogí aquel inmenso macho y con toda la ilusión y cariño del mundo le pasé varias veces las manos para dejarlo como “nuevo”. Se lo enseñé al reclamo, que, dicho sea de paso, se lo quería comer y le puse la funda. Luego, como tantas veces le había visto hacer a mi maestro en estas lides, apiolé al campero con las dos primeras plumas remeras.

Ya de camino hacia el cortijo, mientras pensaba lo que me diría y me haría el abuelo, una nueva alegría vino a reforzar mi autoestima, ya que la escurridiza hembra que había salido de vuelo, yacía sin vida sobre el troncón de un olivo. La apiolé rápidamente y, tras cogerla junta con el macho, enristré para el cortijo.

Poco después, cuando desde lo lejos divisaba la casa, pude apreciar que el abuelo, con brazo apoyado en una de las esquinas de la misma, me estaba esperando.

No me lo podía creer, la cosa se había puesto fea. Algo habría pasado para que estuviera allí.

Pensé en un sinfín de cosas. Pero una de ellas, estaba clara: me había “pillao in fraganti”.

Cuando llegué frente a él, agaché la cabeza en señal de sumisión y con voz entrecortada le dije:

- Abuelo, lo siento. Sé que tienes que estar “enfadao”, pero tenía que hacerlo. Es más, le he “tirao”, como tú siempre lo has hecho, pues no había más remedio que dorarle la píldora, una collera a Belmonte que, por cierto, se ha “portao” como lo que es, un campeón.

- Niño, no me gusta que hagas cosas sin yo saberlo y menos con los pájaros de jaula. Así que coloca todo en donde estaba y vente conmigo, pues si eres ya mayor para esas cosas, también tienes que serlo para el trabajo. ¡Y eso, que no has cogido a Facultades…, que si lo llegas a hacer…, otro gallo hubiera cantado! -me respondió.

Por el camino, a lomos de Platanero tras el abuelo Vicente, me enteré que había vuelto al cortijo porque se les había olvidado la alcuza del aceite para la sierra, y aunque no me preguntó mucho sobre el puesto, porque tenía que estar en su sitio de hombre mayor y muy enfadado por mi fechoría, yo sabía con toda certeza que, en el fondo, se alegraba.

Cuando volvimos al caserío, casi a la hora de almorzar, no me podía mover..., me dolían todos los huesos. Me había exprimido al máximo -había que darme una buena lección- y, lo que es peor, sin poder rechistar.

       Por la tarde, el abuelo fue a dar el puesto con Facultades. Yo, castigado, por supuesto, tuve que “tragarme” el capítulo correspondiente de la radionovela “Lucecita” al lado de la abuela Rita.

 

miércoles, 16 de diciembre de 2020

CON RESPECTO A LA CAZA

 

                                        Escena de caza  del Paleólitico tomada de internet

Hoy traigo al blog un nuevo artículo del amigo Manolo Quintanilla en el que, desde su punto  de vista de escritor no cazador, nos transmite su visión personal sobre la caza. La entrada finaliza con un bello poema cinegético.

ooo  O  ooo

‘Como un suspiro en el azul del cielo’. Así terminaba mi poema dedicado a la caza en un artículo enviado a tu blog para su respetable divulgación. Este último verso me hizo recapacitar y retomar la temática; buscar un enfoque convergente en la materia prima, deslizar la suave luz de la ‘poesía’ sobre la piel esforzada de la concatenación y el dilema de los opositores: vida-muerte; hombre-animal; con toda la controversia sociopolítica que engloba el discurso. La disputa naturalista… y ella defensa de la ‘cinegética’ con mayúsculas, el ataque y la defensa. Los detractores y los amantes y un largo silogismo impertérritos en el que serán muy necesarios doctores de ambos posicionamientos para dilucidar, en definitiva –nada pues, ambas lateralidades disponen de un cosmoide de argumentos a su favor, que jamás; ¡improbable¡… se podría finiquitar tal controversia en concordato.

 

Para defender tales frentes en la consabida batalla, solo se podía invitar al corazón y al alma, a lo más espiritual del hombre ‘cazador’ honesto y de actitud caballeresca, para hacer comprender que no existen malos subterfugios, malintencionadas ideas, y aún menos perversidad en la condición del cazador. Existe un binomio; la libertad de la presa y la superación del hombre en abortarla. El argumentario no es precisamente la necesidad de la básica búsqueda del alimento, sino el espíritu. De la grandeza de ofrecerse como opositor a la cuestión de invertir las épocas, la disputa natural del encuentro entre amigos naturales, la diatriba con toda la realidad del enfrentamiento: hombre-presa. Ambos, no antagonistas sino amantes de la demostración de sus habilidades naturales, sin ofrecer desventajas; puesto que, si eso ocurriese, no estaríamos disertando una hoja de ruta a seguir, no estaríamos equilibrando la balanza, pues solo se ofrecería un diabólico espectáculo de desventajas y sería en este preciso instante cuando todo lo que enmarca el espacio rousiniano sufriría un terrible desafuero. Yo acato las reglas de la caza en la igualdad que disponen las normas del juego universal de lo intrínseco a la natural composición del universo; o sea aquí en la paleta primaria del pictórico naturalismo se ofrecen a ese duelo impreciso, dos contrincantes, dos oponentes en gallardías majestuosas, en casi equilibrio equitativo y perfecto. El hombre con sus armas, y la presa con las suyas, y añadiendo al lienzo de la contienda, en la visual de la vida intacta y aparente, un árbitro en magnanimidad justiciosa, que es la propia ‘naturaleza’. Ventajas e inconvenientes para uno y para otro. Y al final de la contienda… que cada uno rinda sus honores en la batalla vencida, que no es más que un resultado final, donde a veces, el cazador cobra su presa, o sea, es el campeador de la partida, el receptor de los aplausos, el orgulloso actor de recibir el premio; en otras ocasiones, las más, es la presa la que obtiene el premio, con el ostentoso aplauso de la naturaleza, sus habilidades y la aceptación de la derrota por parte de su oponente.

 

En este marco de enfrentamiento entre hábiles caballeros es donde se debe de figurar la verdadera filosofía de la ‘caza’. Todo lo demás, tanto, por parte de los defensores a ultranza menospreciando las opiniones y pensamientos acordes a sus más íntimas convicciones sin argucias, ni maledicencias, con la verdad por castizo criterio, de los contrarios; como de los detractores acérrimos que, en cuestiones de contrastes de sus valoraciones al respecto, carecen de conocimiento en suficiencia de la materia, y que añaden a la configuración mediática, una distorsión ontológica, cultural manifiesta.

 

Y para ultimar esta narración particular y ajena a toda inclinación y posicionamiento, o postureo. La caza, a mi parecer, es una manera natural del proceder humano que mantiene sus ímpetus arósticos perdurables en el tiempo y con natural inclinación a los postulados del quehacer del hombre inmerso en su entorno y en su hábitat. Es como imponerle al sol que no alumbre, sería una actitud incomprensible y además contra natura. Mi deseo es que el hombre conviva con su entorno natural, que lo respete y que lo cuide, no exijo más. Y que en ese maravilloso espectro convivan el cazador y la presa.

 

 

         POEMA: DE LA POESÍA Y LA CAZA

 

Los pájaros golpean el tambor de la mañana

Y el sol reverdecido canta en los mallares

La perdiz inquieta en su sosiego, mira, espía, suspira…

La alborada de otro pájaro en su vuelo.

El cazador ha mimado su mirilla

Es un triunfo, casi un alto beso sobre el tórrido ariscal del suelo.

Bajo los labios de la escopeta fría

Tiembla la hermosura

¡Alegría, un festival de tiros, la cacería!

 

                               Manuel Vázquez Quintanilla


sábado, 12 de diciembre de 2020

EL TIEMPO Y EL DISPARO

Preciosa imagen de un reclamo atento a lo que ocurre a su alrededor

   Cuando alguien dijo aquello de que "para gustos los colores", seguro que no sabía con exactitud la circunstancia tan incuestionable y palmaria que estaba enunciando. Y es así, porque cada persona es un mundo diferente a lo hora de los gustos o formas de actuar ante una situación que se le presenta.

Pues bien, lo anterior, trasladado al mundo de la caza de la perdiz con reclamo, viene como anillo al dedo y no en una cuestión puntual, sino en cada una de las situaciones que rodean a nuestra querida y ancestral afición. Sin ir más lejos, el espacio de tiempo que cada cuquillero suele dejar a las perdices en la plaza, antes de abatirlas, es una de ellas y en la que, difícilmente, nos pondremos nunca de acuerdo, pues los legados familiares y costumbres priman, a veces, sobre lo demás.

Está claro que doctores tiene la iglesia y cada maestrillo, su librillo, pero llegar a una entente común sobre el tiempo que debe transcurrir desde que una perdiz campera se presenta delante del reclamo, hasta el momento de apretar el gatillo es complicado, bastante complicado. De esta manera, si dejamos al lado a los que disparan a las montesinas en cuanto aparecen por el tiradero para que no se le vaya a escapar la pieza y nos referimos al aficionado normal, al que aguanta que el reclamo que ese día tiene atalayado en el repostero, reciba en condiciones o “tome” bien a la patirroja o patirrojas que hayan llegado a su presencia, entramos en un mundo en donde cada uno tiene su particular y, por lo tanto, muy respetable opinión. Debido a ello, desde el que le gusta no dejar al campo mucho tiempo delante del que está en el pulpitillo, entre los que me incluyo, pasando por el que espera una eternidad, existe un amplísimo abanico de gustos, opiniones y maneras diferentes de actuar.

De todas formas, como la opinión que se tenga debe ser respetada, aunque pueda ser no compartida, sobre esta cuestión, mi apreciación particular y que suelo llevar a cabo, en condiciones normales, es la siguiente:

 Pienso y creo que no estoy muy equivocado al decir que el reclamo de turno, llámese como se llame, en cuanto barrunta que las perdices montesinas están por los alrededores del colgadero o cuando éstas acaban de entrar en plaza, llega al más alto grado de excitación o estímulo, estado que, con el paso de los minutos, lo normal es que vaya decreciendo paulatinamente. Tan es así que, de vez en cuando, el de la jaula pasa un poco de las camperas, porque su dueño ha abusado del tiempo. Situación que se puede comprobar, más que perfectamente, cuando probamos algún pájaro sin escopeta, puesto que, en algunas ocasiones, las camperas están tanto tiempo cerca del reclamo que éste, alguna que otra vez, hasta termina sin cantar, alambreando e, incluso, botando.

En esta línea y por citar un ejemplo, tengo que decir que, hace ya unos buenos años, una pareja de perdices autóctonas se estableció para anidar, en los alrededores de la vivienda de la finca que tengo arrendada de hace ya bastantes tiempo. Tan es así que, llegado el momento, sacó trece perdigones pegandito a la misma. Pues bien, un buen día casi al final del periodo hábil, como solía hacer de vez en cuando, coloqué un pájaro novel sobre el troncón de una pequeña palmera que hay en las inmediaciones del cortijo para que tomara el sol y cantara y, en cuanto echó tres cantes de mayor, le entró la citada collera. Las recibió con un ímpetu tal, que la jaula se le quedó chica: bulanas y más bulanas, cuchichío, piñones… Pero, a medida que iba pasando el tiempo, también iba pasando su fogosidad, hasta llegar el momento en el que tuve que salir de la casa para espantar al macho -pues la hembra se fue al poco tiempo de entrar-, porque el buen señor ya no quería saber nada del garbón campero. Ni que decir tiene que el tal mochuelo, no aguantó mucho en mi jaulero.

Entonces, con el ejemplo anterior y otros muchos que se podrían citar, ¿cuál debería ser el espacio de tiempo idóneo...? 

En la línea de la anterior pregunta, personalmente pienso, aunque la respuesta es bastante complicada, porque cada lance es diferente, que debemos dejar a las camperas ante los ojos del reclamo poquito tiempo, no entrar y zambombazo, pero no mucho, máxime cuando hablamos de montesinas autóctonas. Es decir, que el del farolillo o pulpitillo vea a las patirrojas que llegan, que las tome bien, dos o tres vueltas, si es que las dan y no mucho más.

Siguiendo con la línea anterior, en cuanto observemos que nuestro reclamo está en todo su esplendor de gozo, independientemente de otras muchas circunstancias, debemos apretar el gatillo. Ahora bien, como incidencias diferentes se pueden presentar muchísimas, habrá que saber cuándo debemos esperar un poco más o, por el contrario, no debemos esperar nada. Eso sí, a veces, no tenemos más remedio que dejar que pasen los minutos, como cuando entra uno de los componentes de una determinada collera y esperamos a que lo haga el que se ha quedado atrás, porque todavía no se encuentra en su sazón u otra circunstancia. Pero por regla general, no deberíamos alargar en demasía la espera, o al menos, y vuelvo a repetir, esa es mi forma de pensar y actuar, aunque pueda estar equivocado.

Y no es flor de un día, ni escribir por escribir, sino que año tras año he ido comprobando que, al menos para mí, es la mejor forma de proceder que, por las razones expuestas anteriormente, se debe emplear. De hecho, si se visionan con detenimiento muchas grabaciones de puestos que están colgadas en la red, nos daremos cuenta que lo que estoy diciendo no está muy lejano a la realidad. Pues se puede constatar que, en ocasiones, si se apura demasiado el lance para darle más belleza y para que quien lo vea pueda disfrutar más con el mismo, no se aprovecha el momento idóneo para disparar. Consecuentemente, en muchos de esos casos, cuando se aprieta el gatillo, el reclamo ya ha pasado su fase inicial de máxima “efervescencia” y comienza a no responder como se esperaba de él.


miércoles, 9 de diciembre de 2020

EXTRACTO INÉDITO DE LOS POLLOS DE LA REDONDILLA

                                     Portada de  Los pollos de la Redondilla

Miguel Bulnes, cuquillero cacereño de pro y autor, entre otros, de bastantes libros sobre la caza, me remite este extracto, no publicado por error, aunque iba en el borrador/manuscrito de la obra Los pollos de la Redondilla que se envió a la editorial. Por tanto, en el apartado de colaboraciones, lo hago “efectivo” en el día de hoy, para que “vea la luz”.

El citado libro trata sobre unos pollos adquiridos por el autor, su padre Miguel y su hermano Pepe a un amigo, José Murillo, y procedentes de la finca La Redondilla. Dentro del contenido del mismo, donde se narra la actuación de dichos noveles, el autor intercala los problemas que tiene con el tabaco y su deseo de dejar de fumar.

                                  Ooo  O  ooo

…”No tardamos en comprar una segunda tanda de cuatro pollos de La Redondilla, viendo los excelentes resultados de sus hermanos y consecuencia de las inmejorables reseñas que nos mandaba Pepe Murillo, ya al final de temporada. Apenas con un par de días en su nuevo corral imitaron a sus hermanos. Y lo hicieron con todas las calidades exigibles. El horizonte de un año para verlos en el campo alargaba las jornadas comprometiendo la paciencia, pues lo cotos intensivos lograron abatirla por completo. En ellos aun se podía cazar. Endulzamos todas nuestras reticencias a destapar en esos lugares y conseguimos gracias a la altruista gestión de un buen amigo, aterrizar en uno de ellos.

Una vez en él, desde el coche pudimos apreciar numerosos pares de perdices, otras sin emparejar y también en grupos que se exhibían por todos lados en un careo indefinido, indeciso y muy confiado, tanto que nos miraban con el desdén de un amigo, tan es así que empecé a arrepentirme.

Poco después, el guarda puso a mi padre el primero, al lado de un comedero y, después de advertirle que los reclamos no suponían reto alguno para ellas, continuamos.

Yo fui el siguiente y me quedé, exactamente, donde me dijo. Y se llevó a mi hermano.

Los pollos estuvieron muy bien, pero allí nadie tenía querencias, nadie defendía nada y todos eran extraños en una tierra que extrañaban, con lo que los que acudieron a la plaza fue pura coincidencia.

Mi padre tiró dos machos que antes de comer decidieron saludarle. Pepe, mi hermano, tiró a otro que creyó encontrar a un compañero de academia en el de la jaula.

Yo, por el contrario, no tuve a nadie que quisiera compañía, ni que quisiera saludar a pesar de tener a varios viandantes observando al pollo como si fuera un músico callejero al que no se quiere depositar la propina. En una palabra, un desbarajuste que mi padre comparó con el acarreado en la última república española.

Fue una temeridad que, por suerte, no ocasionó ninguna situación alocada que pudiera afectar a los pollos, pues enseguida tomamos precauciones y, pese tener el día completo, salimos de allí en cuanto terminamos esos primeros puestos.

…No he conseguido, ni siquiera, bajar ninguno de cinco cigarrillos de cupo. Es más, he tenido que volver a subir la nicotina del pitillo electrónico para no aumentarlos. Aunque no sean ningún antídoto contra el tabaco o, precisamente, por serlo, el año que viene, si la vida sigue siendo generosa con mi salud, mi dependencia se reajustará o no con el filtro de los pollos de La Redondilla...”.

                                  Miguel Bulnes Cercas

sábado, 5 de diciembre de 2020

LOS PÁJAROS PUNTEROS NUNCA SE VENDEN

 

Aunque el tema de la compra-venta de reclamos de perdiz está muy trillado y, además ya se ha tratado aquí, nunca faltan ganas de hablar sobre el mismo, pues el quid de la cuestión tiene más que nada un trasfondo sentimental y rozando casi en el cariño absoluto. De hecho, hay infinidad de reseñas y anécdotas que se refieren al tema y que podrían servirnos de introducción, pues tras un buen pájaro siempre hay sentimientos personales.


En esta línea, leyendo hace algún tiempo el emotivo y muy buen manual cuquillero de Avelino Ruiz Calatrava “Manco. Historia de un reclamo”, me ha dado alas para escribir este artículo, pues dicha obra recoge, con una gran prosa, un precioso y entrañable pasaje sobre la cuestión que nos trae en este artículo.

 

Así, en uno de los capítulos de este libro, un señor desconocido, don Fulgencio, que en el bar de Currillo escuchaba, paciente y atentamente, las conversaciones cuquilleras que sobre dicha modalidad cinegética mantenían el citado Currillo, Andrés, el zapatero, Desiderio, el guarda y Carlete -cuatro lugareños amigos y personajes del libro- se dio a conocer y les preguntó, viendo la pasión que ponían en los relatos cuquilleros que compartían, varias cuestiones sobre la caza de la perdiz con reclamo, pues aunque era muy cazador, nunca había estado dentro de un aguardo.

 

Pues bien, no muchas fechas después, D. Fulgencio se presentó en casa de Andrés para decirle que estaba empezando a aficionarse a la caza del cuco pero que, para ello, necesitaba un buen reclamo. Para ello, había preguntado en el pueblo por el mejor y le habían indicado que ese era Manco, el pájaro de jaula del Andrés. No hace falta decir que el zapatero, gran apasionado de su afición, le comunicó, tras darle la bienvenida y alegrarse de que se estuviera aficionando a tan ancestral modalidad de caza, que no, que Manco no se vendía. Y para ello, utilizó los fundamentos siguientes, según sus propias palabras plasmadas en el libro anteriormente citado, una vez que don Fulgencio le hubiera ofrecido lo que estimara conveniente por dicho animal, aunque fuera un auténtico disparate:

 

- “...Debo decirle que lo que usted pide es imposible. Hay cosas que no se venden. ¿Acaso puede usted comprar el alma de algún hombre? ¿O el pensamiento de alguien? ¿O el amor de una persona? Mire usted señor, aunque el Manco sea un animal, de él he obtenido tantas satisfacciones a lo largo de estos años que no debo considerarlo como un simple animal, sino más bien un ser especial en mi vida, una parte de mí mismo proyectada bajo su saya de plumas, un cuerpo donde a menudo encuentro mayor comprensión que en nuestra superior inteligencia, viciada por la razón y las costumbres. Por tanto y para terminar este asunto, sepa usted que lo que quiere comprar es una parte de mi corazón y eso no está en venta, ya que, sin sus latidos, yo también moriría de pena y no podría disfrutar su dinero...”.

 

Con lo anteriormente expuesto, que lo comparto al cien por cien, no tengo más que decir que, si existen personas que se dedican a la compra y venta de reclamos como fuente de ingresos o como complemento de ello, circunstancia totalmente legal y entendible, también las hay, como el citado Andrés, que nunca venderían a su mejor reclamo por muchos billetes que se pusieran encima de la mesa, aunque su economía no fuera muy boyante, incluso estando bajo mínimos, pues tira más la parte emocional y sentimental que lo económico.

 

En esta línea y hablo por mí, nunca pasaría a otras manos un pájaro puntero de mi jaulero a cambio de billetes, y mucho menos, el mejor, porque como se dice por ahí: para que lo disfrute otro, lo disfruto yo. De hecho, nunca he vendido un reclamo. He regalado medianías que han dado mucho juego en manos de amigos y compañeros, pero de vender, nada de nada y, mucho menos, si hablamos de un pájaro de calidad. Sí es verdad que, gracias a Dios, nunca he pasado por estrecheces económicas, pero creo que, aun así, siempre hubieran podido más los sentimientos que los dineros. Es más, pienso y estoy seguro de ello, que el mejor nunca se negocia. Se transfiere, aun hablando del referente de un determinado jaulero -según el vendedor-, un buen pajarete de jaula de segunda fila, pero “el figura”, el santo y seña de nuestras tertulias cuquilleras, aunque existan necesidades “de bolsillo”, creo que nunca está en venta o, al menos, así lo pienso yo. Hace años, cuando las economías familiares eran de las de no tener ni pan para llevarse a la boca, posiblemente, pudiera ser, pero de unos años para acá, en el noventa y nueve por ciento de los casos, no.

 

Para finalizar, únicamente decir a modo de resumen, que el pájaro de bandera siempre llegará, si llega algún día, a nuestras manos sin pagar mucho por él. No busquemos el mirlo blanco con el “taco”, pues como bien sabemos, la gran mayoría de las veces pagamos una burrada, incluso hablando de miles de euros, por quienes no pasarían un examen de no muchas complicaciones. Pajaritos medianos, de los que dan el avío, sí se comercian. “Figuras”, aparte que hay poquísimos -aunque ode boquilla pueda haber muchos-, no se suelen, excepto en casos muy muy puntuales, vender. Quizás, en momentos muy específicos, se pueden regalar a personas que, por su buen proceder, se lo merecen, pero a cambio de un buen fajo de billetes, nunca pasan a otras manos.