Desde principios de la humanidad y más exactamente
desde cuando la actividad cinegética se transformó en algo fundamental para el
hombre, el cazador siempre ha tratado con el más exquisito cuidado y respeto a
todas piezas que, por un medio o por otro, abatía. Sin embargo, con el paso de
los años y ya metidos en un pasado relativamente reciente, se ha ido perdiendo
ese excelso trato que se les debe procurar a las piezas conseguidas en los
lances cinegéticos en general y en los de los cuquilleros en especial, pues, en
la gran mayoría de los casos, lo cazado no es más que un fin para aumentar
nuestro ego como acaparadores de trofeos que añadir a nuestros ya dilatados estadillos
cinegéticos. Tan es así que quien suscribe no pasa por alto el cómo se hacía
hace ya muchos años y el cómo se hace a día de hoy. Y la verdad es que existe
un verdadero abismo en dicho proceder en ambos momentos. En esta línea y
refiriéndome a la caza del reclamo, cuando yo acompañaba a mi abuelo Vicente al
puesto y teníamos suerte de tirar una o varias patirrojas, una vez que se daba
por terminado el mismo, siempre existía un noble ritual a la hora de recoger
las perdices abatidas y con posterioridad a tenerlas ya entre las manos.
Recuerdo que el abuelo siempre era el primero que se acercaba a coger del suelo
una de las perdices que había tirado o la única si solo había abatido una y,
tras enseñársela al pájaro de jaula de turno, la acariciaba suavemente para
asentarle bien el plumaje y la pendía por la cabeza para observar la belleza
del trofeo.
Con posterioridad, mientras recogía todos los
trebejos, la ponía al lado de la jaula con sumo cuidado para el regocijo del
pájaro de turno. Más tarde, si había abatido varias, me daba la posibilidad de
recoger las que quedaban en la plaza y, por supuesto, con la lección ya
aprendida, la manoseaba delicadamente para que estuvieran presentables, pues
siempre el tiro despluma un poco a las piezas conseguidas. El fondo de la
cuestión era que aquellas perdices que ya habían pasado a mejor vida,
mantuvieran un parecido similar a como eran antes de ser abatidas y no cogerlas de cualquier
manera, a prisa y corriendo, porque a continuación se iba a dar otro puesto.
Después,
una vez en el cortijo, lo primero que se hacía, tras dejar al reclamo y todos
los trebejos en sus lugares correspondientes, era el sacarle todas las tripas,
tarea que se llevaba a cabo introduciéndole por la cloaca un palito con una
horquillita en forma de uve en el extremo. Con posterioridad, se le daba a éste unas pocas de vueltas para que se
reliaran en el mismo y, a continuación, se tiraba de él hacia afuera, saliendo todos
los intestinos de la perdiz enrollados en el palito. Con posterioridad, se le
limpiaba el exterior y se le introducían unos granos de sal gorda para que se
conservaran mejor.
Una vez acabada esta faena, se procedía al apiolamiento, labor muy
utilizada por aquellos entonces y que consistía en arrancar cada una de las
remeras más larga de cada ala, anudarlas por el extremo superior e introducirle
el cálamo o parte inferior de las mismas por cada uno de los orificios del
pico. De esta manera, las perdices quedaban sostenidas como por una lazada para
así poderlas colgar en un clavo o alcayata que hubiera en un lugar fresco para
que aguantaran sin estropearse. Eso sí, antes de colgarlas en un determinado
lugar y habitáculo, a las perdices, suspendidas por una de las manos por el
cuello, se le pasaba la otra para alisarles y ponerles bien el plumaje para que
tuvieran mejor vista y se parecieran lo más posible a cómo eran antes de
toparse con el reclamo de turno y con la
escopeta de quien estaba dentro del aguardo participando en el lance.
Una pareja de perdices
apioladas y colgadas de un clavo
Con todo este ritual, porque lo era, las
perdices abatidas siempre dejaban una buena sensación a la vista y no como hoy,
donde un buen número de aficionados las colocan en cualquier sitio y de
cualquier manera, dígase apretadas en el frigorífico, tras venir ya, la mayoría
de las veces, todas amontonadas en el morral o en bolsas de plástico. De este
modo, a la hora de cogerlas para consumirlas o para regalarlas, están
endurecidas de múltiples formas, por lo que no son muy agradables a la vista.
Sobre ello, tengo que decir que no todo el mundo obra igual. De hecho y por
citar un ejemplo, tengo un buen amigo y no menos aficionado -del que copié
dicho proceder- que, en cuando llega de dar el puesto, hace la operación del
destripado de las perdices abatidas y, más tarde, las lía individual y
cuidadosamente, como si fueran una botella, en papel de periódico. Así, quedan
mucho mejor, se conservan bien y ocupan menos lugar en el congelador.
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