Traigo a mi blog este bellísmo relato de un amigo -José Antonio Aranda- que, curiosamente, ni es aficionado ni conoce mucho de qué va el tema. De ahí su gran valor.
Estoy seguro que no os arrepentiréis de dedicarle unos minutos en su atrayente y emotiva lectura.
Me siento atrapado en una celda muy estrecha de trémulos barrotes, alimentado a base de grano y agua; totalmente encarcelado.
La posibilidad de movimiento es mínima.
Recuerdo y añoro los bellos momentos que pasé con mi familia correteando en campo abierto, aunque era demasiado pequeño.
Ahora me veo en una celda situada en una sala cerrada. Observo que en una celda cercana, uno de mis hermanos, el saltarín, no para de dar saltos, dejando pegados los sesos en los barrotes del techo; otro de mis hermanos, el alambrista, no cesa de picotear los barrotes, sangrando abundantemente por el pico.
El hermano que está más a mi vera, el miracielos, sólo mira hacia arriba; parece que tiene una tortícolis crónica (lo cierto es que debo recordar que estamos emparentados con los urogallos; somos gallináceos).
Todos los días, al amanecer, solemos comunicarnos con nuestro propio lenguaje, a base de sonidos muy característicos.
Mi propio instinto me dice que estos hermanos míos o terminan desplumados y cocinados en una cazuela o les dan la libertad para reencontrarse con lo que debe ser nuestro hábitat natural.
En mi caso, sólo espero prisión, cadena perpetua.
Mi esperanza de vida, a lo sumo, puede llegar a unos 10 celos, equivalentes a años.
Siento una extraña sensación en mi interior que no puedo controlar; es la primera vez que me pasa; una especie de fuego, de deseo que no sé explicar.
Mi instinto natural me dice que pronto regresaré al paraíso, aquel lugar que me vio nacer, aquel que me dio días de felicidad en mi infancia.
Suena el despertador; presiento que hoy será el gran día. Hace frío -¿Cómo no va a hacerlo si estamos a primeros de enero?-, aunque mi plumaje, de color rojizo, me protege. Estoy deseoso.
Así es, mi cuidador me traslada metido en mi celda y la coloca en un lugar paradisiaco, en un montículo situado en el monte bajo, teniendo a mi alrededor jaras, aulagas, matojos, etc., aunque justo en el punto más cercano del lugar, ha limpiado un poco el terreno (farolillo) y me ha colocado a unos 60 ó 70 cm. De altura. Me quedo sorprendido cuando descubro que no abre mi celda; continúa dejándome encerrado.
Noto el frío exterior en este amanecer, pero sigo sintiendo ese calor interior, un fulgor incontrolado.
Necesito cantar, llamar a alguna hembra; estoy en celo, necesito a mi amada, rozarme con su plumaje. No paro de cantar. Percibo que se acerca una hembra; se siente muy alagada por mi bello canto; me gusta y creo que le gusto; estoy enamorado.
¡Oh, no viene sola!, viene acompañada de un macho, arrastrando las alas por el húmedo terreno, parece el concorde a punto de despegar. Se acerca a mi prisión y me quiere atacar. Por un momento mis sonidos poéticos se apagan.
Estoy rabioso; necesito que me liberen para apalizar a este gallito tan chulito. ¿Qué se cree este polluelo?. ¡Te voy a matar! ¿Pero qué hace?, ¡si trata de marcharse!.
En ese momento escucho dos disparos; proceden desde mi retaguardia; ha sido mi criador, que está oculto con jaras y matojos a unos 10 ó 15 metros. Ha caído mi amada; luego el macho que quería huir.
¡Ahora lo entiendo todo!. Me han utilizado para atraer a una pareja de enamorados, protectores de su territorio, para una vez cerca de mi prisión, fulminarlos. ¡Mi criador es un cazador!.
¡Quiero escapar de esta cárcel!.
El carcelero cazador repite la misma historia hasta mediados de febrero.
¡Quiero estar en una situación normal, ser normal!. Quiero volver al momento de mi infancia; cuando llegue el momento poder enamorarme y abandonar el bando con mi amada; crear nuestro propio territorio, nuestro propio hogar; hacer nuestros nidos a base de finos palitos de jaras, disimulándolos lo más posible, aunque no nos importase que estén cercanos al amparo humano; junto a paredes o en huecos entre pedruscos; que calentemos indistintamente los 15 ó 20 huevos que ponga mi amada. Ver nacer a los 23 días a nuestros retoños, nuestros polluelos, aunque seamos conscientes que el camino no sería nada fácil.
Las tormentas harían bajar el porcentaje de eclosión. Los cerdos, zorros, gatos salvajes, culebras, tractores, etc., eliminarían parte de los huevos; las aves rapaces, los linces y otros predadores se comerían a los más pequeños, una vez nacidos.
Habría que dejar en manos de la madre naturaleza la elección de la cantidad de polluelos que tendríamos que sacar adelante y que el ciclo se repita.
No consentiría que estando con mi amada en la época del celo, ningún intruso intente romper nuestro amor; la defendería hasta la muerte. ¡No es pedir demasiado!.
Creo que estaré encerrado eternamente.
“Yo sueño que estoy aquí de estas prisiones cansado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida?; una ilusión. Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”.
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