Amanecía en el pueblo. La temperatura era suave y una fina llovizna, que desde la noche anterior caía ininterrumpidamente, estaba empapándolo todo, volviendo resbaladizos los senderos y veredas por los que los lugareños transitaban habitualmente camino de sus quehaceres y faenas cotidianas.
Manuel abrió el postigo de la ventana, observó la atmósfera pacientemente y considerando que la lluvia no sería impedimento para salir al campo cogió su escopeta “Jabalí” de un solo tiro, sacó de una caja cuatro o cinco cartuchos, que la noche anterior había recargado, y se encaminó al corral en busca de “la Morena”, la perra podenca con la que tantos y tantos momentos había compartido desde que años atrás la iniciara en actividad tan antigua como el hombre sobre la Tierra: la caza.
“El Escurrío”, pues este era el apodo de Manuel dadas sus enjutas carnes y la rapidez con que se movía, rompió su mutismo cuando en las cercanías el canto de un gallo anunció la llegada de un nuevo día, y dirigiéndose a “la Morena”, como si la perra lo comprendiera, inició junto a ella una larga y pausada retahíla:
- “Chica”, a veces la llamaba así, hoy no podemos venirnos de bolo porque “la Mariquilla” está endeble y el médico le ha “mandao” una sobrealimentación, aconsejándome que la carne de caza le vendría muy bien para recuperar esas energías de las que tan escasa está últimamente. Patearemos toda la sierra hasta que algún bicho venga a engordar nuestro zurrón.
Y mientras continuaba andando, “la Morena” meneaba la cola y empinaba las orejas observándolo atentamente como si entre su instinto animal y el raciocinio de Manuel existiese una complicidad, una compenetración un entendimiento...
Transcurrían las horas y en las querencias habituales de la caza no había levantado “la Morena” ni una pieza. Manuel empezaba a desmoralizarse, y pensando que “las penas con pan son menos penas” hizo un alto en el camino, se sentó encima de una piedra y sacando del morral un trozo de queso y un mendrugo de pan se dispuso a reponer fuerzas. Con ayuda de la navaja cortó una rebanada y un pedazo de queso ofreciéndolo a la podenca que, hacía rato, se relamía junto a su amo esperando el deseado bocado.
- ¡Esto es lo que hoy nos alumbra “Chica”, dijo “el Escurrío”, la economía no da para más, así que con la barriga ligera andaremos luego más prestos!.
Eran ciertamente años de penuria. Manuel que compaginaba las faenas agrícolas, cuando las había, con la caza, nunca estuvo muy boyante de perras, sin embargo, jamás fue avaricioso, cuando salía al campo mataba lo preciso para ir tirando y siempre fue respetuoso con la época de gestación, no cazando nunca una hembra preñada, ni en los momentos que amamantaban a las crías.
Con frecuencia tenía lo que mataba vendido previamente, siendo María, su mujer, la encargada de llevar las piezas a las casas de los clientes habituales, donde también había ajustado el precio según fuesen conejos, liebres o perdices que eran las especies que normalmente Manuel abatía.
Hoy, sin embargo, era distinto, precisaba cazar urgentemente y el panorama cuando pasaban más de la una de la tarde se presentaba poco halagüeño y esperanzador. Necesitaba acarrear algo de cacería a casa para que “Mariquilla”, su pequeña, se recuperase, y no había podido dar un tiro en toda la mañana.
Tras un último trago del vinillo aguado, que llevaba en una ajada bota, se incorporó Manuel, oteó el horizonte para ver por qué ruta continuar y tras un prolongado resuello, secuela del nerviosismo que iba embargándolo, continuó la marcha.
Al coronar una cuesta la perra, venteando algo, se puso intranquila y rodeando una pequeña palmera comenzó a dar señales de que olfateaba alguna pieza. Inesperadamente se arrancó una liebre pero iba “la Morena” corriendo tan pegada a ella, hasta que desaparecieron de la vista del “Escurrío”, que éste no se atrevió a disparar por precaución y miedo a plomearla, y esperó impaciente la vuelta de la perra, ilusionado con que pudiera haber dado alcance a la liebre a la carrera. Pero cuando tras largo rato retornó la podenca venía jadeando y sin nada en la boca, Manuel dándole una palmada exclamó:
- ¡Está visto que no es nuestro día “Chica”, pero no tenemos más remedio que proseguir!.
Casi anochecía y a Manuel no le cabía el corazón en el pecho, las posibilidades de cobrar algún bicho se desvanecían a medida que se disipaba la luz y las sombras se apoderaban del paisaje.
Cansado y desmoralizado inició el retorno al pueblo, no le podría llevar la ansiada presa a su chiquilla, a pesar de su experiencia como cazador, su dominio de la escopeta y de las triquiñuelas de la caza.
Con el andar lento y el ánimo henchido de tristeza caminaba cabizbajo, cuando la perra se arrancó bruscamente para la orilla de la vereda. De un lentisco, se levantó una collera de perdices emprendiendo raudo vuelo hacia el valle. “El Escurrío” se encaró la escopeta, apuntó al que pensó era el macho y disparó. El pájaro no hizo ningún extraño que advirtiese a Manuel que iba pegado, pero “la Morena” continuó con una carrera desenfrenada tras el vuelo de las patirrojas.
Manuel abrió la escopeta, sacó el cartucho vacío y tras soplar por el cañón cerró el arma y su mirada se perdió en dirección al valle con el semblante taciturno y pesaroso.
El sudor le corría frente abajo, sacó el pañuelo de “yerba” para enjugárselo y divisó a “la Morena”, vereda arriba, que parecía traer algo en la boca. La oscuridad que se adueñaba del entorno no le permitió calibrar si era así o sólo el producto de un deseo reprimido. Fueron momentos de incertidumbre, de inquietud, de desasosiego. ¡Pero por fin estaba allí, traía atravesado un hermoso macho de perdiz en su boca, apresado y prendido entre sus dientes!.
Manuel se agitó, apretó la escopeta contra el pecho, se agachó y le dio a su perra un par de sonoros besos en la frente y mientras proseguía cuesta abajo, camino de su hogar, sus labios musitaron en un breve susurrro:
- Hoy, “Chica”, hemos hecho el apaño, mañana..., mañana Dios proveerá...!.
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