miércoles, 1 de enero de 2020

LA PACIENCIA DEL PAJARITERO



Dentro de unos días hará dos años que Manuel Jerónimo Lluch, mi primo y uno de mis maestros en todo lo relacionado con la caza de la perdiz con reclamo, nos dejó para siempre, aunque su legado pajaritero siempre estará con nosotros. De esta manera, he querido traer al blog este relato, uno de los muchos con los que nos regaló en sus largos años publicando pensamientos, sensaciones, historias y anécdotas cuquilleras personales en diferentes medios escritos. Por tanto, creo que es lo menos que podía hacer por quien vivía nuestra afición tan intensamente en el día que era su onomástica .

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Manuel había preferido siempre colgar por las tardes, pues consideraba que en ellas podría aguantar en el puesto casi hasta que se dejara de ver, y no tendría, ni precisaría levantarse del tollo en muchas ocasiones a destiempo, tal como cuando daba el puesto de alba o sol, agobiado por quehaceres que en esas horas necesitaba llevar a cabo.

Aquella tarde de febrero, al terminar el almuerzo comenzó Manuel a preparar lo necesario para la cuelga. Antes de partir siempre repasaba los útiles que precisaba llevar, pues no quería dejarse nada atrás y notar su falta cuando esta no tuviese ya remedio.

Una vez controlados todos los pertrechos emprendió la marcha en compañía de su chavalín que cada vez que le era posible procuraba acompañar a su padre para vivir con intensidad esos momentos que el reclamo le proporcionaba y de los que disfrutaba plenamente en toda ocasión.

Con compasado caminar coronaron el altozano donde estaba situado el colgadero. Todos los entendidos pajariteros saben que si la perdiz apeona al atardecer hacia terrenos más altos luego no se suele correr hacia abajo por mucho que el reclamo la provoque, por ello si se cuelga en sitios elevados a la caída de la tarde es más fácil que entre el campo que en los lugares de menor altitud.

Una vez en el puesto, acomodó Manuel al chiquillo dentro de él, observó la plaza quitando aquellas piedras que consideró peligrosas para el rebote de algún plomo, retocó algo el matojo y tras colocar al reclamo en este, le quitó con suavidad la mantilla, le chascó los dedos para tranquilizarlo y pausadamente se introdujo en el tollo. Una vez sentado cómodamente cargó la escopeta, la equilibró en la tronera y fijo la vista en la jaula que comenzó a lanzar a los cuatro vientos su repertorio más variado.

Con voz apenas audible iba Manuel explicándole a su retoño todos los matices del canto de reclamo, y aunque el pájaro, que era de comprobada valía, insistía una y otra vez no se escuchaba la respuesta del campo ni a lo lejos ni en las cercanías.

Así transcurrió parte de la tarde y aunque el Toledano no dejaba de proclamar con insistencia su reto parecía que el día se vestiría de luto sin haberse escuchado una sola “pitá” del campo en las casi dos horas que hacía que se había iniciado la cuelga.

Manuel, que era un pajaritero paciente, permanecía todavía imperturbable a pesar de lo poco halagüeño que se desarrollaba el puesto.

Su retoño se removía algo impaciente ya dentro del aguardo y era su padre el que calmaba su inquietud apoyando una mano en su hombro e instándole a que no se inquietase y tratara de conservar la paciencia y la calma.

Casi a penas se veía cuando un embuchado próximo a la plaza delató la presencia del campo en las proximidades de esta. El Toledano que permanecía algo embolado se enderezó y con un suave cuchichío respondió al inesperado y deseado canto.

Manuel afianzó la escopeta, le quitó el seguro y puso en tensión todos sus sentidos para observar lo que creía ocurriría en la plaza antes o después.

No hubo más respuesta del campo, pero si la presencia física de una collera que diligentemente se encaminó al matojo con aires provocadores. Ya apenas se le oía al Toledano, aunque por su aspecto confirmaba que le estaba haciendo valiente cara a la pareja que tanto había tardado en dar señales de vida.

Tronó la sierra y un suave dar de pié confirmó a Manuel que su pájaro realizaba el oportuno entierro como mandaba los cánones.

-Papá, papá, exclamó el retoño, ¿Qué ha ocurrido con el disparo?

-He abatido a la collera de carambola, porque no quedaba apenas luz para hacerlo de uno en uno.

Ya en el camino de vuelta, con la luna peinándose en olivar, le comentaba Manuel al chiquillo algunas vivencia y recuerdos de cuando él era un chavea.

-En una ocasión parecida a esta, diría Manuel, colgué con mi abuelo Vicente, y también estuvo el pájaro todo el puesto cantando sin escucharse el campo, y al caer la tarde se presentó una hembra, la cual tiró, y luego una collera con la que hizo igualmente una carambola, y era tal la oscuridad que reinaba que tuvo que ponerle un trozo de papel de fumar al punto de mira de la escopeta para verlo mejor. Nunca olvidaré ese detalle.

Mi abuelo, prosiguió Manuel que era un gran aficionado decía que “a veces mata más el culo que la escopeta”, refiriéndose a que hay que aguantar en el puesto y no tener nunca prisas por salirse de él. Si esta se tiene es preferible dejar la cuelga para otro día en el que no se precise aligerar.

Caminando entre dos luces, con la viva imagen de lo ocurrido en sus semblantes, una serena brisa sería la compañera inseparable hasta su llegada a la vivienda.

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