domingo, 3 de abril de 2011

UN PUESTO DE PERROS.


Raimundo Alaminos llevaba casi todo el celo sin tocar pluma, por lo que sus ánimos no eran los mejores. Aun así, al ser hombre con poca cabida para el desánimo, nunca le faltaron ganas para añadir otra mañana o tarde más a su ya amplio abanico de “mocholadas”, mala suerte, campo mudo o malísimo, algún que otro tiro errado por las precipitaciones de la ansiedad..., pero lo cierto era que la temporada de aquel año se cerraba y no había logrado cobrar ni una patirroja para una buena sopa.

Por aquellos entonces, allá por los años setenta, Raimundo solía colgar en puestos de monte que con anterioridad, al comienzo de la temporada, habían reconstruido los hermanos Pedro y Diego García y él mismo, y digo reconstruidos, porque estos aguardos, situados en lugares estratégicos y querenciosos de la finca, La Rebolla, perduraban de un año para otro y sólo había que remendarlos a principio de cada temporada y cuando la ocasión lo requería por haberse secado los materiales utilizados.

La Rebolla, que por aquellas fechas no estaba todavía sembrada de eucaliptos, era un terreno con abundante vegetación de jaras, jaguarzos, tojos, mortiñeras, cantuesos...., salpicada por alguna que otra encina y jóvenes chaparreras. Por tanto, era terreno ideal para nuestra querida Alectoris Rufa y otras especies de caza menor; por lo que Raimundo sabía, que con cualquier “mediacuchara aseaíto” se podía divertir de lo lindo casi en todos los puestos. Por eso, como anteriormente queda recogido, nunca le faltó la ilusión de dar con ese puesto de diez con el que soñamos todos los colgadores.

Aunque solía cazar siempre con dos o tres amigos y socios, habitualmente con Diego García, había veces que cada uno iba por su cuenta. En una de estas salidas en solitario, jornada vespertina para ser exacto, nuestro protagonista cargó antes de ir al colegio todos los “cacharros” en su Seat 1430 y en cuanto terminó las clases, dieciséis y treinta, se dirigió raudo y veloz a dar el puesto de tarde.

El pájaro que le acompañaba no era más que un ejemplo de aquella “caterva de burracos” que él tenía por aquellos años. Lo había escogido con el célebre “pito, pito gorgorito...” para ver si alguna vez le daba suerte, pero nada, nunca acertaba.

Aunque se fue a dar el puesto en Los Llanos de la Sangre, cerca de la linde con Los Lirios, lugar donde el campo solía cantar por las tardes y principalmente a la caída de ésta, pasaron los minutos y las horas, pero se volvió a repetir la misma película de tantos y tantos días..., otro jaulazo y eso que aguantó hasta las tantas con la esperanza de que su reclamo, al oír la despedida que suelen darle las patirrojas al día, se “arrancara”, pero esto no ocurrió, ya que el “buen señor” no abrió ni el pico.

Viendo que la penumbra de la noche le iba ganando terreno al tibio sol que desaparecía en la lejanía, y las piernas y manos empezaban a recibir el fresquillo típico de las noches de enero cargadas de humedad por la mucha agua caída en días anteriores, salió del puesto, enfundó al reclamo, no sin faltarle ganas de darle un puntapié, se lo echó al hombro y con escopeta en ristre se dirigió al coche.

Como no lo tenía lejos, llegó pronto, metió todos los “trastos” en el portamaletas, se sentó en el asiento del conductor, introdujo la llave de contacto, la giró para arrancar..., y aquello no funcionaba. Volvió a repetir varias veces la misma operación y siempre con el mismo resultado, el coche no quería ponerse en marcha.

A la hora que era, sin saber mucho de mecánica y solo como estaba en medio del campo a las siete de la tarde, no le quedaba otro remedio que volver a coger el pájaro y la escopeta y dirigirse andando a Tharsis.

Sabía que campo a través la caminata sería mucho menor, así que “enristró” rumbo al pueblo por una pista forestal/camino que unía La Rebolla con las casas de los jefes de la Compañía y, desde allí, estaría a dos pasos de sus casa. Así, que sin más dilaciones, comenzó aquella caminata de unos pocos de Km que le conduciría a su destino.

Había cogido un buen ritmo porque la noche, con su correspondiente oscuridad, -aquella era como la boca de un lobo- le producía, por ser más que benévolo, un “poquillo de canguelis”, con lo cual el frío le había desaparecido por completo.

Antes de abandonar los terrenos de la finca y a poca distancia del camino por donde transitaba, un “tarameo” y una silueta en la oscuridad, le hicieron que los vellos se le pusieran de punta y que un nudo se le formara en la garganta. Paró en seco, más que nada porque las piernas le temblaban y con un miedo aterrador en el cuerpo, se dirigió hacía aquella camuflada figura queriendo pensar que era una broma:

- ¡Diego, déjate de cachondeo que no está la cosa muy buena!

Pasaron los segundos y no recibió respuesta, así que endureciendo sus palabras, volvió a dirigirse de nuevo hacia el mismo sitio.

- Diego, le he metido dos cartuchos a la escopeta, sal de una vez que voy a disparar y no quiero meterme en un lío.

En aquel mismo instante, tras un intimidante resoplido, una inmensa figura, que luego resultó ser una yegua trabada del pastor, de un rápido salto fue a parapetarse en medio del carril.

A Raimundo se le estropearon todos los mecanismos de sus relojes: sudaba a chorros, el corazón a doscientos, el habla no le salía del cuerpo..., pero poco a poco se dio cuenta, que a pesar del enorme sustazo que se había llevado, todavía estaba en el mundo de los vivos. Así que, tras reponerse de aquel trago, salió a toda velocidad cual liebre perseguida por una collera de galgos, pero como las prisas no son buenas consejeras, no se dio cuenta de una laguna que se había formado en el camino, fruto de las lluvias recientes y fue a dar con su cuerpo en todo aquel barrizal. Cuando se levantó, estaba como los churros en el chocolate y lo que es peor, los perros que guardaban un rebaño de ovejas cercano, lo habían detectado y se acercaban cada vez más, rompiendo el silencio de la noche con sus sonidos característicos.

Por más que aligeró de nuevo el paso, a los pocos instantes dos robustos y amenazantes mastines estaban a su espalda comunicándoles con sus penetrantes y poderosos ladridos que no venían a jugar precisamente. No sabía si pararse, si cargar la escopeta, si echar a correr..., pero lo que sí es cierto, es que la adrenalina le había subido de nuevo de tal forma que un sudor frío le recorría todo el cuerpo.

Aquellos ladridos constantes de los que ahora caminaban uno a cada lado de Raimundo atrajeron a otros perros de los muchos cortijos que hay por aquella zona. Así, en pocos minutos, una jauría canina de diferentes razas, con una actitud más que intimidatoria, era la compañía que tenía en aquella oscura noche de enero.

Sabía que si uno de aquellos “animalitos” le metía mano, era “carne de cañón” y entre todos lo destrozarían. Así que, armándose del valor al que nos agarramos cuando la cosa empieza a ponerse muy, muy negra, empezó a dirigirse a ellos con palabras cariñosas y tranquilizadoras, mientras inseguros y temblorosos pasos lo conducían a su destino.

Aunque el no muy largo camino se le hacía interminable, “alguien tuvo que echarle un buen cable” porque con el rabo entre las patas y la garganta seca como un esparto empezó a divisar cada vez más cerca las luces de las residencias de los ingenieros y peritos de La Compañía Minera, sin haber sufrido el más mínimo rasguño. A medida que se iba acercando y la iluminación se acrecentaba, los perros, poco a poco, se iban marchando para sus lugares de origen, no sin antes hacer una nueva acometida de intimidación.

Por fin pudo respirar hondo y tranquilo, incluso tuvo tiempo de charlar con uno de los ingenieros conocidos y contarle “el numerito” por el que había pasado mientras consumía un tranquilizador y relajante cigarro.

Aún con la tranquilidad que da estar en casa sano y salvo, no pudo evitar que su mujer, tras verlo llegar y observar la “carita” y el aspecto que presentaba, se acercara a él con signos de perplejidad y le preguntara:

- Raimundo..., ¿qué te ha “pasao” para venir así?

                                                                                                     octubre 2009



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