Siguiendo con la colaboraciones, y ahora que la apertura del periodo hábil de la caza de la perdiz con reclamo, traigo este relato de mi primo Manuel Jerónimo Lluch. Es obvio que situaciones como éstas se suelen dar con más frecuencia de la que quisiéramos.
Como
otros muchos días, como en sucesivas jornadas me encuentro en el patio de mi
casa observando a algunos reclamos que he sacado a tomar el fresco, pues a
estas horas de la tarde baja la temperatura y en el referido patio, mis pájaros
pueden disfrutar de lo benigno del ambiente vespertino.
Estamos en
tiempo de pelecho, en los momentos de la muda, donde todas las aves cambian su
plumaje para vestirse, de nuevo, con un atuendo adecuado a las necesidades que
exige la próxima temporada que pasito a paso se viene acercando sin prisa, pero
sin pausa.
Son
momentos de espera, de confianza, de ilusiones soñadas, ¡y por qué no de
esperanzas contenidas para el nuevo celo que se avecina y en el que quisiéramos
vivir lances irrepetibles!.
En estas cavilaciones
me hallo cuando el suave reclamo de uno de mis pájaros me saca de mi
ensimismamiento y casi sin pretender, sin tan siquiera notarlo acuden a mi
mente recuerdos de tiempos pretéritos, de reclamos que pasaron por mis manos y
que dejaron con su buen hacer, con su trabajo bien hecho, una impronta dentro
de mi que no ha podido borrar el transcurrir de los años…
Y
recuerdo, como no, a “el de Utrera”, el que tenía el número dos en la jaula,
con ese inconfundible cantar, con sus “maravillosos acordes” que nos ponían, a
mi hermano y a mi, la carne de gallina cuando en el repostero lanzaba a los
cuatro vientos su llamada, su reto, su desafío…
Nuestro
buen amigo Julio Lozano, gran aficionado a la cuelga, nos pidió allá por los
años ochenta que nos hiciéramos cargo de sus perdices, pues tenía algunas pegas
para atenderlas personalmente.
Les dimos
cobijo en nuestra finca a todos los pájaros que nos trajo, muchos de ellos
reclamos de bandera, y entre todo el lote destacó desde el primer momento “el
de Utrera” por su mansedumbre, por su estampa y especialmente por ese canto de
mayor que al escucharlo se nos caía la baba de puro gozo y admiración.
Creo, a
riesgo de no equivocarme, que todos los aficionados valorarán más aún que el
trabajo de sus pájaros, la forma y manera de cómo lo hacen, la rotundidez de
sus golpes de reclamos, su suave dar de pie, su meloso piñoneo y la oportunas y
magistrales calladas que harán que el campo se decida a entrar en plaza
creyendo el acobardamiento de la jaula.
Al igual
que las personas, que aquellos locutores radiofónicos de antaño, de voces
dulces y moduladas, que hacían el deleite de los que día tras día seguían las
novelas emitidas por el medio, son las perdices de “buena música” de
envidiables reclamos, las que hacen las delicias de todos los cuquilleros, que
saben comprender y valorar lo mucho que encierra el prodigioso trabajo de estos
pájaros.
Y era el Dos,
“el de Utrera”, el reclamo que según nuestro criterio contenía en su trabajo,
en su buen hacer y en su canto incomparable, todo lo que cualquier aficionado
quiere, espera y desea de sus mejores perdices…
La mañana
era templada y suave, la lluvia de días pasados, había dejado efluvios de
humedad y de frescura en el puesto de la Mina.
Acomodé el
banquillo en el aguardo, observé por la tronera el aspecto que presentaba la
plaza y tras retocar , con nuevas jaras, el pulpitillo amarré al “de Utrera” en
él y pausadamente, tras quitarle la
sayuela, dirigí mis pasos al puesto.
Aún no me
había sentado cuando la jaula dio comienzo a su trabajo. No supe, no pude y no
quise despegar los ojos de la tronera enamorado, como me sentí, con el quehacer
“del utrerano”.
- No se resistirá el campo, me
dije, si es que hay por aquí alguna que otra collera.
La
suavidad de su dar de pie, el venirse abajo me indicó la certera presencia de
las camperas en la plaza. Y fue así como una pareja y dos hembrillas hicieron
acto de presencia junto al farolillo, gracias, como no, a los dulces arrumacos
de la jaula. No me decidí a disparar, extasiado observaba la escena como si el
tiempo se hubiese parado, como si mirase a través de una pantalla las
secuencias de las que no deseara ver nunca el final.
Una
sensación placentera me invadía por completo, por lo que esperé, y esperé largo
rato, y cuando por fin me encaré la escopeta los nervios no me respondían, un
temblor que se apoderó de mi brazo me impedía apuntar con precisión, con
certeza, con seguridad…
Inspiré
hondo, espiré muy despacio, me fui con una de las hembras, tronó la sierra y un
brusco aleteo, en la plaza, me indicó que el disparo no había sido certero, que
la perdiz herida se alejaría con brusquedad del farolillo.
Ojos como
platos presenciaron dicha escena, ojos que no cabian en mi rostro fueron los
detonantes de mi frustración y mi desencanto. Por fin fijé la mirada en el
reclamo sin saber, sin querer y sin desear ver y observar su reacción, su
respuesta a mi fracaso su posible alteración al recibido desengaño.
Pero… un
cuchichio apenas audible, un titeo continuo y prolongado embargó mi ser de
optimismo de consuelo, de alegría…
Allí
estaba “el de Utrera” cargando el tiro, casi errado y buscando de nuevo al
campo para enamorarlo, para engatusarlo, para halagarlo, para volverlo a
incitar como antes.
Un
ardoroso macho pronto dio la cara y esta vez me propuse hacer bien las cosas,
no fallar el disparo, dejarlo rendido a los pies de mi reclamo para que ahora
sí saboreara su triunfo, su victoria, su bien acabado reto…
Fue un celo aquel del lejano 1984 en el que mi
hermano y yo gozamos de las excelencias de este sin par reclamo, del pájaro de
incomparable trabajo que aún hoy día, a pesar del inexorable correr del tiempo,
permanece su recuerdo muy vivo, muy latente entre nosotros.
Pero una
mañana de septiembre, de ese año, se presentó en mi domicilio mi padre todo
alterado y con el semblante triste y decaído.
-
¿Qué ocurre papá, le
pregunté, con el alma en un puño?
- ¡Han robado en el campo, al
llegar al llano, observamos la puerta de la casilla sacada de quicio y se han
llevado veinte perdices y seis canarios. Hemos encontrado un pájaro suelto
entre los sacos de pienso y otro que no han visto, colgado en la pared en un
terrero!
- ¿Han desaparecido jaulas y
casilleros le inquirí?
- No, me contestó, vendrían en
motocicletas y tan solo le han cabido las perdices, que las habrán metido en
sacos, sin poder cargar con nada más.
Los
amantes de lo ajeno nos hicieron una desagradable visita y el admirado Dos
corrió la misma suerte que es resto de las perdices que conformaban nuestro
jaulero
¿Qué sería
de él? ¿Quién gozaría en el futuro de sus muchísimas cualidades? ¿Las
valorarían en su justa medida?
Preguntas
sin respuestas que han servido a lo largo del tiempo para llenar de
incertidumbre y añoranza nuestros pensamientos y recuerdos.
Pero en
las cavilaciones, a lo largo de estos años, sobre este reclamo de bandera, nos
hemos dicho que si a las personas con valía individual, o categoría social se
le designa con el don: don Fulano, don Mengano, don Sutano, ¿por qué no y
salvando las distancias denominar a este nuestro pájaro que tanta calidad y
casta derrochó junto a nosotros, con el calificativo incuestionable de don
Reclamo?
Manuel Jerónimo Lluch
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