Al hilo del artículo anterior, traigo al blog este relato de mi primo Jerónimo Lluch, publicado en la revista Trofeo Caza en el pasado año.
Aún es noche cerrada cuando llego
al colgadero. Reviso brevemente el puesto de monte para comprobar el estado en
que se encuentra y, tras colocar a mi pollo en el matojo, hecho con matas del
campo, me acomodo en el aguardo esperando el deseado amanecer.
Cuando los primeros rayos de sol
acuchillan la noche, que fallece entre brumas, y el perfil de la línea del
horizonte comienza a dibujarse en la distancia, el reclamo inicia un suave dar
de pie rematándolo con algún que otro piñón que inunda mi aterido cuerpo de
placenteras y emocionantes sensaciones.
Cantan las primeras camperas,
unas cerca, más distantes otras, y el pollo engallado comienza a retarlas con
un insistente y prolongado cuchichío y unos cortos embuchados, aviso de la
probable entrada en plaza de un garbón que se escucha cada vez más cerca del
pulpitillo.
Son minutos felices, inenarrables
momentos los que vivo vaticinando lo que está por venir. El corazón parece
quererse salir del pecho y un continuo temblor, más propio de mi estado de
ánimos que del frío que soporto, se apodera de mí, momento tras momento, sin
que pueda controlarlo ni remediarlo.
Bien saben los buenos cuquilleros, los aficionados al
reclamo, que no exagero al reseñar situaciones que otros muchos habrán vivido,
gozadas o sufridas según haya sido el desenlace final de ellas.
Continúa el pollo con su buen
hacer, con su prolongado trabajo, más propio de un reclamo versado que de un
principiante en estos menesteres, pero el campo hace una prolongada callada,
bien presagio de un silencioso desplazamiento hacia el puesto o de una evidente
falta de celo.
Se rompe el silencio por algún
que otro vuelo de perdiz que abandona “la queda” de la noche para ir a buscar
el cotidiano sustento.
El pollo, que parece escuchar
atentamente, se altera algo con las continuas idas de sus congéneres, pero tras
otro corto titubeo vuelve a las andanzas proclamando que en estos contornos es
el macho más bragao.
¡Tremendo sobresalto! A escasos
metros de la plaza, el recio reclamo de un competidor hace que monte la
escopeta vislumbrando la inminente entrada del campero a la pelea.
Callada del reclamo que,
sorprendido, permanece inalterable en la jaula. Cortos embuchados del campesino
e inicio del cuchicheo envalentonado por el silencio de la jaula.
Un enorme malestar me invade
temiendo el acobardamiento de mi pájaro ante la llegada de tan rotundo
competidor que, arrastrando las alas, irrumpe en la plaza para dar cuenta del
inoportuno mequetrefe. Pero…¡sorpresa, sorpresa, sorpresa! Ya está el pollo
recibiendo. Con un dar de pie apenas audible acepta el reto del macho, y sólo
el continuo movimiento de su gorguera manifiesta que procede como mandan los
cánones cuquilleros, al igual que reaccionan los buenos reclamos, los pájaros
de bandera.
Ensimismado, dejo el garbón largo
rato encarado con la jaula, dando vueltas y más vueltas a su alrededor e
intentando subirse al pulpitillo. Cuánta razón tenía mi hermano al decirme:
“Niño lleva el pollo al alba, verás qué buenas hechuras tiene”.
Apunto y vuelvo a apuntar, el
pulso me tiembla, no puedo fallar el macho, sería una malísima lección para mi
pájaro novato y principiante.
Algo más relajado presiono el
gatillo y truena la sierra. Con los ojos abiertos como dos tazas observo por la
tronera cómo el campero abatido yace inerte en el suelo, a la derecha del
matojo.
La jaula no se ha cortado al
disparo, con un suave dar de pie carga el tiro derecho y arrogante como él
solo.
¡Ole, ole y ole! Exclamo “por lo
bajini” mientras abro la escopeta para sacar el cartucho, y no le toco las
palmas a mi héroe por tener ocupadas las manos en dicho menester.
Ahora ya se sube el pollo con
reclamos de cañón, anunciando a los cuatro vientos su triunfo y su victoria, y
mirando al garbón, picotea la esterilla en la jaula una y otra vez.
Mientras tanto, la mañana se va
adueñando del campo llenándolo de sinfonías diversas y relajantes, que me
sumergen en un agradable bienestar.
No alargo más el puesto.
Pausadamente salgo del tollo sonando los dedos a modo de palillos y me aproximo
a la jaula a la que dedico los más rendidos y enamorados piropos.
Ya de vuelta al cortijo, con el
ánimo henchido de inolvidables sensaciones, casi sin pensar, sin darme apenas
cuenta, brota en mis labios el suave susurro de un añorado deseo: “Tenemos
pájaro Vicente, tenemos pájaro”.
Precioso relato de este puesto de alba,que hace vivir emociones ya vividas.
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