Para finalizar el mes, quiero hacerlo con este entrañable relato que hace mi primo Jerónimo Lluch de su perra Morita.
“A Ana Mari
Chacón, proteccionista y gran amante de los animales”.
Estábamos en navidad, a finales
del 96, en esas fechas en las que el corazón se vuelve generoso y el amor
fraterno se hace más palpable y desinteresado con los que nos rodean, con
aquellos que sentimos próximos y que, en ocasiones, casi ignoramos o no caemos
en la cuenta que están ahí, ni de la mutua necesidad que tenemos unos de otros.
Y fue por aquel entonces, cuando Morita hizo acto de
presencia en mi vida. Apareció una noche abandonada, desvalida, ávida de cariño
y, yo que siempre he tenido perros, la acogí como a uno más y traté de remediar
su desamparo, su soledad, su ir de aquí para allá sin rumbo, sin norte, sin
destino.
Entre su instinto
animal y mis racionales sentimientos se estableció una armonía, una
compenetración, un entendimiento, como jamás antes me había ocurrido con ningún
otro perro y dudo mucho pueda ocurrirme con los que tenga en un futuro.
Supo no sólo
ganarse mi cariño sino el de los míos, ya que la fidelidad, la nobleza, la
amistad y tantas y cuantas cualidades que adornan al mejor amigo del hombre,
eran tan notables en ella que le fue sencillo encontrar un sitio en mi casa, en
mi familia, entre mis amigos.
A pesar de los
perros que he tenido, nunca creí sentiría por uno el delirio que he sentido por
ella. Siempre me parecieron excesiva la actitud y el fanatismo que algunas
personas mostraban por sus canes; consideré algo fuera de lugar esta conducta,
a veces extrema y desmedida. Ahora, tal vez, ya no sea así y pueda explicarme
mucho mejor que entonces el motivo de dicho proceder, que antes escapaba de mi
comprensión y entendimiento.
Un perro puede ser
el consuelo, el apoyo y la compañía de gran número de personas que padecen de
soledad, de abandono y del olvido de esos que de una u otra forma se han
despreocupado de su existencia, se han olvidado de que siguen entre ellos y que
tal vez en un pasado no muy lejano fueron artes y partes de sus vidas.
Un perro puede ser
la solución para muchos que no tienen a quien agarrarse, a quien recurrir, con
quien contar, a quien esperar, con quien compartir penalidades y alegrías. Los
que sufren esta situación lo saben mejor que nadie; en él encontrarán todo
aquello que, tal vez, los demás por egoísmo, por despreocupación o por
indiferencia les estamos, con frecuencia, negando.
Morita,
inesperadamente, una madrugada de agosto, al igual que se presentó en mi vida
se marchó de ella. Se fue casi sin creérmelo, sin apenas darme cuenta; una
corta enfermedad se la llevó dejándome con el desconsuelo de su ausencia, la
sorpresa de su repentino adiós, el vacío de su imprevista ida sin retorno.
A la sombra de una
gris encina, como decía la letra de la conocida canción, enterré a mi perra.
Allí quedaron también sepultadas ilusiones, alegrías e irrepetibles momentos
que juntos habíamos pasado.
Y lo que es la
ironía de la vida, su primitivo dueño la abandonó, la dejó tirada en la calle,
prescindió de ella sin más ni más, y yo habría dado cualquier cosa, para que
hubiese permanecido a nuestro lado durante largo tiempo, por haber seguido
gozando de su compañía, por continuar contando con su desvelo y su entrega,
como sólo los incondicionales amigos saben demostrarnos y ofrecernos.
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