Los que ya tenemos algunos años, ”no muchos”, pero hemos conocido cinco o seis décadas, creo que estamos habilitados para dar nuestra opinión al respecto. Y es así, porque por aquellas fechas, los que tuvimos ese privilegio, más de una vez y más de dos, acompañamos a nuestros familiares, dígase padre, abuelo, tío..., a colgar el pájaro.
Aquellos fenomenales puestos de monte, fijos durante años en los mismos lugares de las fincas, podrían “hablar” de las mil peripecias de las que fueron partícipes: alegrías y tristezas, aciertos y errores, días de sol y días de lluvia...
Como por aquellos entonces, no estaba permitida la “jaula”, todo empezaba con la caída de las primeras aguas otoñales -daba igual la fecha, cualquiera era ilegal-. Con ellas, se dedicaban unas cuantas jornadas a arreglar lo que el espacio de tiempo anterior había ido deteriorando. Casi nunca se levantaban puestos nuevos, se reconstruían los ya existentes. Estos, estaban situados en lugares estratégicos y querenciosos para las patirrojas; por tanto, a no ser por cualquier problema, no se necesitaban más de los ya existentes. Tampoco era como ahora, no se colgaba todos los días, ni en los tres momentos del mismo: alba, sol y tarde.
Todavía recuerdo cuando iba con el abuelo Vicente o con el tío Jerónimo como ayudante de puesto. Era una maravilla: arrancar jaras, jaguarzos, tomillos, cantuesos... Y entre todas las labores de retocado del puesto, la que con más cariño recuerdo, es la terminación de la tronera. Aquello era una obra de arte: primero, el abuelo, amarraba un buen haz de monte de forma horizontal y, sobre él, a forma de triángulo equilátero, iba pinchando ramas de tomillo o cantueso hasta formar una “ventana” formidable.
Una vez terminada la rehabilitación de los aguardos y llegado el día de dar el puesto, bien a pie, o bien en cualquier “bestia”, reclamo, escopeta, 5 ó 6 cartuchos recargados, la pelliza y...., “palante”. No se llevaba nada más. Ni banquillo siquiera, la funda y un buen manojo de jaguarzos encima de una buena piedra, servían como asiento.
Con un sólo pájaro a las espaldas y, la mayoría de las veces, a “patitas”, se recorrían varios km para echar el rato. Si el pájaro estaba bien y se le tiraba, formidable. Si no era así, a aguantar el chaparrón. Pero de dos o tres reclamos al puesto, nada de nada. De esta manera, se sacaban adelante buenos pollos, no había otra. Pero además, si ya de por sí las poblaciones eran abundantes, la reserva estaba garantizada
Esta forma de entender y llevar a cabo la cuelga, daba como resultado que, el número de perdices, en cualquier cacho de finca, fueran muy numerosas. Y si a ello, le sumamos que no había excesivos aficionados, entonces se acertaba de pleno: en ocho o diez puesto fijos de una finca, se le mataban un buen número de pájaros.
Con el transcurso de los años, el progreso fue llegando a todos los rincones y la cuelga no iba a ser menos. Si el tractor sustituyó a la yunta y al arado, el portátil sustituyó al puesto de monte y, además, para acabar con el cuadro, primero el coche y con posterioridad el todoterreno.
Con estos adelantos, ni había distancias, ni mucho trabajo para dar el puesto. Se llegaba a donde fuera y se colocaba el aguardo en donde hiciera falta. Ya no se salía con un sólo reclamo, sino con el coche lleno de ellos. Ya no se daba un sólo puesto, sino todo el día colgando. Que un reclamo no cantaba, se iba al coche y otro. Que éste tampoco, a por el siguiente... El hoy cuelgo aquí, luego allí y, por la tarde, en el otro sitio, sí terminaba por descastar una finca. Nuestros ancestros, por más que quisieran, ni tenían tiempo, ni medios, ni entraba en su sesera hacerlo de esa forma. Es más, en “remendar” un puesto se echaba más que un buen rato y si es en hacerlo nuevo, no digamos.
Como se puede apreciar entre ambas formas de cazar la perdiz con reclamo, existen abismales diferencias.
Los primeros, los de arraigo a las tradiciones, siempre disfrutaron con buenos reclamos y buen “campo” porque no necesitaban mucho para ello: si se mataba una parejita, felicidad completa y, por lo tanto, siempre había “material” suficiente. Los segundos, disfrutan con lo contrario; es decir, aniquilando y arrasando. Este tipo de jaulero, si así se puede llamar, con buenos reclamos y dando puestos el día entero “hacían/hacen el agosto” y, para ello, para su ambición, la granja ha ido conquistando poco a poco casi todos los rincones de nuestra geografía, ya que nuestra perdiz autóctona, no le permite los números que desean por sus singulares características.
Aunque nos cueste afirmarlo, lo anterior, ha ocurrido y ocurre. De esta manera, el que un “mataperdices” se lleve por delante en una temporada uno o dos cientos de patirrojas, no es nada descabellado
Para terminar y, para que no todo sea negativo, se puede decir que, afortunadamente, no todo el mundo es un cuatrero en esto del reclamo. Por consiguiente, sigue habiendo aficionados de ideales y de corazón que van al campo a disfrutar con sus reclamos, no a acabar con todo. Ellos, casi con toda seguridad, se sentirían más cómodos en un puesto de monte o de piedra y, de hecho, muchos, aunque sean unos verdaderos privilegiados, así lo sienten todavía, ya que en muchas comarcas y zonas de Andalucía, principalmente del este, se sigue con la tradición del puesto fijo. Esto significa que, en un mundo sin escrúpulos, aun quedan gente con raigambre y de principios.
Se me vienen a la retina puestos como: “El del rincón de Marín”, “El del Olivar”, “El de la Era”, “El de Becerra”, “El del Cerro Blanco”, “El de la Loma del Cencerro”, “El de la Coscoja”, “El del Crestón”, “El de los Llanos de la Sangre”, El del Cabezo Candil”…
¡Ay…, quién los cogiera!
Esta dos imágenes nos muestran lo que fue un puesto, en este caso de piedra, y la transformación que ha sufrido todo. ¿Quien iba a pensar hace cincuenta años que al lado de ese puesto iba a nacer este monstruo?
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