Ya decía en la entrada anterior, que la
temporada recién finalizada para la mayoría de pajariteros, aun siendo mala, como casi todas, había tenido de todo y,
entre ello, algunos buenos lances y curiosas anécdotas como la que relato a
continuación y ocurrida en la finca El Alamillo, del término municipal
de Válor, Granada.
Para adentrarnos en tan singular episodio, tengo
que decir que fue en los primeros días de la apertura de la veda pasada, cuando
para dar un puesto de mañana “tempranera”, me dirigía con mi coche hacia el
colgadero, desde el cortijo del amigo Manolo Medina, donde pasaba, como hago
últimamente, unos días de reclamo.
Por el camino, ya casi en la zona más alta del acotado
y pegado al carril que me servía de camino para el colgadero, observo como un borrico
de no mucha edad, andaba correteando y comiendo por los alrededores de donde yo circulaba con rumbo
al lugar para colgar.
No le di mucha importancia y continué para
donde pensaba echar el rato con el reclamo, un aguardo que habíamos levantado tiempo atrás, con broza o leña en
el borde exterior de unos palaínes -arbustos con hojas punzantes- de la zona lindera
con el acotado de la población.
Cuando llego y levanto un poco la leña del
aguardo y le coloco una red de camuflaje, para ser menos visible, si entraba el
campo, observo, un poco estupefacto que el burranquillo que había dejado unos
cientos de metros por debajo, se había venido tras de mí y lo tenía entre lo
que sería el pulpitillo, que estaba situado sobre una chaparra y el aguardo. Circunstancia
que me hizo parar mi faena de preparación y, con los brazos levantados y
gesticulando, pero sin dar voces para no volar la caza, fui echando a tan
curioso visitante de las proximidades del colgadero, hasta perderlo de vista.
Contento, porque suponía que se había ido, me
puse a terminar la tarea que tenía antes entre manos y, poco después, ya
sentado en mi cojín de espuma que suelo utilizar para los puestos de piedra y broza,
pues en dicho acotado no se usa el portátil, Viñas, mi reclamo de aquella
mañana, ya andaba lanzando su música a la soleada y fresca mañana alpujarreña.
Sin embargo, para desconsuelo mío, a
los pocos instantes, casi sin darme cuenta, tenía al joven “Platero” en
la misma plaza, mientras Viñas mantenía la compostura y seguía cantando
como si nada estuviera ocurriendo.
Me levanté con toda la rapidez que permitieron
mis maltrechas rodillas, y agitando los brazos y lanzándole algún que otro improperio
al susodicho, intenté que se largara del lugar, pero no había forma. Así que,
dándole vueltas a la cabeza, llegué a la atinada idea de que, como debido a su
mansedumbre, se dejaba acariciar y coger, con mi correa, más un trozo de cuerda
fuerte que siempre llevo en el maletero del coche para cualquier contingencia y
a modo de rienda o cabresto, amarrarlo al tronco de una chaparra a cierta distancia del aguardo, cosa
que hice, con feliz resultado. Así, poco
después de meterme de nuevo en aquel improvisado y destartalado aguardo, un macho, lanzando varios
reclamos y dando de pie, se acercó a la carrera hacia Viñas con tal ímpetu
que, tras dejar atrás al reclamo, dio la vuelta y entró en plaza como una auténtica
locomotora, mientras el del repostero lo recibía con un suave y casi imperceptible cuchicheo.
No mucho más tarde, porque no me gusta dejar al
campo mucho tiempo en plaza, Viñas, tras certero disparo, lo despedía
haciéndole el correspondiente entierro.
Como el lance no era de los que normalmente
estamos acostumbrados a presenciar, a los pocos instantes, me salí del aguardo,
con dolores en todo mi cuerpo por la mala posición que había tenido sentado
sobre el cojín y tras enseñarle el machaco a Viñas, que se lo merecía de
sobra, mientras disfrutaba dando de pie, me dirigí a soltar a tan importuno visitante
que, ahora, como si se lo dijeran, salió “pitando” hacia el lugar donde se
encontraba cuando lo divisé, cuando me dirigía al puesto de aquella mañana.
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