lunes, 30 de junio de 2014

UN PARÓN VACACIONAL.

    Julio y agosto, meses vacacionales para la mayoría, están al caer. Así, el que suscribe se va a tomar esos sesenta días de tranquilidad en las playas de Punta Umbría. Desconectar también es bueno. Nos veremos, Dios mediante, allá por septiembre. Eso sí, para despedirme, traigo al blog un relato que me han  publicado en la revista Trofeo Caza  de este mes.
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MIRANDA


Esta curiosa y emotiva historia, hace ya bastantes años que se la escuché contar al abuelo Vicente. Por consiguiente, es posible que algún detalle recogido en el mismo se haya perdido en el transcurrir de los años -sobre más de medio siglo-, pero el trasfondo de la historia es tan real como la vida misma. Puedo dar fe de ello.

        Pues bien, por aquellos entonces, el abuelo Vicente, gran aficionado a la escopeta, como les ocurría a la gran mayoría de los que tenían relación con el campo, siempre disponía en su finca de Constantina de buenos perros, como fueron, por citar un ejemplo, Marco y la Ligera, dos preciosos y fenomenales podencos andaluces, a los cuales quiso comprar D. Marco, un pudiente paisano de la vecina Cazalla de la Sierra, pero al que el abuelo le dio buenas calabazas en los varios intentos que realizó por adquirirle la famosa, por aquellos pagos, pareja de canes. Igualmente, Miranda, pequeña, pero gran gutilla, como se les llama por allí a los perros de poca alzada y sin una raza específica, y extremadamente cariñosa, era otro ejemplo clarísimo de lo bien que estaba siempre aviado el abuelo con ejemplares de diferentes razas para que le movieran la cacería en todo tipo de terrenos.  

        De hecho, Mirandilla, como el abuelo la llamaba, tenía un celo tal por la caza que, algunos meses del año, justamente los del apogeo de la cría del conejo y los de la puesta de la perdiz, estaba siempre encerrada en una pequeña perrera de la Atalaya porque, cada dos por tres, se presentaba en el cortijo con gazapetes, lebratos o con algún huevo de patirroja sin el más mínimo rasguño, puesto que una de sus muchas cualidades era la de arrimar la cacería que cogía a diente, sin el menor daño físico.

            Sin embargo, un buen día de mediados de junio, cuando el campo en la sierra es un verdadero mosaico de colorido, Enriquito, lugareño que trabajaba en la finca cuidando el ganado, llegó al cortijo en hora no habitual, tras dejar pastando a las ovejas y cabras que guardaba, llamando repetidamente al abuelo.

            - ¡Vicente, Vicente, venga Vd. “pacá”! Miré lo que me ha traído la Mirandilla  mientras me acompañaba con las cabras.

- A ver, Enriquito, ¿qué cosa tan importante traes para dejar solo al “ganao”? –le respondió el abuelo-

- Mire Vd. Vicente, aunque no lo crea, la gutilla me ha arrimado un perdigón vivo y, como sé que le gustan los reclamos –mientras le enseñaba el pequeñajo-, se lo he traído para que diga lo que se hace con él.

- Pues lo mejor, contestó el abuelo, al tiempo que cogía el pollo delicadamente con sus manos y le atusaba cariñosamente las plumas del dorso, sería que lo devolviésemos al sitio donde más o menos le echó el guante Miranda.

Pero…, después de meter aire en los pulmones y pensar durante unos segundos,  prosiguió:

            - Aunque, siendo realistas, amigo Enriquito, sabe Dios por dónde andará ya la perdiz con su prole. Así que…, lo más sensato, será quedarse con él y esperar que haya suerte, salga macho y sea un buen reclamo, de lo contrario, si lo devolvemos al campo, seguro que acabará muriéndose o en la tripa de cualquier alimaña.

Así pues, minutos más tarde, Miranda, como fue bautizado en aquel mismo momento aquel vivaracho pollanco, del porte más o menos de una codorniz, estaba en un cajón que el abuelo tenía siempre preparado para criar a los perdigoncetes que, de vez en cuando, llegaban a sus manos.

Evidentemente, con todos los cuidados del mundo que se le dispensaron en todo momento, Miranda desarrolló rápidamente y, desde el primer momento, además de dejar claro cuál era su sexo, exhibía unas maneras que luego, con el paso del tiempo, demostró con creces, puesto que, desde la primera vez que salió al campo, dejó más que claro que allí había más que madera para ser un reclamo de bandera en toda regla.

De esta manera, tras los fenomenales puestos que el joven reclamo daba cada vez que salía al campo, el abuelo Vicente disfrutaba con los amigos hablando sin parar de lo que la diosa Fortuna había puesto en sus manos casi sin buscarlo. Circunstancia que no pasó desapercibida por toda la zona y, por consiguiente, no había día que no se escuchara el interés de algún adinerado de los alrededores por hacerle un hueco en su jaulero a tan gran pájaro, tras pagar lo que se le pidiera. No obstante, a pesar de los muchos intentos, la respuesta del abuelo a cualquier oferta que le llegaba, siempre era la misma:

- Miranda no se vende.

Sin embargo, tras mil y una negativa, a veces, cuando la situación económica no se presenta muy boyante, como parece ser que ocurrió durante algunos años por aquellos lares con el campo, debido a la falta de lluvias y, obviamente, su repercusión en la ya de por sí, maltrecha agricultura y ganadería, hizo que, muy a pesar suyo, el abuelo aceptara a que D. Federico, un acaudalado ganadero de la zona, al cual el abuelo le había arrendado varias veces la montanera, probara a Miranda a cambio de veinticinco fanegas de trigo, si se quedaba con él.

Para ello, quedaron en La Atalaya, la finca del abuelo. El puesto de La Era del olivar les esperaba para sellar el trato, ya que dicho cazadero siempre era muy querencioso  para las valiente patirrojas de aquellos  pagos.

            Llegado el día, una mañana tranquila y templada del mes de febrero, una vez dentro del puesto, D. Federico, al verse con la escopeta en las manos y escuchando la maravillosa música de aquel joven y más que atrevido reclamo, estaba bastante nervioso, como el abuelo apreció desde un principio. Tan es así que, después de que Miranda metiera en plaza una resabiada y esquiva viuda, tras fenomenal trabajo, erró el tiro y la perdicilla salió dando trompicones del cazadero hasta morir fuera de la vista de ambos cuquilleros. Pero no quedó ahí la historia, sino que, a continuación, al intentar una carambola con otra pareja que el reclamo había conseguido atraer, le traicionaron los nervios de tal forma que, además de ambas camperas, que esta vez sí habían quedado sin mover una pluma, se llevó también por delante a quien estaba realizando un formidable trabajo en el matojo. Varios plomos habían impactado en la cabeza y cuello de Miranda.

            Ni que decir tiene que la cara de D. Federico era todo un poema. En consecuencia, blanco como la cal, lo único que fue capaz de pronunciar, tras limpiarse con el pañuelo el sudor de la frente y presa de una gran nerviosera, fue:

 - Lo siento, Vicente, yo no quería…


            Eso sí, como hombre de raigambre que era D. Federico, a primera hora de la mañana del día siguiente, un Pegaso cargado con el trigo prometido llegaba al cortijo de la Atalaya. De esta manera, aunque no hubo apretón de manos en su momento, como marcaba por aquellos entonces la tradición, el trato, ahora sí, había quedado finiquitado.

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