martes, 30 de noviembre de 2010

AUNQUE NO LO PAREZCA OCURRIÓ: UN BUEN SUSTO.



A todos los gurumeleros que temporada tras temporada sienten casi la misma pasión que nosotros los jauleros por esta otra gran afición que es la recogida de esta maravillosa seta, el gurumelo o amanita ponderosa, y cuyo principal hábitat español está localizado en el Andévalo y la Sierra de Huelva.

Este curioso suceso, otro ejemplo más de los muchos que encierra nuestro interminable anecdotario, ocurrió allá por finales de la década de los noventa en la finca Los López de Puebla de Guzmán.

Era una mañana de niebla espesa, como normalmente suele ocurrir por esta zona de la provincia en la época invernal. Como la visibilidad estaba bajo mínimos, me dirigí a dar el puesto de sol cerca de la linde de la finca colindante, a distancia reglamentaria, pero con estas condiciones meteorológicas evitaba que el guarda de la misma, empezara su rosario de voces y ruidos con que nos regalaba cuando apreciaba, siempre dentro de su “particular metro”, que no estábamos en la legalidad en cuanto a distancia se refería.

Con cuidado y tranquilidad fui preparando el puesto que estaba situado en la confluencia de dos lomeros con una tupida vegetación de retamas, chaparreras y jaguarzos, algunos de los cuales utilicé para tapar concienzudamente el portátil. La zona era de esas que siempre nos atraen por su gran oída y por ser terreno querencioso para nuestras patirrojas. De hecho, poco antes de llegar al colgadero, había volado una pareja que fue a echarse no a mucha distancia y mientras arreglaba un poco la plaza y camuflaba el puesto, una hembra no paraba de reclamear no a más de cien o ciento cincuenta metros.

El reclamo que llevé esa mañana, bien pudiera haber sido Redoble, nombre de guerra de un “mediacuchara” que recibió dicho apelativo porque redoblaba el reclamo. Este pájaro, quizás en manos de otro dueño que hubiera tenido menos jaulero, o que colgara diariamente y no los fines de semana como yo, quizás hubiera llegado a ser una buena jaula.

Recuerdo que no tardé mucho en tirar la hembra, la cual al escuchar los primeros reclamos de la jaula, rauda y veloz se presentó en la plaza buscando desesperadamente. Como traía bastante celo, se la dejé para que se recreara con ella todo el tiempo que consideré necesario para su regocijo particular, según nuestro evangelio de caza.

Tras el estampido del disparo, el reclamo no interrumpió su más que aceptable trabajo, a la vez que la pájara aleteaba débilmente en su agonía.

La espesa niebla no acababa se levantarse, pero Redoble seguía con su insistente trabajo, lo que al final dio sus frutos, ya que un macho, posiblemente de la pareja que había volado a nuestro paso, empezó a contestarle a media falda de la umbría donde más o menos se habían echado con anterioridad.

Al canto del macho le siguió un reclamo suave y delicado que debería de ser de su compañera y pareja. Ambas patirrojas se acercaban apeonando lentamente y la jaula empezó a venirse abajo, por lo que supuse que no deberían estar muy lejos.

En estas estábamos, cuando aprecio que por debajo del farolillo, a no más de un centenar de metros, empezó a escucharse un “tarameo” entre la vegetación que me hizo pensar primeramente en el guarda vecino, cosa que deseché porque no pronunció palabra alguna en ningún momento, como era su costumbre. Luego, mientras la pareja iba acercándose cada vez más, pensé que podía tratarse de un jabalí que buscaba su acomodo matinal, pero también descarté esta opción porque al venirme el aire de espalda, me hubiera venteado al instante y hubiera salido de estampida.

No me quería mover mucho porque la jaula empezó a recibir de pluma, signo inequívoco de que los habría divisado por detrás del puesto, pero la situación empezó a empeorar de tal forma ante el ruido cada vez más cercano, que la pareja comenzó a alejarse “rajeando” cada vez con mayor intensidad y Redoble enmudeció por completo.

Al instante, me levanté sobre el portátil y cuál no sería mi sorpresa cuando entre aquella densa niebla que nos envolvía, emergió una figura humana, que “con canasto en ristre” y cara desencajada al verme, no hizo otra cosa que llevarse la otra mano al pecho, sobre la zona del corazón y tras un ¡Ay, que me muero! desgarrador, cayó al suelo presa del pánico.

A toda velocidad y como pude llegué hasta él y tras incorporarlo sobre su cintura, lo fui calmando hasta que pudo articular palabra.

De su canasto, que había rodado por los suelos, observé que se había salido una buena cantidad de gurumelos, con lo que rápidamente me hice cargo de la situación: aquel buen hombre era uno de tantos que durante el fin de semana se dedicaba a buscar tan apreciada seta, posiblemente para ganarse unas buenas pesetillas o para llenar estómagos en la familia.

Según me contó con posterioridad, no se había percatado de que allí se estaba dando un puesto, lo que le pudo costar muy caro, pero que afortunadamente sólo se quedó en el susto y una anécdota más de las muchas por las que pasamos.

Lógicamente, di por finalizado el puesto y mientras conversábamos, fui recogiendo todos los “cacharros” y tras despedirme afectuosamente de él, emprendí camino para el coche, pero dándole mil vueltas a la cabeza sobre la rocambolesca historia acabada de vivir, no sin antes afirmarme el amigo gurumelero que, a partir de ese momento, tendría mucho cuidado en no volver a tropezar en la misma piedra.

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