Julio y agosto, meses vacacionales para la mayoría, están al caer. Así, el que suscribe se va a tomar esos sesenta días de tranquilidad en las playas de Punta Umbría. Desconectar también es bueno. Nos veremos, Dios mediante, allá por septiembre. Eso sí, para despedirme, traigo al blog un relato que me han publicado en la revista Trofeo Caza de este mes.
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MIRANDA
Esta curiosa
y emotiva historia, hace ya bastantes años que se la escuché contar al abuelo
Vicente. Por consiguiente, es posible que algún detalle recogido en el mismo se
haya perdido en el transcurrir de los años -sobre más de medio siglo-, pero el
trasfondo de la historia es tan real como la vida misma. Puedo dar fe de ello.
Pues bien, por aquellos entonces, el abuelo Vicente, gran aficionado a la escopeta, como les ocurría a la gran mayoría de los que tenían relación con el campo, siempre disponía en su finca de Constantina de buenos perros, como fueron, por citar un ejemplo, Marco y la Ligera, dos preciosos y fenomenales podencos andaluces, a los cuales quiso comprar D. Marco, un pudiente paisano de la vecina Cazalla de la Sierra, pero al que el abuelo le dio buenas calabazas en los varios intentos que realizó por adquirirle la famosa, por aquellos pagos, pareja de canes. Igualmente, Miranda, pequeña, pero gran gutilla, como se les llama por allí a los perros de poca alzada y sin una raza específica, y extremadamente cariñosa, era otro ejemplo clarísimo de lo bien que estaba siempre aviado el abuelo con ejemplares de diferentes razas para que le movieran la cacería en todo tipo de terrenos.
De hecho, Mirandilla, como el abuelo la llamaba, tenía un celo tal por la caza que, algunos meses del año, justamente los del apogeo de la cría del conejo y los de la puesta de la perdiz, estaba siempre encerrada en una pequeña perrera de la Atalaya porque, cada dos por tres, se presentaba en el cortijo con gazapetes, lebratos o con algún huevo de patirroja sin el más mínimo rasguño, puesto que una de sus muchas cualidades era la de arrimar la cacería que cogía a diente, sin el menor daño físico.
Sin
embargo, un buen día de mediados de junio, cuando el campo en la sierra es un
verdadero mosaico de colorido, Enriquito, lugareño que trabajaba en la finca
cuidando el ganado, llegó al cortijo en hora no habitual, tras dejar pastando a
las ovejas y cabras que guardaba, llamando repetidamente al abuelo.
- ¡Vicente, Vicente, venga Vd.
“pacá”! Miré lo que me ha traído la Mirandilla mientras me acompañaba con las cabras.
- A ver,
Enriquito, ¿qué cosa tan importante traes para dejar solo al “ganao”? –le
respondió el abuelo-
- Mire Vd.
Vicente, aunque no lo crea, la gutilla me ha arrimado un perdigón vivo y, como
sé que le gustan los reclamos –mientras le enseñaba el pequeñajo-, se lo he
traído para que diga lo que se hace con él.
- Pues lo
mejor, contestó el abuelo, al tiempo que cogía el pollo delicadamente con sus
manos y le atusaba cariñosamente las plumas del dorso, sería que lo
devolviésemos al sitio donde más o menos le echó el guante Miranda.
Pero…, después
de meter aire en los pulmones y pensar durante unos segundos, prosiguió:
-
Aunque, siendo realistas, amigo Enriquito, sabe Dios por dónde andará ya la
perdiz con su prole. Así que…, lo más sensato, será quedarse con él y esperar
que haya suerte, salga macho y sea un buen reclamo, de lo contrario, si lo
devolvemos al campo, seguro que acabará muriéndose o en la tripa de cualquier
alimaña.
Así pues,
minutos más tarde, Miranda, como fue
bautizado en aquel mismo momento aquel vivaracho pollanco, del porte más o
menos de una codorniz, estaba en un cajón que el abuelo tenía siempre preparado
para criar a los perdigoncetes que, de vez en cuando, llegaban a sus manos.
Evidentemente,
con todos los cuidados del mundo que se le dispensaron en todo momento, Miranda desarrolló rápidamente y, desde
el primer momento, además de dejar claro cuál era su sexo, exhibía unas maneras
que luego, con el paso del tiempo, demostró con creces, puesto que, desde la
primera vez que salió al campo, dejó más que claro que allí había más que
madera para ser un reclamo de bandera en toda regla.
De esta
manera, tras los fenomenales puestos que el joven reclamo daba cada vez que
salía al campo, el abuelo Vicente disfrutaba con los amigos hablando sin parar
de lo que la diosa Fortuna había puesto en sus manos casi sin buscarlo.
Circunstancia que no pasó desapercibida por toda la zona y, por consiguiente,
no había día que no se escuchara el interés de algún adinerado de los
alrededores por hacerle un hueco en su jaulero a tan gran pájaro, tras pagar lo
que se le pidiera. No obstante, a pesar de los muchos intentos, la respuesta del
abuelo a cualquier oferta que le llegaba, siempre era la misma:
- Miranda no se vende.
Sin embargo,
tras mil y una negativa, a veces, cuando la situación económica no se presenta
muy boyante, como parece ser que ocurrió durante algunos años por aquellos
lares con el campo, debido a la falta de lluvias y, obviamente, su repercusión
en la ya de por sí, maltrecha agricultura y ganadería, hizo que, muy a pesar
suyo, el abuelo aceptara a que D. Federico, un acaudalado ganadero de la zona,
al cual el abuelo le había arrendado varias veces la montanera, probara a Miranda a cambio de veinticinco fanegas
de trigo, si se quedaba con él.
Para ello,
quedaron en La Atalaya, la finca del
abuelo. El puesto de La Era del olivar
les esperaba para sellar el trato, ya que dicho cazadero siempre era muy
querencioso para las valiente patirrojas
de aquellos pagos.
Llegado el día, una mañana tranquila
y templada del mes de febrero, una vez dentro del puesto, D. Federico, al verse
con la escopeta en las manos y escuchando la maravillosa música de aquel joven
y más que atrevido reclamo, estaba bastante nervioso, como el abuelo apreció
desde un principio. Tan es así que, después de que Miranda metiera en plaza una
resabiada y esquiva viuda, tras fenomenal trabajo, erró el tiro y la perdicilla
salió dando trompicones del cazadero hasta morir fuera de la vista de ambos
cuquilleros. Pero no quedó ahí la historia, sino que, a continuación, al
intentar una carambola con otra pareja que el reclamo había conseguido atraer,
le traicionaron los nervios de tal forma que, además de ambas camperas, que
esta vez sí habían quedado sin mover una pluma, se llevó también por delante a
quien estaba realizando un formidable trabajo en el matojo. Varios plomos
habían impactado en la cabeza y cuello de Miranda.
Ni que decir tiene que la cara de D.
Federico era todo un poema. En consecuencia, blanco como la cal, lo único que
fue capaz de pronunciar, tras limpiarse con el pañuelo el sudor de la frente y
presa de una gran nerviosera, fue:
- Lo siento, Vicente, yo no quería…
Eso sí, como hombre de raigambre que
era D. Federico, a primera hora de la mañana del día siguiente, un Pegaso
cargado con el trigo prometido llegaba al cortijo de la Atalaya. De esta
manera, aunque no hubo apretón de manos en su momento, como marcaba por
aquellos entonces la tradición, el trato, ahora sí, había quedado finiquitado.
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