miércoles, 23 de junio de 2010

MI PRIMERA COLLERA


Ya no era capaz de recordar los años que llevaba acompañando al abuelo Vicente a dar el puesto. Habían sido tantos, que la cabeza empezaba a divagar sin acertar de pleno. Pero, cuando los trece -mal fario para muchos, pero no para mí que nací en esa fecha- se asomaron a mi almanaque, allá por el mil novecientos sesenta y algo, ya un poco crecidito por cierto, ese “gusanillo” que siempre nos anima a salirnos de lo cotidiano y hacer cosas a hurtadillas, empezó a rondarme la cabeza de tal forma, que noche tras noche, me martilleaba sin cesar. Algo me decía que había llegado la hora de demostrarme a mí mismo que tenía madera de cazador de reclamo.

Aunque ya había “hecho mis pinitos” con la escopeta del abuelo -una Jabalí del doce de un solo cañón-, y había matado a escondidas algún palomo, zorzal, tórtola…, e incluso algún que otro conejo “encamao”, mis miras estaban puestas en cotas mucho más altas. Tenía que dar un puesto yo solito, sin ir de “secretario” con el abuelo. Había ido tantas veces con él, que la película me la conocía de memoria, pero tenía que ser yo el personaje principal de la misma.

Lo había intentado varias veces, pero una vez por una razón y otra por otra, la ocasión nunca se presentaba como yo esperaba. Todo estaba calculado al milímetro: tenía escondidos algunos “Galgos recargaos” de la marca Orbea, sabía dónde estaba la escopeta y Facultades, el gran reclamo del abuelo, no me extrañaría porque me conocía de sobra. El puesto lo daría en lo alto del olivar, frente a Las Carniceras, en un viejo aguardo de monte que había allí de toda la vida y, es más, lo suficiente retirado para que no se escucharan los tiros.

Pero un fin de semana, supongo que de febrero o marzo, que lo pasaba en el campo con los abuelos, mientras estábamos charlando en la candela después de cenar, le escuché al tío Juan que por la mañana, Manolillo –obrero de la finca de toda la vida-, él y el abuelo Vicente irían a Becerra, frente a lo de Fuertes a cortar una encina caída con el temporal que había hecho por aquellas fechas. No tenía que darle más vueltas...., era la ocasión que tanto tiempo llevaba esperando.

En cuanto nos acostamos, y mientras se consumía aquella maravillosa y débil luz del carburo que yo mismo había puesto en una repisa de la habitación del tío Juan y mía, cuando dormía en el campo, por mi mente empezaron a aflorar aquellas fantásticas ilusiones que uno se hace cuando tiene esa edad y está a las puertas de un acontecimiento tan crucial como era para mí dar solo el primer puesto de mi vida. Sabía, demás, que me llevaría una reprimenda de mil demonios, pero mi ilusión podía más que todo lo que pudiera pasar. Pero también intuía, porque conocía al abuelo casi mejor que nadie, que en el fondo, aunque me tirara de las orejas, que seguro que lo haría, él se alegraría. Me formaría la de Dios, pero se alegraría.

Así, con esas ilusiones sobrevolando mi mente y los ronquidos del tío Juan que había “caído muerto” en la cama, era difícil conciliar el sueño. No obstante, al final, supongo que el agotamiento terminó por rendirme, ya que lo siguiente que escuché, fue el ruido que hizo el abuelo al abrir la puerta de la calle que siempre se hinchaba en los inviernos y por lo tanto, el abrirla y cerrarla no era tarea fácil.

Aunque desde el primer momento tenía los “ojos como platos”, algo me decía que debía hacerme el dormido. Si bien, nadie desconfiaba de mi, había que ser prudente al máximo y no despertar la más mínima sospecha. Además, incluso si me veían despierto, me dirían que me fuera con ellos, y si me negaba, algo recelarían. Así, aunque el tío Juan entró varias veces a la habitación a coger la ropa de abrigo y el paquete de Peninsulares -tabaco que él fumaba-, fingí en todo momento estar dormido.

En cuanto tiraron de la puerta para encajarla, di un salto y, mientras me vestía, fui observando cómo cargaban en los serones de Platanero –hermoso burro del abuelo- todos los “cacharros” y se alejaban camino de la tarea que tenían pendiente. Tomé un poco de leche con pestiños que había hecho la abuela Rita y, con sumo cuidado, para que ella no me escuchara, le puse la esterilla y, al final, enfundé a otro buen reclamo del abuelo: Belmonte –no me atreví con Facultades-. Cogí la escopeta y dos cartuchos de los que yo le iba quitando al abuelo de vez en cuando y salí por la puerta de la cuadrilla para no hacer ruido.

Deberían ser las ocho y media de la mañana, porque el sol comenzaba a despuntar por el horizonte como queriendo acompañar a los trinos y cantos de la avifauna lugareña que saludaban al nuevo día. Yo, mientras tanto, con paso rápido y el nerviosismo metido en el cuerpo, fui recorriendo el buen trecho que separaba el puesto del cortijo. La mañana era bastante húmeda y fría, pero no hacía una brizna de viento. Pero aun así, ese maravilloso olorcillo a fragancia silvestre, no me abandonó durante la caminata.

Con el continuo vuelo de los zorzales a mi paso y el graznido alertador de alguna pareja de arrendajos que se veían sorprendidos por mi presencia, llegué al tan anhelado colgadero: un rincón en lo alto del olivar salpicado por torvisqueras, chaparreras nuevas, cantuesos, esparragueras y pequeñas mortiñeras; es decir, un lugar ideal para dar el puesto. Una vez allí, y siguiendo el ritual que tantas veces había visto, puse al reclamo en el suelo al lado del matojo tras haber dejado apoyada la escopeta sobre el vetusto puesto. Con exquisito cuidado, afiancé Belmonte en aquel más que “familiar” farolillo –que por cierto, estaba en el perfecto estado de otras veces-. Le quité la funda lentamente, como lo hacía el abuelo y con una emoción contenida que me tenía reseca la garganta, me dirigí a él, diciéndole:

- ¡Belmonte, este es un gran momento para mí, no me falles!

Con ese calorcillo nervioso que se siente cuando se está en la antesala de un gran acontecimiento, me fui retirando hacia el aguardo, pero Belmonte, como si se lo hubieran dicho, quiso satisfacerme desde el primer momento y unos atrayentes piñones y un cuchicheo cautivador, fueron la forma de empezar su actuación en mi bautismo como jaulero. El “campo”, empezó también a colaborar, ya que al poco tiempo, cuando ya el sol empezaba a calentar aquellas gotas de rocío que con su armoniosa caída acompañaban el incansable trabajo de la “jaula”, en el encinar vecino, un macho empezó a intercambiar “dialogo” con Belmonte.

La tensión de todo principiante empezó a hacer mella en mi organismo y un temblor creciente se iba adueñando de mi organismo. Hacía frío, pero no era ese el motivo de tan singular tiritona. El reclamo desafiante del macho que se había venido de “callao” hasta el puesto era la razón. Por lo tanto, tenía que mantener el tipo, pero no era empresa fácil y máxime, cuando observé con el rabillo del ojo que tras aquellas rápidas embestidas, con ala a rastras incluida, de tan belicoso campero en su afán de echar de allí a tan osado intruso, su compañera, con delicados y pausados movimientos, lo acompañaba en la disputa.

Respiré profundamente varias veces con idea de que la calma volviera a mi organismo, pero nada, “estaba como un flan”. Sabía perfectamente lo que había que hacer en aquellas situaciones, pero no tenía claro si sería capaz de llevar a la práctica lo que tantas veces había presenciado con anterioridad. Belmonte, como buen maestro de ceremonias, con la cabeza tocando el techo de la jaula y su plumaje ocupando la casi totalidad de la misma, “departía” con macho y hembra como “Pedro por su casa” y yo, sin rebajar mi tensión nerviosa, esperaba el momento idóneo de apretar el gatillo. Ahora sí que necesitaba al abuelo a mi lado, diciéndome: ¡niño, tira!, … pero no estaba allí. Tragué saliva varias veces y, al final, me decidí: tenía que quitar la hembra de en medio. Apreté el dedo índice y tras el estruendo de aquel recargado “Galgo” y la carrera del macho para buscar amparo entre la maleza, su compañera inició un rosario de botes y aleteos que acabaron con un inesperado vuelo por encima del puesto.

- ¡Joder, mal empezamos para ser el primer puesto! –pensé para mí.

Pero el bueno de Belmonte no estaba por amargarme mi debut jaulero y, como si no hubiera pasado nada, cargó el tiro con tal maestría, que aquel hermoso y valeroso “gallo”, falto de la compañía de su hembra, volvió a la carga para ver qué había ocurrido y se presentó nuevamente en la plaza. Ahora no podía errar. Si lo hacía por segunda vez, el abuelo no me lo perdonaría. Así que apunté concienzudamente y apreté nuevamente el gatillo. Sin embargo…, los nervios me habían jugado otra mala pasada: no le había metido el nuevo cartucho a la escopeta. Ahora sí que era un manojo de nervios, pero había que “hacer de tripas corazón”. Abrí con máximo cuidado la escopeta, le saque la vaina anterior, introduje el nuevo “Galgo” y, tras cerrarla con extrema cautela, volví a apuntar, respiré otra vez profundamente y, lo que antes había sido un momento angustioso al ver que la hembra se me había ido, esta vez, fue una explosión de júbilo, ya aquel gallardo campero, tras el nuevo cartuchazo, no había “dicho ni pío”.

No esperé mucho más. Me “moría” por tener entre mis manos a mi primer trofeo. Así, mientras la jaula cargaba el tiro, con una alegría indescriptible, salí del puesto, recogí aquel inmenso macho y con toda la ilusión y cariño del mundo le pasé varias veces las manos para dejarlo como “nuevo”. Se lo enseñé al reclamo, que dicho sea de paso, se lo quería comer y le puse la funda. Luego, como tantas veces le había visto hacer a mi maestro en estas lides, apiolé al campero con las dos primeras plumas remeras.

Ya de camino hacia el cortijo, mientras pensaba lo que me diría y me haría el abuelo, una nueva alegría vino a reforzar mi autoestima, ya que la escurridiza hembra, yacía sin vida sobre el troncón de un olivo. La apiolé rápidamente y, tras cogerla junta con el macho, enristré para el cortijo. Poco después, cuando desde lo lejos divisaba la casa, pude apreciar que el abuelo, con brazo apoyado en una de las esquinas de la misma, me estaba esperando.

No me lo podía creer, la cosa se había puesto fea. Algo habría pasado para que estuviera allí.

Pensé en un sinfín de cosas. Pero una de ellas, estaba clara: me había “pillao in fraganti”.

Cuando llegué frente a él, agaché la cabeza en señal de sumisión y con voz entrecortada le dije:

- Abuelo, lo siento. Sé que tienes que estar enfadao, pero tenía que hacerlo. Es más, le he tirao, como tú siempre lo has hecho –no había más remedio que dorarle la píldora-, una collera a Belmonte, que por cierto, se ha portao como lo que es, un campeón.

- Niño, no me gusta que hagas cosas sin yo saberlo y menos con los pájaros. Así que coloca todo en donde estaba y vente conmigo, que si eres ya mayor para esas cosas, también tienes que serlo para el trabajo. ¡Y eso, que no has cogido a Facultades…, que si lo llegas a hacer…, “otro gallo hubiera cantado”! -me respondió.

Por el camino, a lomos de Platanero tras el abuelo Vicente, me enteré que había vuelto al cortijo porque se les había olvidado la alcuza del aceite para la sierra, y aunque no me preguntó mucho sobre el puesto, porque tenía que estar en su sitio de hombre mayor y muy enfadado por mi fechoría, yo sabía con toda certeza que en el fondo se alegraba.

Cuando volvimos al caserío, casi a la hora de almorzar, no me podía mover..., me dolían todos los huesos. Me había exprimido al máximo –había que darme una buena lección- y, lo que es peor, sin poder rechistar.

Por la tarde, el abuelo fue a dar el puesto con Facultades. Yo, castigado, por supuesto, tuve que “tragarme” el capítulo correspondiente de la radionovela “Lucecita” al lado de la abuela Rita.

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