Como en otros meses, traigo a mi blog el relato "Simeón", una entretenida y curiosa historia escrita por mi primo Jerónimo Lluch y que, en su día, fue publicada en la revista Trofeo Caza,
Transcurrían los
primeros días de 1956, y como cada temporada mi padre y mi abuelo Vicente se
afanaban en preparar una nueva expedición la cual comenzaría pasados los Reyes
Magos.
Una larga lista de
comestibles reposaba en la mesa de la cocina de casa, que serían adquiridos
antes de la fecha de la marcha a “Cañá Santa” finca a la que también acudirían
Emilio Delgado, mi tío Rafael y Miguel el de los Porrejones.
Yo, que por aquel
entonces tenía ocho años, era un manojo de nervios, cavilando como podría
acudir algún que otro día a una cita tan conocida por mí como añorada.
Tras
varios días de estancia en el campo vino mi padre al pueblo para proveerse de
tabaco y de una arroba de tinto, ocasión que aproveché para engatusarlo y
conseguir me llevase con él ese fin de semana.
Radiante
de dicha llegué a “Cañá Santa” donde me faltó tiempo para informarme de todos
los pormenores de la cuelga y no escatimar diligencias inquiriendo todo aquello
que me interesaba y por lo que continuamente me desvivía.
Cuando
sentado al calor de la lumbre escuchaba los pormenores de la jornada parecía
querer salírseme el corazón del pecho y boquiabierto, sin perder puntada, no se
me iba un detalle de lo mucho y bueno que la conversación de los contertulios
me deparaba.
Supe
por tanto que no sólo se cazaba en la finca de mis abuelos sino también en las
linderas donde tenían hechos varios puestos y que Emilio Delgado, primo de mi
madre, con su pájaro Simeón que, según decía, era un reclamo de bandera, no se
había venido nunca de bolo, habiendo matado hasta el momento más cacería que
ningún otro expedicionario.
Él
al observar mi gran interés por el relato de las proezas de su reclamo, me
alentó para que lo acompañase el domingo en el puesto de sol.
Tras
su sugerencia noté una suspicaz mirada entre mi padre y mi abuelo la cual no
supe a que atribuir, aunque ciertamente y dada la enorme curiosidad de que la
chiquillería hace gala, me llenó de una pertinaz incertidumbre.
La
inesperada partida, el sábado por la mañana, de mi abuelo al pueblo a lomos de nuestro burro Sevillano, no hizo
sino acrecentar la certeza de que algo se estaba tramando, lo cual me proponía
averiguar a la primera ocasión.
Cuando regresó mi abuelo a la finca me faltó tiempo para
inquirir alguna respuesta que satisficiese mi curiosidad acerca de ese misterio
que intuía flotaba a mi alrededor.
No dudé por tanto en abordarlo con mi pregunta:
-
¿Abuelo a qué has ido al
pueblo, es que está la abuela mala?.
Con un
golpecillo en el hombro y una leve sonrisa me disuadió de mi preocupación, pero
tan sólo añadió:
-
Todo a su tiempo niño. Ya
sabrás el motivo de mi ida a Constantina, y cuando te enteres no dirás ni esta
boca es mía.
Aquella
noche mi curiosidad fue satisfecha, supe se había traído mi abuelo una perdiz
embalsamada con la que pretendían dar una broma a Emilio Delgado la mañana del
domingo.
Después de la agradable cena,
regada, para los mayores, con el vinillo de la tierra, y para mí con una
gaseosa de naranja, se acostó Emilio que era poco trasnochador y entonces mi
padre y mi abuelo sacaron a Simeón de la jaula, lo metieron en un terrero y
tras deshacer el culo de la misma, para que cupiese la perdiz disecada -pues no
entraba por la puerta al estar rígida-, volvieron a rehacer el asiento fijando
en éste a la citada perdiz con una cuerda que sujetó firmemente la peana para
evitar cualquier movimiento raro que alertase a Emilio Delgado de que algo
anormal sucedía.
Me acosté
en un estado de nervios difícil de describir y aún no habían cantado los gallos
presagiando el amanecer cuando ya estaba en danza desayunándome unas “rebanás”
con azúcar, que había preparado mi padre, y un buen vaso de leche de nuestras
cabras granainas.
Al levantarse
Emilio se encontró a su pájaro enmantillado y a mí esperándolo para
acompañarlo al puesto según lo acordado el anterior viernes.
Ya se
retiraban las cansinas sombras de la noche al salir de la casilla, y un
agradable fresquillo acarició nuestros rostros camino del colgadero, en cuyo
trayecto los continuos piropos de Emilio para su Simeón sólo se vieron
interrumpidos por el inesperado vuelo de algún mirlo madrugador y el agradable
sonido de las chorrerillas de los pequeños arroyos, que atravesamos en nuestro
caminar hacia el puesto.
Cuando llegamos
a la Coscoja, nombre del lugar en el que colgaríamos, muy diligente le pedí a
Emilio:
-
Déjame que coloque el pájaro
en el matojo que estoy acostumbrado a hacerlo cuando cuelgo con mi padre o mi
abuelo.
No puso
Emilio ninguna objeción por lo que él se acomodó en el puesto y yo tras
quitarle, al supuesto Simeón, la mantilla le chasqué los dedos como otras veces
ya había hecho y raudo entré en el aguardo sentándome encima de una piedra que
para tal menester había dentro.
Como es
natural Simeón no abrió el pico por lo que Emilio Delgado no salía de su
asombro e imaginó que pasarían miles de causas por su cabeza ante el mutismo de
su excelente reclamo.
Yo que me
lo pasaba en grande no intuía cual sería el final de la historia hasta que
pasado un tiempo prudencial me indicó:
-
Sal y tapa el pájaro que se
me ha entumecido una pierna, y quiero descubrir el motivo de tan inesperada
callada cuando
lleguemos a la casilla, y ojalá no sea lo peor que me temo.
Más que
preocupado volvió Emilio de regreso al cortijo alegando un sinfín de supuestos
motivos para la “mocholada” que el pájaro le había dado.
Temía se
hubiese botado por la noche y lastimado, pero sobre todo le asustaba
enormemente la aparición de una repentina “zurreta” que acababa a veces con la
vida de los mejores reclamos. Investigaría en el asiento del casillero para ver
si detectaba la fatal enfermedad a la que tanto respetaba.
Pero al
llegar al cortijo cambió de semblante por completo. En la pared de la fachada,
en un terrero, lo recibió su Simeón con un suave cuchichío rifándose al
acercársele y picoteándole el dedo que le introdujo entre los barrotes.
Dos
pequeñas lágrimas surgieron de los ojos de Emilio y una tenue sonrisa afloró en
su rostro mientras mascullaba dirigiéndose a los bromistas.
-
¡Qué mala gente sois. Esto no
se hace con un hombre cabal pero en compensación recibo la alegría de que mi
pájaro está sano como una pera!.
Y
dirigiéndose a mí me apuntó:
-
¡Tú, niño, cómplice de este
mal acuerdo, esta tarde vendrás de nuevo conmigo y esta vez con Simeón a mi
espalda para que veas lo que es un pájaro de bandera y no los burracos que
cuelgan tu padre y tu abuelo!.
Y
ciertamente en la tarde de aquel Enero del 56 viendo el trabajo y los recursos
que empleó Simeón con la collera abatida, viví uno de los momentos más gratos
que recuerdo en un puesto de perdiz, en mi ya larga experiencia de empedernido
cuquillero.
La campechanía, la sorna y el "buen rollo", son otros de los valores que dentro de esta modalidad se están perdiendo por el camino, ya que en los últimos tiempos se está enfocando hacia un camino más "competitivo" que no es igual a "competente...
ResponderEliminarSaludos.