Baldomero, el hijo de Florencio “El Guarda”, conocía aquellos parajes mejor que nadie. Desde muy pequeño, había acompañado y ayudado a su padre en todas las labores propias de su profesión. Por consiguiente, con buen maestro al lado, había aprendido muchos de los secretos que encierra el mundo animal y la vida en el campo. Quizás por ello, desde temprana edad se había aficionado a la escopeta y sabía en todo momento dónde había que ir para arrimar carne de caza mayor para el sustento familiar o unos conejillos, liebres o perdices para el avío diario. Su madre, Juana, lo seguía tratando, a pesar de ser casi cuarentón, como a aquel niño de ocho o diez años que llegaba todos los días lleno de moratones y con los pantalones rotos de las mil y una travesuras que tanto le apasionaban.
Su trabajo de jornalero del campo le permitía, en muchas épocas del año, cuando el trabajo escaseaba o el horario se lo permitía, el dedicarse a su afición favorita: la caza del perdigón, como la llamaban por la comarca. Pero esta pasión, tan desmesurada en él, también le acarreó muchos problemas, ya que la Guardia Civil lo tenía en todo momento en el punto de mira, por practicar una actividad ilegal en aquellos momentos -mediados de la década de los cincuenta-. Esta circunstancia hacía que su madre, viuda y bastante metida en edad, tuviera siempre el corazón en vilo, ya que en infinidad de ocasiones, Baldomero, que vivía en el hogar paterno al ser soltero, y su inseparable Faida -una setter de pelo negro-, llegaban a casa a la carrera y maltrechos por la persecución de la que habían sido objeto por parte alguna pareja de la Benemérita. Aun así, y a pesar de los disgustos que se llevaba cada dos por tres su madre, Baldomero, campaba a sus anchas por los agrestes y fascinantes rincones del entorno. Sabía muy bien, y estaba convencido de ello, que sus implacables perseguidores difícilmente le “echarían el guante” porque siempre le ganaba en astucia y en conocimiento máximo de todos los parajes y entresijos de aquellos pagos.
Además, todos los lugareños le tenían gran aprecio, por lo que era casi imposible que por un chivatazo cayera en las manos de los del tricornio. Cuando había carne de alguna res en su despensa, la había en las de todas las familias necesitadas del pueblo. Es más, a nadie le faltaba una paloma o una perdiz para el puchero o un conejo o una liebre para un buen arroz. Por tanto, con estos condicionantes, exceptuando los cuatro o cinco terratenientes que pensaban que les robaba la caza y algunos de los que trabajaban asiduamente con ellos, los demás paisanos lo adoraban e, incluso, siempre le echaban una mano en los momentos difíciles. Ni que decir tiene que eran totalmente “mudos e ignorantes”, cuando la Guardia Civil hacía pesquisas sobre cualquier hecho ocurrido y relacionado con Baldomero.
Pero las cosas se complicaban muy mucho cuando llegaba la época de la jaula y, máxime, en los momentos que se él encontraba dentro del puesto. Si a esto le añadimos que Ricardo -el encargado de una de las fincas de la zona y antiguo pretendiente, sin éxito, de Flori, -la hermana de Baldomero-, también jaulero y con una envidia que le recomía, estaba siempre dispuesto a dar el soplo para su localización. Éste, tenía que andar siempre con “pies de plomo”, si no quería caer en manos de los “civiles”. Por consiguiente, el salir de estampida del puesto a media faena del reclamo, era una actividad cotidiana en su ya larga trayectoria como cuquillero.
Así, una fría y tempranera mañana, cuando Ricardo andaba por el pueblo tomando una copa de anís Machaquito para calentar el cuerpo antes marcharse para la finca, observó con cierta socarronería que Baldomero, con máxima cautela, salía por el corral de su casa con pelliza a cuestas y todos los trebejos necesarios para dar el puesto. Como le recomía la envidia, raudo y veloz, se acercó al Cuartel de la Guardia Civil y denunció los hechos.
Poco después, una “pareja” a pie, guiada en todo momento por Ricardo, salió del pueblo, todavía entre dos luces, con la intención de echarle mano a tan escurridizo jaulero y hacerle pagar por tantos quebraderos de cabeza.
El encargado, aunque sabía más o menos por dónde andaría Baldomero –siempre le rondaba que al tener mucha caza donde él trabajaba, estaría allí-, también tenía muy claro que, si la cosa no salía bien, lo pasaría mal, porque la Benemérita no le perdonaría el tiempo perdido y máxime, cuando no era muy bien visto entre los componentes de este cuerpo destinados en el pueblo.
Andaban ya por linderos de Riscos Altos –finca donde trabajaba Ricardo-, cuando en una zona bastante abrupta y de difícil acceso de dicha finca, sonó el estruendo de un disparo. En aquel momento, los ojos de Ricardo y los de la Guardia Civil desprendieron grandes destellos de alegría, mientras por sus mentes no pasaba otra sensación que la de ver a Baldomero entrando esposado en el pueblo.
Tras localizar la procedencia del escopetazo, pararon un momento para plantear con precisión el apresamiento para que tan buscado personaje no tuviera la más mínima posibilidad de escapar. En estas estaban, cuando un segundo estallido, procedente del mismo sitio que el anterior, vino a confirmar que su “buen amigo” seguía allí, más pendiente de la jaula que de lo que estaba ocurriendo varios centenares de metros más abajo.
Mientras ascendían sigilosa y torpemente aquellas sinuosas, resbaladizas y escarpadas trincheras que conducían al colgadero, Baldomero, más contento que un niño con juguete nuevo, por la collera abatida, se hacía un buen “liao” del tabaco que llevaba en la petaca. Sin embargo, Faida, con ese sexto sentido que tienen los perros, empezó a mostrar una intranquilidad tal, que terminó por alertar a su dueño de que algo raro estaba ocurriendo. Éste, conociéndola de tantos momentos difíciles por los que habían pasado, rápidamente reaccionó y apagó el cigarro. Poco a poco, se fue asomando cuidadosamente por encima del puesto y con gran nitidez -no sorpresa, porque no era la primera vez que le ocurría-, observó cómo Ricardo y la “pareja” se acercaban para echarle mano.
Con una rapidez endiablada, salió del puesto y enfundó a su reclamo. Luego, recogió el par que había abatido y, tras limpiar un poco los restos de plumas de la plaza y acariciar a Faida para que se tranquilizara, salieron los dos pitando de allí.
No tendría más remedio que dar un gran rodeo para salir de aquel atolladero, pero su fortaleza, agilidad y el conocimiento del terreno palmo a palmo, le ayudarían a salir indemnes de tan complicada empresa. Minutos después, mientras sus captores recuperaban el resuello en una pequeña parada, él, sudoroso a pesar del frío, jadeante y con el corazón al máximo, tras haber saltado una rivera con no mucha agua que le separaba de un espeso matorral que había al otro lado de la misma, dejó la “jaula” y la vieja escopeta en un estratégico escondrijo que tenía preparado para tales imprevistos. Con posterioridad, camuflándose con la tupida vegetación, en compañía de Faida, que no había hecho el más mínimo atisbo de ladrar, fue distanciándose del colgadero. Al mismo tiempo, sus perseguidores, como pudo comprobar desde la lejanía, llegaban al mismo, se supone que, con cara de incredulidad y resignación al comprobar que allí, en aquel viejo y estratégico puesto, tras dura y pesada ascensión, no había nadie a quien detener. Sólo se escuchó a uno de los “números” de la Guardia Civil, con voz cansina, pero enérgica, decirle a Ricardo, el encargado:
- ¿Supongo que tendrá Vd. algo que decir al respecto?
Ricardo, que se había quedado de piedra y abatido al ver que Baldomero, una vez más, se la había jugado, únicamente fue capaz de responderle:
- ¡Lo siento, yo pensaba que lo pescaríamos hoy! En cuanto lo vi salir esta mañana, pensé que esta vez sería la ocasión propicia.
Tras disculpa tan sutil, aquel desconcertado y derrotado personaje tuvo que escuchar estoicamente lo que nunca le hubiera querido oír.
Ya de vuelta en el pueblo, al pasar por el bar del tío Frasco, Ricardo y los dos números de la Benemérita pudieron comprobar cómo Baldomero, sentado y charlando distendidamente con varios amigos, se tomaba un reconfortante café y se fumaba un buen cigarro. Mientras tanto, Faida -su inseparable compañera-, tendida a sus pies, descansaba plácidamente tras aquella imprevista y súbita estampida.
- ¿Ricardo…, no decía usted que Baldomero estaba dando el puesto? ¿Quién es entonces el que está ahí sentado? –le requirió uno de los guardias civiles.
Esta vez, el encargado, sintiéndose avergonzado delante de muchos vecinos del pueblo, no fue capaz de pronunciar palabra alguna, sólo agachó la cabeza en señal de resignación y siguió junto a la pareja hasta el Cuartel, donde seguro que tendría que dar muchas explicaciones de lo ocurrido al sargento y comandante de puesto de la localidad.
Unas horas más tarde, cuando todo se había tranquilizado, Baldomero volvió al “lugar de los hechos”, recogió todos sus “pertencias” y en un santiamén se encontraba de nuevo a salvo en casa, pero…, una vez allí, no tuvo más remedio que escuchar con impasibilidad la tremenda reprimenda con que le “regaló” su madre que, al salir a la tahona a comprar el pan, se había enterado de lo ocurrido.