Al abuelo Vicente, gran pajaritero y hombre cariñoso donde los haya con sus nietos, que me puso en la senda de esta gran afición que es la caza de la perdiz con reclamo.
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El nombre de este
reclamo, Facultades, fue el primero
que quedó grabado en mi memoria, porque con él eché los dientes como ayudante y
aprendiz de cuquillero, al lado de mi abuelo Vicente, y porque lo vi en tantos
puestos de sobresaliente que, difícilmente, se borrará de mis recuerdos. Así,
la belleza de su estampa física, su nobleza, mansedumbre y los variados
recursos que utilizaba para atraer a sus congéneres salvajes, hacían de él el
clásico pájaro que a su dueño se le hace la boca “oro” cuando habla de sus
reclamos punteros.
El abuelo se lo había cambiado, creo recordar, por una pareja de pavos
a un pastor que, dicho sea de paso, el cuido y las atenciones que le
dispensaría no debieron ser los más adecuados porque, como yo le escuchaba
muchas veces en sus múltiples relatos, cuando se lo llevó a casa, su presencia física
dejaba mucho que desear. Aun así, desde que lo vio la primera vez, supo que
dentro de aquel pollo sin espolones, chiquetuelo y raquiticucho, había un gran
reclamo.
Cuando lo conocí, debería de tener
la edad mía de por aquellos entonces, unos siete u ocho años. Y, sobre él, me
contaba el abuelo que le puso Facultades,
porque el repertorio de cantos, tonos y gestos era tan amplio, variado y
atractivo, que pocas perdices salvajes consiguieron escapar a sus carantoñas y
agasajos.
Recuerdo, incluso, haber ido en
mangas de camisa a dar el puesto en el mes de octubre, y terminar de la misma
forma a final de marzo, sin haberse pasado de celo lo más mínimo. Por esta
razón, su excelente trabajo no sufría alteración durante los seis meses que,
por aquellos tiempos, finales de la década de los cincuenta, duraba la caza del
reclamo, máxime, cuando por dichas fechas no era una actividad cinegética
legal.
Tan es así que, aunque todavía no había cumplido los diez años, solo
tengo que cerrar los ojos y retroceder medio siglo para que en mi memoria esté
grabado aquel fenomenal puesto que dimos en La
Era, en el olivar de La Atalaya, una tarde al final de las
Navidades de aquel año, cuando yo estaba de vacaciones del colegio.
El viejo aguardo de monte de aquel estupendo colgadero estaba
levantado sobre un vallado que formaba la linde con la finca contigua. En uno
de los lados había, y en la actualidad todavía perdura, un olivar que, por aquellos
tiempos, tenía salpicones de monte, bastantes esparragueras, frondosas torvisqueras,
algún que otro zarzal, matagallos…, lo que hacía de él un lugar muy querencioso
para las perdices de la zona. Por el otro, todo era encinar y monte bajo de
jaras, jaguarzos, tomillos, cantuesos, helechos, chaparreras… El matojo estaba
adosado a un viejo tronco de olivo, camuflado por sus renuevos o chupones y
todo el conjunto estaba ubicado al lado de una antigua era, que habría sido
utilizada como tal por nuestros ancestros.
Como el puesto no distaba demasiado de la vivienda del campo, y no
había que arreglarlo mucho porque ya había sido remendado en varias ocasiones,
una apacible y soleada tarde, el abuelo enfundó a Facultades, me lo colocó sobre mi espalda con unos ganchos de cuero
trenzado que él había hecho especialmente para mí, cogió su vieja escopeta Jabalí, unos cartuchos recargados Orbea de cartón y me dijo:
-Niño, vamos “palante” y ten cuidado con lo que llevas en la espalda.
Tras la caminata, una vez en el colgadero, el abuelo, un poco fatigado
y con la tosecita clásica de los fumadores empedernidos, apoyó la escopeta
sobre un olivo y se sentó sobre el troncón de otro, mientras repasaba
visualmente la plaza y el aguardo de monte. A continuación, tras unos instantes
de merecido descanso, para una persona que, por aquellos entonces, debería
rondar los setenta y cinco años, me ordenó:
-¡Niño, tráeme un poco de tomillo de aquellas matas, mientras yo
arreglo el pulpitillo!
Con mucho cuidado fui cortando, como tantas veces había hecho con
anterioridad, unas buenas ramas que le servirían para arreglar la tronera. Él,
tras terminar con el repostero, se dirigió hacia el puesto, recompuso la
mirilla y, por último, fue tapando algunos claros que habían aparecido en su
armazón, mientras yo me introducía en el aguardo. Poco después, afianzó con mis
ganchos a Facultades en el repostero
mientras le dedicaba palabras cariñosas y le tocaba los palillos con los dedos.
Lentamente, se fue retirando del reclamo y, al llegar al tollo, tuve
que ayudarle, como ocurría normalmente, a echar las piernas por encima del
mismo, ya que él siempre tuvo problemas en las extremidades inferiores. Observó
el papel de fumar que le solía poner en el punto de mira a la escopeta para
apuntar mejor, la colocó en la tronera e introdujo un cartucho en la recámara,
ya que ésta era de un solo cañón.
Mientras se sentaba en una de las dos enormes piedras que había de
toda la vida en el puesto y me daba a mí la sayuela, para que me sirviera de
asiento encima de la otra, Facultades,
después de sacudirse el plumaje y afilarse el pico varias veces sobre la piedra
de la jaula, ya estaba pregonando por alto que, allí, estaba él. De esta
manera, con una maestría inigualable, fue entremezclando su amplio repertorio
de cantos en espera que alguna de las perdices que debería haber por los
alrededores le tomara “la palabra”.
No habrían pasado ni diez minutos, cuando en el collado de enfrente,
un macho, seguramente viejo, por la fortaleza y vigor de su reclamo, intentaba
intimidarlo con la machaconería de su canto. Sin embargo, Facultades, lejos de amedrentarse por los toques de atención que le
enviaba el garbón montesino, seguía a lo suyo, cosa que no le debió gustar a
quien se creía dueño de aquel paraje porque, tras un largo “pichó, pichó,
pichopichopichó…”, se presentó amenazante y engallado en la plaza en busca de
la jaula que, como era habitual, permanecía inmóvil, dando de pie con una
tranquilidad y suavidad pasmosa.
El abuelo, guiñándome uno de los ojos y haciéndome gestos con la
cabeza para que presenciara la escena, se acercó a la escopeta, la apoyó sobre
su hombro y apretó el gatillo. Luego, solo se escuchó a Facultades cargando el tiro de forma imperceptible, mientras aquel
valeroso y bello ejemplar había quedado hecho un taco, casi pegado al
tanganillo. Más tarde, el tono de su música subiría porque, más o menos a la
caída de donde nos encontrábamos, empezó a dar señales de vida una hembra
primero y, poco después, un macho, lo que nos hizo suponer que se trataba de
una pareja. Así, de vez en cuando, la pájara soltaba varias reclamadas, atraída
por el encanto de quien un poco más arriba la piropeaba, mientras su compañero,
quizás un poco celoso, le reñía con continuados rajeos, pero no daban un paso
adelante.
El abuelo, que ya había liado y consumido varios Ideales, empezaba a preocuparse, porque la tarde iba cayendo de manera
inexorable y él no era Búfalo Bill a la hora de apuntar. Mientras, yo, que de
oído estaba bastante mejor que él, le hice señas puesto que, después de una
prolongada callada del campo, había percibido la presencia de la pareja a
nuestra espalda. El reclamo, que también los había barruntado, empezó a
recibirlos con un suave cuchicheo, que hizo que la hembra le contestara con
unas embuchadas. Facultades le dedicó
unos melosos piñones y, en cuanto la pájara dio la cara, empezó su peculiar picoteo
de la esterilla, cosa a la que no se pudo resistir y arrastró tras sí a su
pareja que, dándose cuenta de la situación y queriendo tomar las riendas de la
misma, empezó a dar de pie a la vez que se dirigía envalentonado hacia el
pulpitillo. La fémina, mientras tanto, deslumbrada por el titeo de la jaula,
picoteaba el suelo en señal de sumisión. El abuelo, que había estado esperando
la ocasión de apretar el gatillo y la tenía apuntada desde hacía unos segundos,
le disparó en cuanto se separó un poco del matojo. El macho, sorprendido por el
estruendo del tiro, arrancó de la plaza con potente vuelo, mientras su consorte
movía las alas débilmente, consumiendo los últimos instantes de su vida.
Momentos más tarde, mientras Facultades
seguía cargando el tiro, el garbón campero empezó a llamar a quien ya no podía
oírle, pero ahora se encontró con la callada de la jaula por respuesta. De esta
manera, en un último intento de encontrar a su compañera, apareció de nuevo en
la plaza subiendo los decibelios de su canto, con la idea de acobardar al
reclamo que, muy al contrario, lejos de achicarse, empezó a rifarse con él,
hasta que un nuevo estampido hizo que quedara patas arriba y sin mover un
pluma, mientras quien estaba en el farolillo le dedicaba, nuevamente, su
peculiar música fúnebre.
Pasaba el tiempo y, como la tarde comenzaba a caer, el frío empezaba a adueñarse de nuestras piernas y solo se escuchaba el canto lejano de alguna perdicilla, posiblemente viuda, que se resistía a pasar la noche en soledad, el abuelo carraspeó un poco con la garganta y se levantó hablándole cariñosamente a su pájaro.
Volví a ayudarle para que
pudiera salir del puesto y, una vez que
se encontró fuera, cogió uno de los machos que había en suelo y se lo acercó,
como siempre solía hacer, a Facultades
que, totalmente hinchado en la jaula, lo picoteaba y le cuchicheaba suavemente.
Yo, mientras tanto, observaba todo lo que el abuelo hacía y, de
camino, recogía y acariciaba, con manos temblorosas, las dos patirrojas que
todavía permanecían en la plaza.
A continuación, el abuelo, tras ponerle la mantilla al reclamo, me lo
volvió a colgar a mis espaldas, se dirigió de nuevo al aguardo a recoger la
escopeta, que ya había descargado con anterioridad y, tras darme uno de los
garbones camperos para que lo llevara hasta la casa, me dijo con todo el cariño
del mundo:
-Niño, vámonos, que se está
haciendo de noche y la gente estará empezando a preocuparse por nuestra
tardanza.