Aunque no había llovido desde el amanecer,
las tierras eran un auténtico fanguetal
y escupían agua por todas partes. Había balsas por todos sitios,
pantanos saliéndose, sembrados inundados, regajos y arroyos desbordados..., lo
que indicaba que había caído agua a chuzos en los últimos días. Tan es así que
el arroyo Malagón a su paso por la mina del Toro –Puebla de Guzmán-, no había
quien lo pasase. Por consiguiente, para acceder al Soldado, coto del que era
socio por aquellas fechas, había que dar un gran rodeo por Zurita, la finca
colindante. Pero, aun yendo por allí, no era tarea fácil, ya que los coches se
quedaban atascados cada dos por tres y, máxime, los que no eran todoterrenos,
como era mi caso.
Con estas condiciones climatológicas tan adversas, lo
mejor era quedarse en casa, pero nada más lejos de la realidad, puesto que,
aunque llevaba lloviendo casi sin parar los meses de noviembre y diciembre,
esperábamos el fin de semana como si fuera el maná. Estaba claro que podía más
la afición que la cabeza.
Pues con estas trazas, habíamos llegado el viernes por la
tarde al cortijo, pero la mala climatología nos impidió dar el puesto. Por
ello, no nos quedaba otra alternativa que mirar y remirar por la ventana y puerta
para ver si cambiaba el panorama. Pero nada, no pudo ser.
La mañana del sábado, aunque se presentó gris y
encapotada, con el paso del tiempo empezaron a abrirse grandes claros, por lo
que, sobre las diez, decidimos dar el puesto. Así, con la ropa de agua a
cuestas, por si las moscas, me dirigí a echar el rato con uno de mis reclamos.
Pero, el fuerte viento que había dejado el frente que acababa de pasar hizo que, al rato, como
ni mi pájaro, ni el campo estaban para
sinfonías, volviera al cortijo con la idea de tomar un tente en pie y
buscar el sitio del puesto de la tarde.
Con esta idea, después de un pequeño bocado, me acerqué
con mi Renault 20 para ver cómo estaba la pasada de un regajo que tenía que
atravesar, ya que, donde quería dar el puesto, estaba en la otra parte de la
finca y, para ello, no tenía otra alternativa que la de acceder al otro lado.
Una vez allí, pude comprobar que aquel arroyuelo iba tan
crecido que mi coche nunca podría pasar
al otro lado. Por lo tanto, había que buscar un estrechamiento de su curso para
poder saltar a la otra parte. Para ello, busqué corriente abajo, pero no era
una empresa fácil, ya que iba desbordado y con una fuerza imponente de sus
achocolatadas aguas, Sin embargo, aprovechando las raíces de una encina que habían quedado al
descubierto por la continua erosión del agua, me las ingenié para montar una
pasarela con unas tablas y hierros que busqué.
El viento empezaba a desaparecer y el sol, que le había ganado la partida
a las nubes, me habían puesto los “dientes largos”.
Una vez terminada la “obra de ingeniería”, volví al
cortijo y, entre bromas de los compañeros al enterase de lo que había
fabricado, fuimos comiendo y pasando el rato hasta la hora del puesto de la
tarde. De este modo, sobre las cuatro, cargué todos los cacharros y el reclamo
en el coche y me dirigí hasta el lugar por donde debía pasar.
Una vez allí, me cargué a las espaldas todos los trastos
y, con excesivo cuidado y bastante miedo metido en el cuerpo, conseguí, no sin
grandes esfuerzos, pasar al otro lado del arroyo.
A continuación, tras liviana caminata, preparé el
colgadero y di el puesto que, si no recuerdo mal, fue bueno, ya que conseguí
tirar una collera, si la memoria no me falla.
Más tarde, y otra vez cargado con todos los pertrechos,
me encontraba de nuevo a pie de “puente”. Pero ahora, la travesía de aquella
rudimentaria pasarela no iba a ser fácil, aunque el agua había bajado
bastante de nivel. Así, esta vez, aquel puentecete que horas antes había
construido, falló. Cedieron las tablas torpemente amarradas y, aunque intenté
agarrarme a grandes adelfas que había en una de las orillas, no conseguí llegar
a la otra, por lo que, al final, tras romperse una de la ramas a la que me
había sujetado, cuerpo y cacharros estaban en medio de la gran corriente de
agua.
Aunque me encontraba impresionado por lo que acaba de
ocurrir y con gran friolera por la baja temperatura del agua, desde el primer
momento, me di cuenta desde un primer momento que la cosa pintaba bastos. Pero
estaba claro que no había llegado mi hora, por lo que “alguien” me debió echar
una buena mano ya que, al caer, mi portátil, que lo llevaba en bandolera, se
había enganchado en la vegetación, lo que hizo que la corriente no me
arrastrara. De todas formas, estaba inmerso en una situación complicada y había
que salir de ella lo antes posible. Cosa que conseguí tras ímprobos esfuerzos y
un buen rato de lucha contra la fuerza del agua y la imposibilidad de asirme a
algo fuerte que me permitiera salir indemne de aquel atolladero. Pero, al
final, lo conseguí. La rama de una buena adelfa fue mi salvación.
Una vez en la orilla, a salvo y chorreando agua por todos
partes, empecé a darme cuenta de la gravísima situación que había superado y la
gran suerte que me había acompañado. Afortunadamente, el reclamo que me
acompañaba aquella tarde, también había salvado el pellejo. Sólo me faltaba la
escopeta, el banquillo y la pareja de patirrojas. El arma la recuperé sobre la
marcha, el banquillo lo encontré la semana siguiente, enganchado en la maleza,
pero, de las perdices abatidas, nunca más se supo.
Extraordinaria aventura a la que casa estupendamente el título de tu relato. He estado con una pregunta en la mente mientras iba leyendo; pero al final he encontrado la respuesta: el reclamo se salvó. Un abrazo de Clemente(Lavabajillo)
ResponderEliminarAmigo José Antonio, estupendo relato de tu peripecia, me encanta tu forma de expresarlo. Aunque ahora lo veras de otra forma, pero en su momento creo que las pasarias canutas, lo importante es poderlo contar. Un saludo, Manolo.
ResponderEliminarCompañero. Vendita locura que nos hace crecernos ante el castigo hasta límites inimaginables. Solo un reclamista puede entender lo que cuentas encontrándole sentido al sinsentido. Siempre lo he dicho, esta es la única modalidad en la que se disfruta plenamente solo con imaginar donde vamos a poner el puesto mañana.
ResponderEliminarSaludos. Elias.
P.D. Hermoso rinconcito te has apañao. Cada vez me gusta más dar una vueltecita por aquí
Muchas gracias a los tres por vuestras palabras.
ResponderEliminarLas locuras son parte, dicen que de la juventud,pero tengo claro que nosotros los jauleros cometemos muchas, más de la cuenta.
Al amigo Elías, sólo decirle que este rincón no es mío, sino de todos los que intervenimos en él. Por tanto, tambien tuyo y siempre a tu disposición.
Un saludo y que no apriete ahora mucho la calor como parece que va aocurrir.