Ahora que han pasado las Fiestas Navideñas y ya estamos casi metidos en “faena”, pues pronto estaremos dentro del aguardo y nuestros reclamos en el repostero, el vino, un acompañante tradicional de la mesa y de las charlas en cualquier momento de encuentro entre amigos, no puedo dejarlo atrás en mis artículos, pues forma parte de la convivencia y vida de los pajariteros. Por lo tanto, vayan estas líneas sobre nuestro milenario producto extraído de los viñedos españoles.
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Aun con excepciones, que las hay, como en
cualquier faceta de la vida, la caza de la perdiz con reclamo, desde siempre,
ha estado íntimamente ligada a los vinos de la tierra (andaluces, extremeños, murcianos,
manchegos, riojanos, aragoneses…), aunque siempre haya habido otras bebidas
como “complemento”. Sin embargo, aparte de la mucha variedad de nuestros
“caldos”, creo que el vino blanco, mosto/vino joven del año o tinto, desde los
albores de esta modalidad cinegética, siempre han tenido un hueco en las
despensas de los cortijos, cuando en las tradicionales expediciones para cazar el reclamo, la garrafa
de arroba o de media arroba de vino, fuere el que fuere el tipo, no podía faltar.
Por supuesto, no hablo de las célebres marcas de riojas o riberas, no. Hablo
del vino corriente elaborado artesanalmente en muchas poblaciones de nuestra
geografía nacional. Vinos que saben a gloria y, si es hablando del reclamo de perdiz, a
mucho más.
A nadie se le escapa que, además de la copita de
anís, ponche, aguardiente o coñac… de por las mañanas, antes del puesto, algún
que otro cubata de ginebra, ron o whisky… por la tarde/noche y aparte de la
tradicional cerveza, el beber vino lugareño siempre ha sido un rito muy
arraigado entre los colgadores y al que muy pocos le hemos “vuelto la espalda”.
Efectivamente, nuestro ancestral vasito de vino,
una vez terminado el puesto de sol, hasta que llega la hora del almuerzo y
después del puesto de tarde, antes de cenar -si se pernocta en los cortijos-, ha
sido, ancestralmente, un acompañamiento idóneo en las distendidas charlas
pajariteras que, alrededor de una buena lumbre en las chimeneas de los
cortijos, nunca faltaron. Por tanto, una buena faena de un reclamo novel, la
valentía y arrojo de un montesino que entra en plaza con las alas a rastras, la
suspicacia de una hembrilla resabiada, la “mocholada” de un “cantamañanas”, la infinidad
de anécdotas por las que se pasa en los colgaderos…, desde siempre han supuesto
material más que suficiente para el célebre: “echa otra copa”. Por supuesto,
contando siempre que, muchos perdigoneros, al no beber alcohol, por
circunstancias varias -que también los hay-, no hayan tenido nunca la
posibilidad de percibir en sus carnes el formidable subidón de ánimo que
produce unos sorbos de un buen vino español, en este caso, acompañando las
charlas reclamistas de amigos y conocidos y, por supuesto, como complemento un
buen picoteo de chacinas de la zona como chorizo, morcilla, morcón, jamón,
salchichón…
Hasta aquí, todo formidable. Pero no olvidemos
que, tradicionalmente, mientras la olla, caldero o perol hierven en la candela
o en la hornilla, para llevar a la mesa buenos guisados de la fenomenal y
variada cocina española, los compañeros de cotos, alrededor de la reconfortante
y acogedora chimenea, comparten sabrosas e interesantes historias sobre buenos
y malos lances, todo ello con buen humor y, como no, nunca falta algún que otro
vinillo lugareño. Lo que ocurre es que, más de una vez, con lo más que conocido:
unos van y otros vienen, yo brindo por ti y tú brindas por mí …, la situación
se complica, pues entre risas, chascarrillos, curiosas anécdotas y alguna que
otra mentirijilla cuquillera, comienza a subir el célebre “calorcillo” que siempre
acompaña al “cristal”.
Más tarde, ya sabemos que cada persona es un
mundo en estos casos, pero no será la primera vez que, cuando se llega al colgadero
para dar el puesto de tarde, la situación está un poco pasada de rosca. Debido
a ello, tras colocar al reclamo en el pulpitillo, algunas veces con cierto
trajín y una vez acomodados en el aguardo, no falta la modorra y, como no, unos ronquidos acompañando a una “buena siesta”.
En fin, para finalizar, solo decir que, el tollo o aguardo, -el
confesionario cuquillero-, siempre ha sido, es y será notario de, aparte de
muchos lances pajariteros de todos los estilos, de otras curiosas situaciones.
Por todo ello, si pudieran contar lo que han vivido, más de uno y más de dos nos
llevaríamos las manos a la cabeza. De hecho, hace ya muchos años, sobre los ochenta, tras copiosa caldereta de cordero y charla con los compañeros de
coto, todo ello acompañado de buenos vasos de mosto de Gibraleón en una finca de Cabezas Rubias, Huelva, luego, una
vez en el colgadero para dar el puesto de tarde, me quedé dormido en el aguardo.
Es más, en una de las cabezadas, salimos rodando portátil y yo, a la vez
que una pareja que, sabe Dios cuánto llevaría en plaza, salió pichoteando con
el consiguiente enfado de el de Manué, al que no le gustó mi
faenita, circunstancia que demostró con su continuo rajeo/saseo y algún que
otro botecito con anterioridad a ponerle la sayuela. Esta anécdota está recogida en
las páginas 91 y 92 de mi manual Historias desde el colgadero en su
tercera edición.
Y, como siempre, “Doctores tiene la Iglesia”.
Yo…, por mi parte, ya he dado mi “homilía”.