jueves, 11 de agosto de 2011

UN AGUARDO A PALOMAS.


           Un día más, la mañana se presentaba fría, húmeda y con una suave llovizna que acompañaba a la densa niebla que envolvía a los terrenos de La Atalaya, la finca de los abuelos. Pero, aunque no llovía mucho, las canales goteaban incesantemente porque llevábamos varias jornadas con un tiempo más que invernal. Era lógico, diciembre y plena sierra. Con estas componendas, gallinas y gallos, encogidos por la pésima climatología y sacudiéndose de vez en cuando el plumaje, aguantaban estoicamente bajo las cornisas de la casa o bajo cualquier lugar que los resguardara de las inclemencias del mal tiempo con el que había amanecido aquella jornada. En la puerta de la casa, Litri y Chamaco -los dos mastines del abuelo-, esperaban, con la barriga vacía, desde la tarde anterior en la que se habían comido sus perrunas, cualquier “golosina” que llevarse a la boca, a la vez que, de vez en cuando, lanzaban al aire sus imponentes ladridos en señal de dominio del territorio.

            El abuelo Vicente, cubierto por una más que usada gabardina y calzado con unas catiuscas, iba y venía “enreao” en sus mil quehaceres, mientras la abuela Rita, calentaba el café y terminaba las rebanás.

            Yo, que me acababa de levantar, andaba muerto de frío mirando, con legañosos ojos, el chisporroteo de la candela que, al amanecer, había encendido el bueno de Manolillo.

            Al rato, la abuela que ya había terminado de preparar el desayuno y llevar a la mesa todo lo necesario, se asomó a la puerta, tocó las palmas varias veces y, con voz potente, repitió igualmente:

- ¡Vamos, vamos, que se enfrían el café y las rebanás!

Al instante, el abuelo, el tío Juan, Manolillo y Enriquito –ambos braceros del campo- entraron por las puertas, se calentaron un poco el cuerpo en la candela y se sentaron en la mesa, donde yo ya estaba comiéndome una buena rebaná con miel y tomando un reconfortante café con leche.

- Vicente, vaya mañanitas que estamos teniendo últimamente, -dijo Manolillo.

El abuelo, que había tomado asiento el primero, asintió con la cabeza mientras, sorbo tras sorbo, consumía un buen y humeante tazón de café negro. El tío Juan observaba la mañana desde la ventana del salón, a la vez que su nariz echaba más humo que la chimenea de la casa, fruto de las buenas chupadas que le daba a su siempre y cotidiano Peninsular. Luego, al volverse para la mesa, una vez tirada la colilla a la candela, sus palabras me supieron a gloria. Así, dirigiéndose al abuelo, le dijo:

- ¡Papá, vaya mañana que se ha presentado para ir a palomas!

- ¡Vamos que sí!, -respondió el abuelo.

- Pues… -prosiguió el tío Juan-, cuando acabe de tomar el café, como el día está malo y no se puede hacer mucho, voy a coger la escopeta y me voy a ir con el niño un rato al aguardo de la linde del alcornocal, a ver si tengo suerte y me traigo unas cuantas palomas, ya que desde la ventana he observado que por allí se mueven un montón de ellas.

Aquello, para mí, con la edad que tenía, era una formidable noticia, ya que, como en días anteriores, seguro que conseguiríamos una buena percha.

Al rato, cubierto por un capote que me había hecho la abuela Rita y andando al lado del tío Juan, nos dirigimos a un aguardo de monte situado frente a un enorme quejigo –“desnudo” por aquellas fechas-, en un enclave ideal para que, en el mismo, se posaran los cientos y cientos de palomas que iban y venían, durante todo el día, en busca de las bellotas, su tradicional sustento.

En el corto trayecto, unos ochocientos o novecientos metros, muchísimas torcaces sobrevolaban nuestras cabezas o se arrancaban, con enorme estruendo, de algunas de las encinas en las que estaban posadas.

Al dar vista a dicho árbol, que siempre era el lugar de aposento antes de tirarse al suelo a comer la bellota, pudimos apreciar, con alegría y asombro a la vez, la enorme algarabía que produjeron en unos segundos, al “levantarse” la gran cantidad de palomas que cubrían de color plomizo las “desarropadas” ramas de aquel buen ejemplar de nuestra flora mediterránea. Estaba claro que la mañana sería buena como otras tantas veces porque, por aquellos entonces, las torcaces eran abundantísimas. Así, nuestras miradas, mientras el tío Juan me mandaba a callar con el dedo índice sobre la boca, eran delatadoras de grandes y buenos augurios.

Con exquisito cuidado, agachados hasta casi dar con nuestras posaderas en el suelo, llegamos al chozo que nos serviría de aguardo. Una vez allí, el tío Juan cargó la vieja Jabalí con dos “Mirlos” de cartón y nos pusimos a la espera de que tan abundante especie de nuestros encinares volviera a su tradicional atalaya.

Volaban, revoloteaban alrededor de nosotros  y, de vez en cuando, alguna de ellas se posaba en las ramas de nuestro tiradero, pero no las suficientes –siguiendo la teoría de entonces- como para gastar un cartucho. Sin embargo, pasaba el tiempo y lo que algunas veces eran más palomas que ramas, no quería hacerse realidad en aquella húmeda y lloviznosa mañana. Con estas componendas, fue pasando el tiempo sin que la situación cambiara, pero cuando ya estábamos a punto de levantarnos e irnos para el cortijo, como si se lo hubieran dicho, aquel centenario quejigo empezó a llenarse de palomas de tal forma que los ojos del tío Juan relucían como dos luceros por la inmensa alegría que le producía lo que llegaba a su retina.

Unas venían, otras se echaban al suelo, otras se iban…, pero la algazara de sus revuelos ponían nervioso al más pintado y, entre ellos, a mí, que no cabía en el pellejo de satisfacción.

Por ello, ensimismado por la situación, miraba por entre el ramaje sin perder detalle del “enjambre” de palomas o estaba atento al tío Juan, que apuntaba y apuntaba, esperando la ocasión idónea de apretar el gatillo que, dicho sea de paso, no iba a tardar mucho, ya que a los pocos instantes, cuando él creyó que era el momento idóneo, dos grandes estruendos me indicaron que había que salir corriendo a coger las que estarían abatidas o a correr tras las que sólo habían quedado heridas.

Y así fue. En un abrir y cerrar de ojos, como tantas y tan veces había hecho con anterioridad,  estaba debajo del quejigo dando vueltas e intentando echarle mano alguna de las que estaban plomedas, pero..., para desazón mía, no había ni una: ni muertas, ni vivas. Desgraciadamente, esta vez, no había nada que coger. Mucho ruido, pero pocas nueces, ya que, aunque luego corrí tras algunas que andaban medio tocadas, al final volví con las manos vacías.

 Parecía imposible, pero así había sido. El tío Juan no había matado, como delataban sus sorpresivos e incrédulos ojos, ni una sola torcaz. Eso sí, aunque parezca mentira, un pobre pito real, que andaría en el momento de los disparos por algunas de las ramas buscando larvas con las que alimentarse, curiosamente “se tropezaría” con uno de los plomos y ese fue nuestro único botín de aquella mañana que, hoy ya, por el mucho tiempo transcurrido, se pierde en la “lejanía”.

Desgraciadamente, se había vuelto a hacer realidad el conocido dicho popular: “No vayas a palomas aunque ese día no comas”. Y eso que, por aquellos entonces, nuestras cada vez menos abundantes palomas torcaces, las había por miles y miles. Tan es así que el abuelo Vicente, días antes, de un solo tiro, en el mismo sitio, había cobrado nueve de ellas.

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