El relato que viene a continuación, escrito por mi primo Jerónimo Lluch, fue publicado en su día en la revista Trofeo Caza. Es una emotiva historia en donde los recuerdos de antaño afloran casi sin quererlo.
El amor que por la caza tengo es consecuencia inevitable de la tremenda seducción que siempre ha ejercido el campo sobre mi, con sus paisajes serranos de matices tan policromados donde el espíritu se relaja y la mente vuela y vuela para perderse tras las lejanas cumbres de un horizonte claro y nítido donde estas cimas y el cielo se unen y se confunden.
Cuando las cansinas sombras de la noche se retiran para dar paso al amanecer, una luz diáfana lo va anegando todo y las manifestaciones de la vida comienzan a hacerse notar en nuestro derredor embargándonos el ánimo de placenteras sensaciones de gozo, de calma, de paz, de quietud.
Quien no haya tenido estas vivencias, aquél que el olor a tierra mojada, impregnado de aromas de romero y de resina de jaras recién “cortás” no le haya envuelto con su inconfundible y gratificante fragancia no estará nunca en condiciones de calibrar la magnitud de tales sensaciones por las que damos gracias a la vida que nos permite paladear instantes tan entrañables.
Febrero ya tenía agotadas algunas fechas en el calendario cuando mi padre, mi abuelo Vicente y yo, que por aquellos entonces contaba seis o siete años, salimos del cortijo con la intención de ver unas labores que estaban haciendo en la finca y de paso tirar algún “bicho” si es que se ponía al alcance de sus escopetas.
El día estaba raso y el sol que a esa hora caía con intensidad hizo que me pusiera la gorra, antes de montarme en mi burro “Perico”, siguiendo los consejos de mi abuela, que me advirtió:
- “Niño que no te dé mucho el sol en la cabeza, que así se cogen luego los resfriados”.
Apernacado en el asno atravesé un pequeño riachuelo en el que el agua cantarina de una chorrerilla me hizo fijar la atención por si alguna rana tomaba el sol en las húmedas piedras de la orilla.
“El Pistolo”, un podenco pelibasto de capa blanca y “colorá”, cazurreaba a pocos metros de nosotros, riñéndole mi padre cuando pretendía distanciarse más de lo deseado.
Durante el trayecto de ida, fueron abatidas dos palomas torcaces que se arrancaron de las copas de unos chaparros, las cuales serían cobradas por “el Pistolo” trayéndoselas a mi padre que tras acariciarlo se las cogió para meterlas en el zurrón de piel de cabra que llevaba a la espalda y con el que tanto yo presumía, cuando me lo ponía por unos momentos, tratando de emular todo aquello que veía hacer a mi padre y a mi abuelo.
Llegamos a “La Mina”, que ese era el sitio al que nos dirigíamos, y tras el intercambio de palabras entre mi padre y los trabajadores, nos sentamos en la cocina de la casilla donde ambientados por el crepitar de la candela, mi padre y mi abuelo, echaron un cigarro con Manuel “el Escobero”.
En aquellos tiempos los cigarros eran “liaillos” y la mayoría de los hombres de campo usaban un preciso –bolsa de cuero o lona sujeta a la correa del pantalón con una trabilla-, donde guardaban el tabaco de picadura, el mechero, el librito de papel de fumar y tal vez una navajilla, siempre necesaria para trajinar en el campo.
El proceso de liar el cigarrillo era laborioso y requería la destreza manual del que lo realizaba, por lo que suponía siempre un respiro, en la faena del campo, fumarse un pitillo por la duración del referido proceso.
Y en ello estaban mis mayores cuando “Pistolo” –que era un perro blando de boca- se presentó con un gazapillo vivo del tamaño de una pequeña rata. Yo loco de contento no sabía que hacer con él y entonces Encarnación, la mujer “del Escobero” me ofreció una jaula hecha a mano con el techo y el asiento de corcho y los barrotes de madera, con una puerta corredera, tipo guillotina, que es muy empleada en canaricultura, también con los barrotes de madera y los contornos de alambre. En ésta introduje al gazapillo y no había terminado de gozar con su inesperada posesión cuando de nuevo “el Pistolo” apareció con otro de similar tamaño. Yo creía no poder soportar mi alegría pero mi sorpresa no terminó allí, ya que hizo una tercera y una cuarta llegada con idénticos conejillos. Cuando el último obró en mi poder mi abuelo me apunto:
- “Este perro ha encontrado una gazapera y estará trayendo conejos hasta que no quede uno en ella”, y tras reflexionar añadió:
- Los gazapetes no están en condiciones de comer solos, así que si te los quedas se morirán de hambre, lo mejor será descubrir donde está la gazapera y llevarlos de nuevo a ella”.
Pensé que el cielo se me juntaba con la tierra ante tan categórica resolución, e imagino que él dándose cuenta de mi decaído estado anímico apostilló:
- “Vamos a amarrar al perro con una cuerda que seguro que todavía quedan más conejillos donde ha traído estos, y tu acaricia a los gazapos y así quedarán impregnados de tu efluvio, y los devuelves con los otros, para que los alimente su madre, que cuando sean mayores, si alguna vez te huelen, aunque sea de lejos te recordarán y será amigos tuyos”.
- ¿Eso de eflu... qué es abuelo?, le pregunté, pues no había oído nunca semejante palabra.
- El efluvio, me aclaró, es el olor que se desprende de las personas o cosas y como tú tienes el tuyo, ellos siempre te reconocerán cuando te olfateen.
Azuzando a “Pistolo” nos condujo a la esperada gazapera donde aún había dos conejillos más con los que pusimos a los otros, volviéndonos con el perro amarrado para que no retornara allí de nuevo y los cogiese otra vez.
Aquella noche, al confortador calor del brasero de cisco, mientras comíamos unas bellotas dulces, mi abuelo a instancias mías narró a mi hermano Antonio, de cinco años, la anécdota ocurrida por la mañana y yo que había considerado la explicación que entonces me diera algo fantasiosa, actué de cómplice con él en la rememoración de su relato pues me habría gustado que algo tan bonito, tan particular y especial pudiera ocurrirme y hacerse una realidad enternecedora.
Y continuó desgranando el rosario de sus vivencias hablándonos de los amigos que él también había hecho gracias a las frecuentes cacerías en las que tomó parte durante su dilatada existencia y lo mucho que había disfrutado saboreando momentos que permanecían siempre vivos en sus recuerdos; de lo elegante que era repartir las piezas cobradas entre todos los componentes de las cuadrillas de cazas y no ir a “mirajumo” –cada uno llevándose lo que mataba- y otras normas de bien hacer, de entendimiento y compañerismo que conforman la manera se ser y la personalidad de cada cual.
Y él, como todos los abuelos de entonces, aquellos que vivían con nosotros, que nos trasmitían sus conocimientos y experiencias acumuladas a lo largo de sus muchos años, que morían en sus camas, y no alejados de su familia en frías residencias, ni olvidados en convencionales asilos, prosiguió deleitándonos, como otras muchas veces, con sus inolvidables historias venatorias de las que tanto gustábamos oír, hasta que mi madre puso la mesa para cenar, antes que los ojos se nos cerraran de cansancio y el reparador descanso hiciera que tal vez soñáramos con un mundo lleno de concordia, de solidaridad y de comprensión, en el que todos mostráramos a los demás lo mejor de nosotros mismos...