Como hace algún tiempo, voy a traer al blog alguna colaboración, como es el caso de ésta, escrita por mi primo Manuel Jerónimo Lluch y publicada recientemente en Trofeo Caza.
Manuel,
el protagonista, miraba la orden de vedas y como siempre veía que habían
concedido cuarenta y dos días hábiles para poder colgar. Así era desde que se
permitió cazar legalmente la perdiz con reclamo.
Pensó
que sucedería como solía ocurrir, que la climatología y otros imponderables que
surgieran harían que muchas fechas
quedaran en blanco y no se pudiera salir a dar el tan deseado y añorado puesto.
El
cambio climático, se dijo, ha hecho que aquello que en décadas que quedaron atrás era favorable
se haya convertido ahora en inconvenientes para que el campo se corra
adecuadamente a la jaula.
Recordó,
y en él todo se volvían recuerdos, como hacía ya bastantes celos que la perdiz
campera no adquiría el ardor necesario para que respondiera exitosamente a la
provocación a la que el reclamo la sometía, y si se conseguía a veces buena
caza se debía en gran parte a que en muchos de los cotos prevalecía la perdiz
sembraba, la cual entraba a la jaula, en la mayoría de ocasiones, con más
curiosidad que celo. Había como en todo caso excepciones pero no eran tan
habituales como deseaban y querían muchos de los buenos y curtidos pajariteros.
Cuando en nuestros campos, siguió diciéndose Manuel, antes que la perdiz
granjera hubiera tomado posesión de ellos y que el cambio climático se hiciese
notar, cualquier aficionado con cierta experiencia podía precisar los días más
aptos para colgar sus reclamos.
Sabía,
porque así se lo enseñaron sus mayores o tal vez lo había experimentado por sí
mismo, que después de unos días lluviosos, cuando volvía a calentar el sol y la
temperatura era suave, como las camperas
respondían con prontitud y buscaban con ahínco la presencia de un intruso,
en el terrero, donde se habían aposentado y que defenderían con prontitud.
También
conocía que los días de viento, cuando el aire arreciaba, castigando a la
vegetación autóctona serían poco aptos para salir al campo y era preferible
darles un descanso a los reclamos en espera de mejor ocasión para exhibir sus
excelencias en el pulpitillo.
Descubriría
también que las bajas temperaturas mermaban el celo de las perdices, tanto en
las camperas como en los reclamos, y que
unas como otras perdían el necesario ardor para entablar disputas con el
oponente.
Cualquiera
cuquillero de antaño solía estar muy apegado al campo y era estudioso de las
costumbres de los seres que lo poblaban. Conocía las querencias de las
perdices, y averiguaba por sus deyecciones el grado de celo que tenían,
confirmando que tal o cual collera estaba en condiciones para correrse a la
jaula, y que aquella otra necesitaba un tiempo para coger el punto adecuado.
Sabía
también que con la subida de las temperaturas, entrado marzo, las perdices
camperas tendían a buscar las zonas más frescas en los bajos del terreno, cerca
de los arroyos, donde era más benigno el calor. Allí se elaboraban los puestos
facilitando así que el campo buscase a la jaula con mayor facilidad.
Todo
ello lo conocía y practicaba el hombre que permanecía en el campo, porque en él
tenía su vivir habitual, y también, cómo no, se lo transmitía a aquellos que de
forma menos frecuente acudían a las fincas con objetivos cinegéticos afines.
Recuerdos
y más recuerdos se le venían a Manuel a la mente y comprendía que lo que antaño
fue valido y eficaz ahora con las nuevas circunstancias podría no servir por no
lograr los apetecidos resultados.
¿En que
habían quedado aquellos días en los que con una media cuchara era fácil que
cualquier aficionado tuviera una buenísima jornada ya que el campo se
encontraba en los momentos de celo más álgidos?
Querría
pensar, soñando despierto, que tal vez el futuro se presentase más prometedor,
que aquello que fue y ahora no es pueda volver a serlo y que consigamos el
equilibrio y la sensatez para buscar soluciones y remedios útiles y eficaces. Y
con esa incertidumbre se queda, cuando en su rostro aflora una pequeña sonrisa,
que quien la observase pausadamente, no sabría calibrar si era de esperanza o
de resignación.
Manuel
Jerónimo Lluch Lluch.